jueves, 20 de diciembre de 2012

HORNA, EN LA CUNA DEL RÍO HENARES

            Llegamos a Horna. Es éste un pueblecillo cuyo caserío es empleado para arrebujarse por un cerrete cónico: las construccio­nes forman como los pliegues ascendentes de un capote de paño duro que ciñera el cuerpo. El hueco superior es el lugar que aprovecha la iglesia para levantarse y hacer al valle un gesto. Las proximidades abundan en huertos donde se cultivan patatas, judías y cáñamo. En una ventana pronuncian un apólogo esencial desde sus tiestos unos claveles rojos y una graciosa mata de palma rizada.  (Ortega y Gasset. "El espectador")
             Cuando hace muchos años, más de treinta y tres, me decidí a recorrer los pueblos de Guadalajara uno por uno, hasta acabar con ellos en una primera visita, el empeño me ocupó cerca de diez años. Las cosas eran distintas en los pueblos de lo que son hoy. La gente era por lo general más confiada ante la presencia de un forastero. La verdad es que no faltan motivos para desconfiar en estos tiempos que vivimos, conscientes de la cantidad de hechos lamentables que ocurren a diario y de los que se hacen eco los medios de información, de manera tal vez demasiado preferente. Desde entonces a hoy son bastantes los lugares cercanos a nosotros que han llegado al límite de la despoblación, y es cosa más que corriente viajar hasta ellos y vivir la amarga experiencia de no encontrarte con una sola persona con la que cruzar media docena de palabras apenas entra el otoño.
            Pensaba en esa realidad cuando hace algunas semanas regresaba de mi último viaje al pueblo de Horna, uno de ese rosario de pequeños lugares de Sierra Ministra, que van apareciendo, vega adelante, a partir de Sigüenza junto a la vía del ferrocarril. Estamos en Horna, y son fechas en las que en un día cualquiera, quedados atrás los meses de verano, los pueblos se adormecen, las puertas están cerradas, y el tibio sol de la media mañana proporciona a los campos yermos y a las choperas teñidas de amarillo, una placidez y un encanto que casi nadie aprovecha.
En el pueblo  
            La entradilla, magistral por cierto, me la da hecha la hábil pluma y el florido talento del maestro Orteta y Gasset, que preside el comienzo del presente trabajo. Horna aparece desde la carretera asentado sobre un altillo. Destaca sobre los tejados de las casas la espadaña recortada de la iglesia de San Miguel, con su solemne campanario de tres vanos expuesto a todos los vientos. Al pie, junto a la vía del tren, el apeadero del ferrocarril en estado de ruina. El tren ha sido en tiempos pasados pieza fundamental en la vida de estos pueblos, como así me aseguró en el verano del ochenta y dos Marcelino Pardo, un muchacho de Horna residente en Madrid, que por aquellos días pasaba las vacaciones en su pueblo, «Aunque todos venimos en coche propio, si un día te apetece hacerlo solo desde Madrid o desde Zaragoza, en el tren te pones aquí en un momento.»  Pienso que después de haber visto derruidos los cuatro muros de su antigua estación, aquel fue un privilegio que como tantos más ha pasado a ser historia.
            He subido hasta el pueblo por una entrada en cuesta orientada hacia la otra vega. El coche lo dejo al pie de un castaño frondoso que hay en una especie de placita que preside una casa rural. Un gallo canta en la lejanía; un perro comienza a ladrar apenas me bajo del coche; ocho o diez gatos sestean bajo un coche estacionado a la sombra del castaño. El sol apetece, el ambiente fresco se hace notar junto a las pareces en sombra. Tomo una calle corta que tiene como fondo la torre restaurada del reloj. La torre del reloj se debió de edificar sobre un lateral de la plaza del pueblo tal vez a finales del siglo XVIII. Cuando la vi por primera vez, y subí con Ezequiel hasta lo más alto del torreón donde estaba la maquinaria, el reloj solamente daba las horas, pero no funcionaban las manillas porque le faltaba una pieza. Ezequiel Ruperez era por entonces el herrero de Horna, sordomudo, encargado de subir cada día las pesadas piedras que colgaban del reloj para darle cuerda.
            -Buenos días. ¿Podrían decirme si aún vive Ezequiel, el herrero que cuidaba del reloj?
            - Sí, aún vive. Hará mucho tiempo de eso.
            - Mucho tiempo, sí; como unos treinta años.
            En la fachada del Teleclub hay un azulejo con unos versos de Pedro Lahorascala en homenaje al pueblo de Horna, y en el conjunto de la ancha plaza el frontón de pelota, un tilo de abundosa copa arropando una fuente mural sobre piedra de toba. Al respaldo, el formidable corpachón de la iglesia, con su cumplido pretil a la solana y la puerta cerrada a calicanto. Desde los aledaños de la iglesia contemplo a corta distancia el paso de un convoy de mercancías que no termina nuca. Una estampa poco habitual para los que vivimos al margen del ferrocarril, que cuando menos nos produce una cierta extrañeza.
            En todo viaje a Horna no se debe prescindir de la obligada vista a las fuentes del Henares. Desde el pueblo hasta lo que aquí llaman la Fuente del Jardín, en donde nace el río,  la distancia es corta, un kilómetro o tal vez menos. En ese espacio queda la ermita de la Soledad, herida de muerte, y el puente de la Vía Vieja, de paso encajonado, que llega prácticamente hasta la especie de una pequeña caldera plagada de junqueras, de heno y de matorral, donde en otro tiempo se podía ver brotar el agua de las diversas fuentes que daban lugar al que, a partir de allí, sería el río Henares. Las fuentes, cercadas por el Ayuntamiento de Sigüenza no se ven, porque las cubre la vegetación y porque la sequía ha afectado a la comarca de manera tal, que posiblemente algunas de ellas ni siquiera existan. En su recogido entorno hay robustas nogueras que muestran su fruto en sazón, y otros árboles y arbustos junto a las peñas. Un monolito labrado en piedra, a cuyo pie está la primera de las fuentes, lleva inscrito: “1877. Origen del río Henares”.
      
