miércoles, 31 de marzo de 2010

LA PASIÓN EN LOS MUSEOS DE ATIENZA


El interés por la villa de Atienza abre sus puertas al gran público cada año en estas fechas próximas a la Semana Santa. A la Muy Noble y muy Leal Villa Realenga, que así la llamó Galdós, se la puede considerar a toda ella un museo. Las dos plazas mayores acogen a plena capacidad cada fin de semana a decenas de vehículos, y sus calles son un hormiguero continuo de gentes que vienen y que van de museo en museo, de iglesia en iglesia, mientras que los más atrevidos emprenden la escalada hasta la plataforma final de la torre del castillo, privilegiado mirador sobre el ancho panorama de este mar de tierras, por el que la vieja fortaleza parece navegar sobre su sólida plataforma de rocas.
Acabo de entrar en Atienza en una mañana poco apacible del último fin de semana. Después de un largo invierno en lluvias y otras inclemencias, la gente tiene deseos de salir, sea como sea, cuando el calendario laboral le ofrece esa oportunidad, y la del puente de San José, coincidiendo con el principio de la primavera, fue de las más oportunas.
Llego hasta Atienza por enésima vez. Hacía varios meses que no me había vuelto a perder por sus calles cargadas de recuerdos. Debo decir que siento por Atienza una incontenible veneración, un respeto profundo por lo que ahora es, y más todavía, por lo que antes fue. Pienso que no es preciso que los atencinos, ni los viejos documentos con firma real, ni el griterío mudo de la piedra sillar de sus torres y de sus iglesias se empeñen en ponernos al corriente de su pasado. Sobran las palabras y los escritos sobran, para darse cuenta a través del arte irrepetible que aquí se guarda, del peso y de la importancia que la villa gozó en siglos ya lejanos.
He venido a buscar algo muy concreto en el rico joyel de sus tres museos, con motivo de las fechas que se avecinan. Los soldados de Napoleón se llevaron de las iglesias de Atienza un tesoro incalculable en piezas de valor cuando la Francesada, pero se dejaron, quizá porque no les cabían en los serones de las caballerías que emplearon para llevar a cabo su mala acción, muchas de las imágenes y otras piezas de mayor tamaño; de no haber sido así, es posible que hubiésemos tenido que ir a conocerlos, y a admirarlos, a cualquiera de los museos del vecino país. Por fortuna, se quedaron al servicio del culto en sus iglesias y en alguno de sus extintos conventos.
La fortuna ha querido que toda esa maravilla se pueda contemplar, toda reunida, y restaurada en su mayor parte, en tres de sus iglesias convertidas hoy en otros tantos museos de arte religioso, gracias al buen sentido y al tesón de don Agustín González, su párroco, un nombre que jamás podrá faltar en la historia de Atienza.

El Cristo de Atienza
Los lugareños de hace siglos distinguieron con el nombre de su urbe amurallada a una imagen de autor desconocido que se venera en la iglesia románica de San Bartolomé. El conocido como “Cristo de Atienza” ocupa la hornacina central de un espectacular retablo dorado, como un fuego de luz que en el año 1708 concluyó para dicha capilla el artista Diego de Madrigal. La imagen representa la escena del Calvario, muy al gusto del artista y del tiempo en el que se talló, una escena enternecedora, propia del arte protogótico del siglo XIII allá por sus finales. La figura de Cristo en la Cruz se nos muestra fuera de toda proporción en su anatomía con relación a los restantes personajes del grupo -pues no hay que olvidar que aún quedan en ella rudimentos del arte románico-, tiene desclavada su mano derecha. José de Arimatea abraza a la altura de las caderas el cuerpo muerto de Jesús, en tanto que Santa María y San Juan lo miran piadosamente en pie, uno a cada lado, sosteniendo sobre sus manos el blanco paño de la Pasión y el libro de la Escritura. La capilla del Cristo, patrón de Atienza, es uno de los detalles más interesantes que podemos encontrar en la villa.
Un “Cristo escarnecido”, anónimo, del siglo XVII, y una “Piedad” del XVIII, también de autor anónimo, son dos lienzos de este museo relacionados con el tema que hoy nos ocupa, al margen de otros muchos y de otras imágenes de valor estimable que, al pie de la sección de Paleontología expuesta en el coro, se puede contemplar en una visita que el bueno de Julio, su peculiar cicerone, explica con ese modo tan suyo que él tiene de hacerlo.

El Museo de San Gil
Aunque los tres museos de Atienza se han ido completando con existencias procedentes las distintas iglesias que tuvo la villa, y abriendo al público durante los años en los que don Agustín ha servido a la villa como titular de su única parroquia, fue la iglesia de San Gil la primera que se habilitó como museo, y Ruperto, hoy en horas bajas por enfermedad, su “espiquer” desde el día de su fundación.
El fondo de este museo de San Gil no desdice, ni mucho menos, del contenido de los otros dos, tanto en imaginería como en pinturas; pues colgadas de sus muros podemos contemplar algunas de las pinturas más reconocidas que hay en Atienza: las famosas “Sibilas y Profetas” de José Soreda (primeras décadas del siglo XVI), en cuatro tablas que en otro tiempo pertenecieron al desaparecido retablo de la iglesia de Santa María del Rey, así como excelente imaginaría barroca, entre la que destacaría una “Virgen del Rosario”, firmada, de José Salvador Carmona, hermano del gran Luís, cuyo “Cristo del Perdón” veremos después. La más importante colección de orfebrería, casi toda en bellísimas piezas de plata: cálices, vasos sagrados, custodias, sacras, se encuentran también en este museo.
En relación con la pasión y muerte de Cristo, no existe en San Gil ninguno de sus famosos Cristos, pero sí que son dignos de admirar algunos otros del siglo XIV, una “Piedad” en altorrelieve, del XVI, y un Cristo yacente, posiblemente de la escuela castellana de Gregorio Fernández, que, al parecer extraído de otra Piedad que nadie ha conocido, impresiona solitario ocupando el centro del ábside de la iglesia.

Los Cristos de la Trinidad
Y digo “los Cristos”, porque en realidad son dos de las tallas más conocidas de Cristo en la Cruz que tiene Atienza, los que se guardan aquí: el de los “Cuatro Clavos”, propio de esta iglesia, y el “Cristo del Perdón” de Luis Salvador Carmona, que si en un principio estuvo en el desparecido convento de Santa Ana, y después en la iglesia parroquial de San Juan del Mercado, parece ser que ha encontrado su acomodo definitivo en este museo de La Trinidad, en el que ocupa lugar preferente. Por otra parte, y en una de sus capillas laterales, es en esta iglesia donde se veneran dos de las Santas Espinas de la corona de Cristo, y que durante siglos, con fiesta propia, han acaparado cada año la devoción de las gentes de Atienza.
El “Cristo del Perdón” tiene el tamaño natural de un hombre, aparece con la rodilla izquierda apoyada sobre una bola del mundo, en la que está representada la escena del Paraíso Terrenal. Las manos desnudas, y los brazos abiertos con asombrosa naturalidad, el cuerpo macerado de heridas y la mirada alta en actitud de profunda súplica, mostrando en manos y costado las llagas abiertas de la crucifixión.
El “Cristo de los Cuatro Clavos” ocupa una capilla propia en lo que antes fue baptisterio. Ha sido restaurado años atrás. La imagen se presenta con la cabeza ceñida con corona real y los pies separados, sujetos a la cruz con un clavo cada uno. Es muy posible que su llegada a esta iglesia de la Trinidad de Atienza tuviese lugar al mismo tiempo que las Santas Espinas, en cuya capilla se veneró durante siglos, es decir, hacia el año 1402, y por deseo expreso de doña Juana, infanta de Navarra.

viernes, 26 de marzo de 2010

GUADALAJARA, 550 AÑOS CON TÍTULO DE CIUDAD


Fue un acto institucional interesante y emotivo el que en la tarde de ayer, día 25, tuvo lugar en el salón de plenos del ayuntamiento de la capital, con ocasión de cumplirse en ese día el 550 aniversario de haberle sido otorgado el título de ciudad a la villa de Guadalajara por el rey Enrique IV de Castilla, por ser “una de las principales e noble villa de mis reynos, acatando los muchos et buenos serviçios quel Conçejo et omes buenos della fisieron a los reyes de gloriosa memoria, mis pregenitores, e a mi an hecho e facen de cada día”, según se dice en la real provisión, firmada por el rey en el Real Alcazar de Guadalajara el 25 de marzo de 1460, y que con su cadencia personal, la propia que requería el documento y el acto que se estaba celebrando, leyó el Cronista Oficial de Guadalajara don José Antonio Suárez de Puga.
Intervino después, con una lección magistral acerca del momento en que tuvo lugar, personajes que intervinieron, y hecho histórico cuyo aniversario estábamos celebrando, el Cronista Provincial de Guadalajara don Antonio Herrera Casado; parlamento de extenso y detallado contenido, que mantuvo por su interés la atención en todo momento del auditorio que llenaba la sala.
Como asistentes al acto, una cumplida representación de los organismos oficiales de la ciudad, el Consistorio en pleno, los ex alcaldes de la ciudad vivos, en número de siete, y una buena parte de los concejales que lo han sido en legislaturas anteriores, como representantes de las diferentes opciones políticas con presencia en el ayuntamiento de la ciudad.
Unas palabras finales del alcalde actual, don Antonio Román Jasanada, resaltando la importancia histórica de Guadalajara a través de los últimos siglos, y lo que puede llegar a ser con la participación de todos sus habitantes, cerraron el agradable acto institucional que habría de concluir muy a la española, con un vino en la sala de juntas y la entrega de una reproducción facsimil de la real provisión de Enrique IV, por la que se concedía a Guadalajara el título de ciudad, así como una réplica del sello Concejil de la Guadalajara del siglo XIV, que encabeza en imagen esta información.

NUESTROS RÍOS: EL TAJUÑA ( y III )