La cuna del río Henares
            Ya de vuelta, a la altura de la ermita de la Soledad, me cruzo con un hombre que sube desde la vega conduciendo una carretilla cargada con productos de la huerta. Es un señor atento, se llama Enrique y me ha dicho que vive en Alcalá de Henares. Las gentes de estos pueblos son muy amantes de su tierra, y en el caso de Horna se sienten orgullosos de sus dos vegas, la de Nazar y la de Arroyo Mocho. Durante siglos, las despensas de estos pueblos se han visto asistidas por los productos de las huertas, como los que porta Enrique en su carretilla de mano.
            - Y mejores que estos, ya lo creo. La sequía de este año se ha hecho notar. Al pueblo nos han tenido que traer el agua con cisternas este verano; lo que no ha ocurrido nunca.  
            - Esta ermita se les está hundiendo.

            - Ya lo ve. Está muy mal la pobre. Han puesto ahí que no se acerque nadie.
            - Tiene otra mejor ¿verdad?
            - Hombre, claro. La de la Virgen de Quintanares. Aquella es como una catedral. Ni la de Barbatona ni ninguna. Esa es única. No sabe la cantidad de personal que se junta en las romerías. Gentes de todos estos pueblos y de toda España. Nuestra ermita es la mejor que hay. Está cerca de la carretera, según se va a Sigüenza. En la romería de junio nadie sabe la de personal que se juntó allí. Se hace procesión por la pradera, misa, y comida para todos los que van.
            - ¿Gratis?
            - Gratis no. Hay que pagar algo. Es una fiesta muy familiar. La mejor que hay por estos pueblos.
            Pues bien; después de escuchar a nuestro amigo, uno se siente en la obligación de acercarse hasta la ermita de Nuestra Señora de Quintanares, la patrona de Horna, de la que no tenía más noticias que dos, ambas la más de asombrosas: que hace años les robaron la imagen y la tuvieron que sustituir por otra nueva, sacada de fotografías, y el horroroso crimen que no hace mucho se perpetró en aquellos contornos y que nos conmovió a todos.
            Aunque nuestro amigo Enrique, el hortelano de Horna, exageró un poco barriendo a favor de las cosas de su pueblo, es verdad que se trata de un santuario mariano excepcional, situado en pleno campo y que infunde fervor. Se trata de un edificio construido según los usos para la arquitectura religiosa del siglo XVIII, con portada semicircular entre dos contrafuertes. Tiene una especie de hospedería aneja a lo que es la iglesia. Cuenta la tradición que en aquel mismo lugar se apareció la Virgen a una señora del pueblo llamada doña Violante. Además de la romería a principios de verano, de la que nos habló nuestro amigo, se celebra la fiesta mayor el tercer domingo del mes de septiembre, con importante afluencia de romeros procedentes de toda la comarca. La ermita está cerrada, si bien puedo añadir que su interior es de una sola nave, y que, como ocurre en muchas de las de su especie por tantos lugares, en su interior se conservan infinidad de exvotos y de ofrendas donados por sus devotos con antigüedad de siglos. Otro de los lugares privilegiados de la provincia que les aconsejo conocer.