En esta tercera entrega seguiremos de cerca por ambas márgenes el cauce del más alcarreño de todos los ríos, el Tajuña, desde los aledaños de Brihuega en donde lo dejamos días atrás, hasta el punto mismo en el que escape de las tierras de Guadalajara para adentrarse en la provincia de Madrid sin salir de la Alcarria en su desembocadura, o unión digamos, con el Jarama que baja de las sierras, para acabar ambos en una sola corriente con el padre Tajo cerca de Aranjuez. Toda una aventura viajera, de paisaje en paisaje, de pueblo en pueblo, que nos ha venido entreteniendo durante tres semanas alternas.
Ya no es tanto el servicio que presta el Tajuña a los pueblos y a los campos de su recorrido, especialmente en este último tramo de su cauce medio por la provincia de Guadalajara al que hoy nos referimos; pero se puede leer en viejas crónicas, dignas de todo crédito, que sus aguas aparentemente tranquilas movieron hasta doce molinos harineros y varios batanes, entre ellos los de la Real Fábrica de Paños de Brihuega, además de los muchos centenares de huertos que regó a lo largo de su recorrido, recurso primero para llenar la despensa de miles de familias durante todo el año de productos de la tierra que con la matanza anual cubrían en un porcentaje elevadísimo el medio alimenticio de todos aquellos pueblos. Desde un tiempo hasta hoy, pongamos casi medio siglo de por medio, las cosas han cambiado de manera tajante de acuerdo con las nuevas maneras de vivir. Las fértiles vegas de nuestros ríos, y entre ellas ésta del Tajuña, salvo espacios muy concretos al lado de los pueblos, no se dedican al cultivo de la huerta, sino al del cereal y muy especialmente al de los girasoles.
Y así, continuando con lo ya dicho, el río cruza, después de dos leguas de camino desde Brihuega, por los bajos de Archilla lamiendo los pies de las primeras casas, sombras de ribera y puente incluidos, que dan paso a uno de los pueblos, en pequeño, mejor cuidados y más sorprendentes de toda la Alcarria. Al interés indudable que ofrece su situación en la solana a la vera del río, hay que añadir entre otras más la gracia de haberlo convertido a su entrada en un museo abierto a las labores del campo. Los instrumentos ya en desuso del quehacer diario en el medio rural se encuentran expuestos a la vista de todos en una pequeña vertiente: trillos, bieldos, arados, un yunque de herrería, todo un monumento al pasado laboral de las gentes del campo dando al pueblo carácter y originalidad.
Tomellosa queda algo más adelante. No está el pueblo de Tomellosa a la vista del río ni del caminante que sigue su cauce por la carretera que baja desde Brihuega. Tomellosa y Balconete, primero el uno y luego el otro, aparecen como escalonados a la umbría de otra vega por la que baja exangüe el arroyo Peñón que se une al Tajuña junto a la carretera. Hermosa vega y laderucas inhóspitas, salpicadas a veces de tablarcillos en escalón donde se crían los contados ejemplares de olivas alcarreñas, de pequeña envergadura pero de un fruto excelente en los años que pinta la cosecha.
Valfermoso de Tajuña contempla la grandiosidad de la vega desde su propio balcón. Valfermoso es un pueblo situado en todo lo alto. Un centenar de curvas, más o menos, es preciso salvar hasta que se sube a Valfermoso. Merece la pena llegarse hasta él, y contemplar desde sus orillas el bellísimo panorama que desde aquella altura regala la Alcarria al descubierto, con la ermita patronal de la Virgen de la Vega al fondo, a la orilla del río, y las ruinas del castillo en sus orillas junto a la iglesia. Con un poco de suerte y aprovechando el momento oportuno, es posible coincidir con la fiesta local de San Furcito, y probar la estrella de su gastronomía, las famosas “cagarrias de San Furcito”, que según cuentan están como para chuparse los dedos.
Y más abajo otro pueblo señero, Armuña de Tajuña; pero antes recibe el río a dos arroyos subsidiarios con cierto renombre, digamos que al menos por dar lugar a lo largo de su curso a dos importantes vegas dentro del mapa alcarreño: el San Andrés por la izquierda, que le viene desde cerca de Budia por los Yélamos, Irueste y Romanones, y el Ungría a mano derecha, que baja desde Fuentes de la Alcarria, pasando por Valdesaz, Caspueñas, Atanzón, y recoge aguas de Valdegrudas, Centenera y Lupiana, con el nombre propio de otro afluente muy alcarreño también, el Matayeguas. La novedad en Armuña desde hace más de una década son los enormes radares de la estación terrestre de comunicación vía satélite, saludando cada día al sol y cada noche a las estrellas del limpio cielo de la Alcarria, una tierra sobre cualquier otra sometida por influjo de la modernidad a las más variadas transformaciones.
Por Aranzueque el río y la carretera viajan en la misma dirección rayando el paisaje. Excepción hecha de la villa de Brihuega, quizá sea Aranzueque el pueblo mayor por el que pasa el río dentro de los límites de la Provincia. El pueblo supera con creces las trescientas almas como población de derecho, cifra a considerar en una tierra tan deshabitada como es la nuestra. Desde la plaza de arriba, que no es en Aranzueque la Plaza Mayor sino la del Campillo, se pueden observar formando ángulo dos vegas distintas al mismo tiempo: una al frente, por la que escapa en la misma dirección que el río la carretera de Loranca, y otra a mano derecha desde el atrio de la iglesia, por la que bajan a unirse con el Tajuña las aguas de otro pequeño arroyo y que en el pueblo conocen como la Vega de Valdarachas. La plaza de abajo, que es en realidad la Plaza Mayor del pueblo, luce como fondo el nuevo edificio del ayuntamiento y la torre anexa del reloj municipal. Muy cerca de esta plaza, en una vivienda antañona y con aspecto discretamente señorial, pasó largas temporadas de su vida el matador de toros Saleri II, natural de Romanones, que casó con doña Carmen, miembro de la familia aranzuequeña de los Pérez Pardo.
Como en Loranca de Tajuña, lugar al que llegaremos enseguida y desde el que diremos adiós al río de manera definitiva, también en Aranzueque veneran como patrón a Santo Domingo de Guzmán, y lo mismo que en su pueblo vecino, y por tanto rival, es parte fundamental del acontecimiento festivo a la caída del verano la lidia de los toros, vocación endémica y apasionada no sólo de Aranzueque sino de toda la Alcarria de principio a fin.
Y sin más emprendemos camino río abajo hasta Loranca. El terreno es llano y la distancia corta. Cuando se va llegando al final uno piensa que los caminos del Tajuña, desde los altos de Maranchón hasta la Alcarria Baja, han dado mucho de sí. El pueblo de Loranca se descuelga en una ladera que comienza al pie mismo del cerro de la Quebrada y viene a caer a la orilla del río. La fábrica de aceite y los talleres están abajo, y en la parte alta del pueblo la Plaza Mayor al cabo de la calle pina de San Roque. En la Plaza Mayor quedan a mano los recios muros de la iglesia, la torre del reloj y el ayuntamiento. En mitad de la plaza vierte por cuatro grifos y da luz la fuente municipal sobre su piloncillo cuadrado, un totum que es fuente y farola al mismo tiempo, obligado maridaje que no por haberlo visto repetido en otras plazas como ésta, puede contar con el pláceme de personas para las que no todo vale. Sí, en cambio, seguro que gozan del general aplauso de quienes las han probado alguna vez, las ricas “tortas dormidas” que las mujeres del pueblo suelen amasar con paciencia y cocer con sabiduría cuando legan las fiestas del Santo Domingo y del Cristo de septiembre.
Más allá de Loranca, a punto ya de colarse a tierras de Madrid, después de haber servido de límite entre las dos provincias durante un breve trecho, el Tajuña recibe la última aportación de aguas guadalajareñas al desembocar en su margen izquierda el arroyo Torrejón, famoso antiguamente por la excelente calidad de los cangrejos que se criaban en sus corrientes, y que le llega desde Escopete y Escariche escaso y a veces vacío de caudal.

(En la fotografía, el río Tajuña a su paso por Loranca)

jueves, 25 de marzo de 2010

NUESTROS RÍOS: EL TAJUÑA ( I I )



Habiendo dejado atrás el pueblo de Abánades, y colándose entre valles pintorescos por uno de los retazos más bellos y menos conocidos de la provincia de Guadalajara, el Tajuña sigue y sigue abriéndose camino por toda la Alcarria que recorre de principio a fin. Aun por encima del Tajo, al que acabará entregando sus aguas junto al Henares cerca de Aranjuez, el Tajuña es el más alcarreño de todos los ríos; la Alcarria es su espacio natural, y en la Alcarria se hace mayor y por ella viaja, tanto por la de Guadalajara como por la de Madrid, hasta poco antes de su final como río con nombre propio. Toda una aventura digna de ser sabida ésta del andar de los ríos. ¡Si los ríos pudiesen hablar!
Torrecuadrada de los Valles y Torrecuadradilla, uno hacia su margen derecha y otro a su mano izquierda, avecinan al río en la corta distancia antes de topar con el próximo accidente, éste no natural, con el que el Tajuña se encuentra en los principios de su larga aventura alcarreña: el llamado embalse de la Tajera, que sólo he visto una vez y lo encontré completamente seco. Un sencillo viaducto de columnas y hormigón sobre el regato de agua embarrada, cruzaba de parte a parte la leve vertiente entre dos elevaciones de paisaje huraño que, según alguien me explicó, era, o debiera ser, el remanso final del embalse de la Tajera. Vallejuelos baldíos y moñas salpicadas de carrasquillo en las laderas pedregosas, cubren los espacios que avisa el río en su mocedad.
Más abajo el Tajuña se abre a la luz a cuatro pasos de Masegoso. No se va hacia Cifuentes desde allí, que en un decir amén lo despeñaría en el Tajo como hace con el río de su nombre, sino que se busca como escape otros derroteros, una vega estirada que hace propia durante un largo tramo de su recorrido, la que para nuestro uso hemos considerado siempre como la vega Alta del Tajuña (la Media y la Baja vendrán después), con pueblos y villas a uno y otro lado de su cauce, todos ellos con un carácter muy especial, con una personalidad que favoreció la historia y acogió el paisaje, para que a lo largo de años y de siglos el mundo, nuestro mundo más a mano, mire hacia ellos no sólo con el respeto debido, sino con una admiración grande. Así ocurre con Masegoso, en el cruce de caminos, el primero de esos pueblos, en cuyos alrededores opta el río por seguir abriéndose camino en dirección poniente.
Masegoso de Tajuña es hoy el recuerdo lamentable de una época del siglo XX en la que ocurrieron cosas que jamás debieron tener cabida en la historia de nuestro país, y que confiamos en que la lección haya podido servir para que nunca más se repita algo semejante. Del Masegoso anterior a la Guerra Civil apenas queda su iglesia de San Martín, reconstruida sobre sus propios muros, y muy poco más si es que todavía hay algo. El pueblo es completamente nuevo, de moderna hechura, quizá más cómodo de lo que antes fue, pero falto de ese carácter personal que en el peor de los casos siempre añade un valor a los pueblos viejos, que en esta tierra nuestra lo son todos, o casi todos, porque en la misma situación de Masegoso se encuentran en la Alcarria cuando menos media docena de pueblos más. Se levantó de nueva planta hace sesenta años por aquel Plan Nacional de Regiones Devastadas, emprendido por el gobierno de posguerra para devolver un hogar a cientos y miles de familias que perdieron el suyo bajo el fuego de los bombardeos.
Volveremos sobre tan ingratos asuntos poco después. No es fácil olvidar que muy cerca de aquí, próximo al Tajuña en su ribera norte, registra el libro de la Historia dos batallas famosas en las que estos campos, limpios en la mañana de hoy con un plácido olor a naturaleza viva, fueron el humo de la pólvora y la sangre caliente de los hombres caídos en la contienda los que en otro tiempo envenenaron el aire precisamente por eso, porque los hombres desde el origen de su existencia gustaron resolver sus asuntos por caminos de sangre, un error del que no acabamos de salir y en el que el hombre resulta en todos los casos, en los de antes, en los de ahora y en los que vengan después, su propia víctima.
Pero sigamos desde Masegoso el correr del río por su margen derecha. Valderrebollo aparece enseguida al otro lado de unas choperas. Una ermita, la de la Virgen del prado, es el primer detalle en el que fijar nuestra atención antes de llegar al pueblo. Valderrebollo es chiquito, con 28 almas como población de derecho si hacemos caso a los últimos censos. Ya en su interior, en la misma plaza, el pueblo muestra su antigüedad remota en el arco románico de la portada de su iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Leche.
Yela y Barriopedro, uno a mano derecha y otro a mano izquierda, ligeramente apartados del camino, son lugares con cierta resonancia en la comarca, los dos con más carácter y personalidad de viejos pueblos alcarreños que con población de hecho que habite de continuo en tantas de sus casas dispuestas convenientemente para vivir en verano. En Barriopedro hay una veguilla sombría y en extremo pintoresca, donde los escasos campesinos del lugar cuidan sus huertos. En Yela tienen una iglesia, reconstruida según los viejos cánones del arte románico, que a pesar de su poco más de medio siglo de existencia bien vale la pena llegarse a verla. Y luego: Cívica.
Hace sólo una semanas que pasé por allí y vino a colación escribir sobre Cívica en estas mismas páginas. Esas rarezas que a veces suelen aparecer en el paisaje, siempre en el momento y en el lugar que menos se lo espera, tienen cuando menos la importancia de romper la monotonía de andar y ver ante los ojos del caminante: pueblecitos en silencio, caminos solitarios, un arroyo que corre, la capota de una chopera movida por el viento, las peñas color plomo que coronan un otero anónimo… Cívica es una de esas rarezas que siempre nos sorprenden, aunque se pase junto a sus formas a la vera del río con cierta frecuencia. La cueva de la que pende una cortina sutil de agua fría, los balaustres como encendidos al sol de la mañana, las escalinatas que suben y bajan entre la hierba, los arcos en arabesco, están allí sin que sepamos por qué ni para qué, sólo por el sencillo capricho de estar. En la imaginación florida de don Camilo, el Premio Nobel, surgió una aplicación estupenda para cívica: servir de “decorado para una ópera de Wagner”, visión surrealista de un genio que en aquella apreciación anduvo muy acorde con lo real. El cuadro abstracto de Cívica, en su solana alcarreña de junto al río, lo mandó ejecutar a sus expensas un cura de Valderrebollo llamado don Aurelio Pérez López.
Como ocurrió con Yela y Barriopedro, oculto a la vista del caminante queda a mano derecha sobre un alto el pueblecito de Villaviciosa a medida que nos vamos acercando hacia Brihuega. Villaviciosa interesa especialmente por su reflejo en la Historia de España, pues fue precisamente allí donde se jugó la baza definitiva en la Guerra de Sucesión, lance que sirvió pasara asentar en el trono al primero de los Borbones, el rey Felipe V, familia real que sigue ostentando la corona como legítima heredera de aquella rama hispano-francesa que por estos llanos de la Alcarria puso al margen de sus apetencias al otro pretendiente, el archiduque Carlos de Austria, después de haber muerto sin descendencia Carlos II. Junto a Villaviciosa, en una orilla de la carretera que lleva hasta Yela y Hontanares, hay un pequeño monumento que lo recuerda.
El Tajuña, siempre paralelo a la carretera desde Masegoso, nos pone al instante en Brihuega. La Villa de los Jardines es la capitalidad de aquella comarca. Brihuega es demasiado Brihuega para despacharlo en un puñado de líneas. El río Tajuña y su fecunda vega son parte fundamental del vivir de Brihuega y de su historia, una historia repleta que a lo largo de los últimos siglos colmaron al pueblo de protagonismo. Brihuega queda como colgado en la vertiente noroeste del río, alzando sobre el paisaje alcarreño la gracia de sus torres y de sus jardines. No vamos a descubrir aquí lo que es Brihuega. Se ha escrito mucho y bien acerca de su pasado como importante foco de convivencia que fue para las tres culturas, cuya presencia hoy tan lejana en el tiempo, aún se respira en sus calles más antiguas, en los lienzos de sus murallas clavados en la solana, en el augusto panorama que en cada viaje ponemos delante los ojos en el Prado de Santa María, que es naturaleza, que es arte, que es leyenda y que es recuerdo. El corazón de Brihuega se siente latir junto al castillo de la Peña Bermeja, mientras que el río escapa en silencio vega adelante. Otro día seguiremos tras él.

(En la fotografía: La vega del Tajuña desde los altos de Villaviciosa)

domingo, 21 de marzo de 2010

NUESTROS RÍOS: EL TAJUÑA ( I )



He consultado dos documentos muy antiguos en un intento de conocer las particularidades del río Tajuña, y de las tierras por las que corre su caudal, tomando como referencia un espacio de casi dos siglos, y me encuentro curiosamente con que ambos emplean las mismas palabras al describirlo y al contar al lector los detalles de su ribera y de los lugares por donde pasa. Todo es lo mismo, absolutamente igual, hasta los errores de uno y otro se repiten. Sin duda aquello del plagio se ve que no es vicio moderno, existe desde que el hombre aprendió a expresarse y a crear, a veces de manera sangrante, como en estos autores del XIX que copiaron uno de otro y publicaron con su nombre cada cual por su cuenta. Bien es verdad que en aquel tiempo no contaban con los medios que hoy tenemos para viajar, para movernos de un lugar a otro a fin de cotejar sobre el terreno éste o aquel accidente geográfico, y aun así, la duda persiste como en el caso concreto del lugar exacto en el que nace el Tajuña, es la imprecisión la que marca la pauta, y más ahora, cuando muchos de los arroyos han ido desapareciendo tras varias décadas de sequía y sólo los manantiales más importantes se están haciendo notar.
Debo decir que he encontrado al Tajuña como arroyo en el pueblo de Anguita, y tal vez, aunque más impreciso, en las afueras de Luzón. Más lejos, entre Maranchón y Mazarete, se anuncia en determinados sitios junto a la carretera sin que se deje ver regato alguno, como mucho un rastro de piedrecitas rodadas en un determinado vallejo que nos lleva a pensar, efectivamente, que en otros tiempos debieron de pasar por allí algunas corrientes de agua, por lo menos en épocas de lluvia intensa. En todo caso habremos de admitir que, aunque no en un punto determinado como ocurre con otros ríos, el Henares o el Cifuentes, por ejemplo, que el nacimiento del Tajuña está por allí, por las serrezuelas de páramo que preludian la comarca molinesa.
Hemos dicho Anguita, por tomar a nuestro río con un flujo de agua si no considerable, sí continuo. Anguita es mucho Anguita para tratarlo como lo vamos a tratar aquí, tan sólo de pasada, con la prisa de las corrientes, que entran y salen en un decir amén. Desde Rodrigo el de Vivar hasta Guillermo de Vargas van más de ocho siglos, y Anguita fue antes y lo ha seguido siendo después hasta nosotros, y lo será por los siglos infinitos. ¿Pero por qué sale aquí a relucir el casco metálico con brillos literarios del Campeador? Es muy sencillo. En Anguita se guarda a perpetuidad el recuerdo de su paso por las famosas Cuevas, que vigilan desde la verticalidad de las peñas en su contorno el paso del río, niño aún. ¿Y ese Guillermo de Vargas, con nombre, y apellido sobre todo de gitano rico, quién es? No es tan sencillo, pero yo te lo contaré. Se trata del primer presidente que tuvo la Diputación provincial de Guadalajara, nombrado de entre los compromisarios de las distintas comarcas que forman la provincia. Era el día 25 de abril de 1813, apenas acabada la guerra contra los franceses, y frescos aún los acuerdos tomados en las Cortes de Cádiz que dieron a luz a las Diputaciones, más o menos con las mismas funciones de representación municipal que han tenido hasta ahora.
Pero, dejando al margen lo demás, Anguita es pueblo de estampa distinguida, con edificios de noble presencia y una vega generosa que a lo largo de la vida dio al pueblo de todo, de todo lo que se necesita para vivir como pago al esfuerzo de sus campesinos: cereales diversos, frutas y hortalizas, legumbres que jamás le debieron faltar, y truchas y barbos en el río aunque ahora nos parezca una historia distinta. Otros en cambio, familias enteras, se dedicaron en sus talleres caseros a la fabricación de telas y de lienzos que, seguramente, en algunas de las casas de Anguita todavía conservan.
Mas habremos de continuar campo abajo siguiendo el curso de las aguas, el cauce del Tajuña que muy pronto comenzará a hacerse alcarreño de hecho y de derecho, el más alcarreño de todos los ríos de Guadalajara. Villaverde del Ducado a la derecha, Iniéstola a la izquierda más allá de los pinares, y luego Luzaga. El Tajuña deja a Luzaga a mano izquierda de su cauce, aunque baña sus muros, riega sus huertas, y es causa primera de una gran parte de sus encantos, de los paisajísticos sobre todo, y Luzaga es un pueblo de parajes impactantes
Además de sus vegas, guardo de Luzaga el recuerdo de su Plaza Mayor, cómoda, extensa, dibujada en rectángulo con dos filas de árboles corpulentos, una portada en arco antiquísimo que durante el verano quiero recordar que sirve de paso a un bar de temporada, y, sobre todo, la figura de uno de sus hijos más célebres, el famoso Juan Ballesteros, el Tío Tirador para sus paisanos, que sin que haya en el mundo otro semejante, queda en la memoria como el hombre con mejor puntería que registró la Historia. De él se cuentan hechos increíbles, tales como el haber traspasado de parte a parte, a tiro de fusil, el cántaro de agua que llevaba su madre sobre la cabeza a una distancia de doscientos metros; o el haber ganado casi por sí sólo cuando las Guerras Carlistas la batalla del Puente de Alcolea, en Córdoba. Sus compañeros de trinchera aseguraron que no tenían otra misión que la de ir cargándole el fusil para que él, con su puntería prodigiosa, fuese despachando a un adversario en cada disparo sin fallar un solo tiro. Algunos de entre sus paisanos me lo dijeron así, y yo así lo cuento.
Dejamos atrás la villa de Luzaga. La tranquilidad de los campos de pinar se convierten en roquedales tremendos a nuestro paso siguiendo el cauce del arroyo por el camino de Cortes. El Tajuña baja escondido entre choperas hasta el mismo pueblo. Hay aves rapaces merodeando en la altura por encima de la vega. En los cuarteles arden, arrojando un humo espeso y pastoso, las matas secas hechas un montón por el hortelano. El pueblo, Cortes de Tajuña, nos saldrá al instante escalonado sobre un rellano a mano derecha, rodeado de cerros cárdenos a manera de anfiteatro. El cerro de las Eras, la Cerrezuela, la Peña Rubia y la del Tolmo, son los accidente principales que rodean al pueblo. Las tierras de La Cofradía caen algo más allá, al otro lado de las casas. Por la Peña del Tolmo se recortan las tres cruces de piedra de un calvario. La Calle Mayor comienza en cuesta y cruza al pueblo por mitad. En la Calle Mayor, precedida de una verja de hierro y de una barbacana a modo de pretil al final de la cuesta, queda a mano derecha otra buena muestra del románico alcarreño en el edificio de su iglesia de la Inmaculada, Más allá un palacete del XIX sólido, simétrico y de buena piedra. Si alguna vez pasas por Cortes en su fiesta de San Roque, seguro que te obsequiarán con “la caridad”, un tentempié que consiste en un cantero de pan, un trocho de chorizo y el vino necesario para suavizar el ágape.
Mientras tanto el Tajuña sigue su curso por la Cuesta de los Ríos hermoseando las tierras por donde pasa, dibujando paisajes admirables hasta la etapa próxima que será Abánades. La Alcarria más saludable y pintoresca, con un indudable sabor a serranía, pudiera ser ésta. Es el pinar, las hondonadas, las laderas infecundas, los pueblos como complemento a lo natural, los que componen aquella magnífica exposición de cuadros diversos. Abánades es un pueblo hermoso. Lo encontraremos en el fondo de un valle repleto de vegetación, con sus viviendas blancas y escalonadas. Viajar alguna vez hasta Abánades jamás será tiempo perdido. Para mí son tres los principales encantos de Abánades entre algunos más: la abundancia de agua que brota de sus fuentes, la arcada románica en el pórtico de su iglesia, y la estampa limpia y atrayente de un paisaje que lo abarca todo. Son sensaciones las que se sienten allí muy difíciles de explicar con palabras, conviene molestarse y pasar alguna vez por el pueblo para gozar de aquel capricho, al ser posible en primavera. Mientras tanto el Tajuña, joven aún, continúa abriéndose camino por mitad de parajes insólitos.

(En la fotografía, puente sobre el Tajuña a la entrada de Abánades)

martes, 16 de marzo de 2010

SE APAGÓ LA VOZ DEL CAMPO DE CASTILLA


Al fin llegó el temido momento. Uno de sus hijos ha dicho con ocasión de su muerte algo así como que Miguel Delibes hace tiempo que dio por cumplido su trabajo en la tierra, y que últimamente le ilusionaba más la otra vida que ésta. No tenía miedo a morir, le escuché en alguna entrevista. Delibes ha muerto y con su muerte se ha ido de entre nosotros uno de los tres, o de los cuatro más importantes novelistas de nuestra lengua. Añado a Miguel de Cervantes y dejo a criterio del lector el ampliar la lista con uno o con dos nombres más.
Creo que no es momento de ensalzar su obra, conocida por todos, ni de recordar otra vez la larga lista de títulos que la componen y que nos fue regalando poco a poco, en el tiempo oportuno, y en determinados momentos con escasez, como lo fue en los años inmediatamente posteriores a la temprana muerte de Ángeles, su mujer, que truncó su vida, y en los más cercanos a su propia muerte en los que consideró que ya había dado de sí todo lo que podía dar.
Marido ejemplar, enamorado de su esposa hasta el punto de idolatrarla, pues Ángeles había sido todo para él durante los años que vivieron juntos. Padre de siete hijos, con un montón de nietos y bisnietos que por su ejemplar humanidad nunca vieron en él al hombre excepcional, al admirado por todos, sino simplemente al padre o al abuelo.
La obra de Delibes es ahora más que nunca un legado impagable para muchas generaciones de hispanohablantes, y todo un reto para los actuales y para los futuros narradores que usen nuestro idioma como herramienta de trabajo; pues, sin tener que echar mano a bajos recursos y a tantos lugares comunes como otros de entre los grandes emplean cuando falta el ingenio, Delibes tuvo el refinado sentido común de cogerse a la raíz, al viejo lenguaje del andar por la besana o del sabio filosofar de las gentes del campo de Castilla, donde sin afectaciones añadidas se emplea el lenguaje castellano en su más exquisita pureza: un decir sólido, literario y, por tanto, perfectamente aprovechable. Es el autor que lo maneja, si tiene recursos para ello, quien debe hacerle florecer y dar sabrosos frutos, como él lo hizo.
Debo confesar que he sido y sigo siendo un asiduo lector de su obra, de la que he procurado aprender, incluso -lo digo con sano, y ahora doloroso orgullo-, intercambié con él algunas cartas en las que me daba ánimo para seguir escribiendo sobre las gentes del medio rural, sus vidas, sus costumbres y sus derechos; porque Castilla se despuebla y si Dios no lo remedia acabará viviendo únicamente en los libros, me decía en una de ellas.
Quizá sea éste el momento de releer su obra. Yo ya lo he hecho, empezando por la novela con la que inició su andadura literaria, “La sombra del ciprés es alargada”. Será para el lector, lo puedo asegurar, un provechoso y muy gratificante relax, y para el escritor fallecido un sincero homenaje.

miércoles, 10 de marzo de 2010

GALERÍA DE NOTABLES (VI): NARCISO MARTÍNEZ-VALLEJO



Eclesiástico nacido en Rueda de la Sierra el día 29 de octubre de 1830. Estu­dió en el seminario de Sigüenza y se doctoró en Toledo de Sagrada Teología el año 1866. Fue canónigo de la catedral de Sigüenza y profesor de su Seminario Mayor. Canónigo Magistral de la catedral de Granada, y obispo de Salamanca en 1875 a propuesta del gobier­no de Castelar. Diputado a Cortes por el Señorío de Molina y senador por la provincia de Valladolid. Se retiró de la vida pública en 1881, después de una acalorada sesión en el Senado sobre la implantación del matrimonio civil. En 1885, tras haber sido creada la diócesis de Madrid-Alcalá, el Papa León XIII lo nombró como primer obispo de la misma a propuesta del rey Alfonso XII, siendo un gran impul­sor de la reforma de las costumbres y mejora del clero. Su mayor preocupación, nada más tomar posesión de la diócesis, fue la creación de un Seminario, que instaló, a falta de un local más adecuado, en las dependencias de su propio palacio episcopal 
El día 18 de abril de 1886, al subir las gradas de la iglesia de los Jerónimos de Madrid, un cura anarquista llamado Cayetano Galeote y Cotilla, le disparó con un revol­ver a quemarropa, falleciendo treinta horas después sin que pudiera hacerse nada por salvar su vida, aunque otro alcarreño ilustre, el Dr. Creus y Manso, consiguió extraerle la bala en una opera­ción complicada que al final no pudo evitar su muerte como conse­cuencia del cobarde atentado.
Del obispo Martínez-Vallejo han quedado infinidad de escri­tos doctrinales y algún que otro trabajo literario. Los ornamentos que vestía en el momento del atentado, así como la bala que acabó con su vida, los han conservado sus deudos hasta hace muy poco en la casa familiar de su pueblo natal, Rueda de la Sierra, en tierras de Molina. 

(En la imagen, lámina recordatoria del Obispo Martínez-Vallejo en la iglesia de Rueda)

miércoles, 3 de marzo de 2010

LA HISTORIA DEL MAMBRÚ DE ARBETETA


Se trata de una de las leyendas más conocidas por aque­llas serrezuelas que quedan en el mapa de la provincia de Guadalajara entre la Hoya del Infantado y el Alto Tajo; una extensión a la redonda de cinco o seis leguas, según la más popular de las medidas itinerarias, y que viene a ser la dis­tancia en línea recta que separa a los dos pueblos que compar­ten protagonismo en esta tierna historia de amor imposible.
Los furtivos amores entre el Mambrú de Arbeteta y la Giralda de Escamilla los he llegado a conocer por dos cauces diferentes: por los textos del doctor Layna Serrano, y por el más sencillo de la tradición oral, escuchado de viva voz a un anciano de Escamilla, sentados plácidamente los dos en la solana allá por el barrio alto de su pueblo, hace cuando menos una docena de años. Las diferencias apenas son de matiz. En la exposición del Dr. Layna prevalece su decir impecable, la referencia culta, el detalle histórico oportuno; en el relato del anciano de Escamilla aflora el poso de lo auténtico, de lo increíble, de lo que solamente él -y alguien más de su gene­ración- conoce, y que varía de vez en vez según el estado de ánimo del narrador y los dictados de la memoria, tan voluble a ciertas edades.
Lo que conviene saber es que, como toda leyenda, se trata del fruto maduro de la cultura popular con referencia a un tiempo y a un espacio, como aquí se da, y que, por tanto, se trata de una manifestación de reconocido valor que jamás debiera perderse. El lugar de los hechos nos es conocido, y el tiempo suponemos que también, tal vez la década central del siglo XIX, cuando al soplo de la corriente romántica fueron apareciendo aquí y allá historias de este tipo, historias anónimas cuyo principal exponente pudiera ser el famoso drama de los "Amantes de Teruel" que inmortalizó Hartzenbuch y quedó para la posteridad en el anaquel de la literatura romántica.
La moza, guapa y agraciada en extremo, vivía en Escami­lla. Dicen que era hija del labrador más envidiado del pueblo, dueño de una de las haciendas más fuertes de la Alcarria. El mozo era de condición mucho más humilde; hijo del sacristán de Arbeteta, honrado, trabajador y de muy agradable presencia. El amor entre ambos surgió apenas conocerse, en un encuentro casual con motivo de las fiestas mayores del pueblo de la muchacha. A partir de entonces ninguno de los dos podía vivir sin el otro. Los días resultaban interminables en la distancia y en sus mentes y en su corazón sólo flotaba una idea y un momento: el soñado matrimonio que uniera sus vidas para siem­pre.
Cuando el padre de la muchacha tuvo noticia del idilio bajo cuerda de su hija con el hijo del sacristán de Arbeteta, se opuso de un modo rotundo a que tales amores siguiesen adelante. Pensaba que su hija merecía algo más y que al zagal lo único que le interesaba de ella era su dinero y la inmensa dote que tenía detrás de su sombra. La oposición del padre concluyó de manera tajante; pues encerró a la muchacha en la habitación más segura de su casa palacio y mandó a los criados más fieles que la vigilasen con todo rigor, para que cualquier comunicación con el mozo de Arbeteta fuera imposible.
Aseguran que el muchacho, confiado en que ella lo espera­ría el tiempo preciso, se marchó a la guerra. Durante la campaña fue un ejemplo de lealtad y de valor frente a los ejércitos enemigos. Regresó a su pueblo al cabo de un tiempo vistiendo el lujoso uniforme de sargento de Granaderos de la Guardia Real, y con una buena bolsa de monedas de oro como pago a su comportamiento. Las gentes de Arbeteta no salían de su asombro, y desde entonces lo empezaron a llamar "Mambrú", famoso personaje de la Historia y de las canciones infantiles tan al uso por aquel tiempo.
El domingo siguiente al día de su regreso, con su unifor­me de Sargento de Granaderos se presentó en la misa mayor de la iglesia de Escamilla. Ni qué decir cómo a la salida fue la admiración de chicos y mayores, pero sobre todo el capricho de las muchachas que se paraban a mirarlo a hurtadillas, retiran­do disimuladamente el velo de tul que cubría sus cabezas.
Tales pruebas de admiración no debieron de hacer demasia­da mella en el padre de la muchacha, pues al enfrentarse con él el Sargento de Granaderos con intención de pedirle la mano de su hija, el viejo adinerado insistió en su negativa al tiempo que le rogaba que se marchase del pueblo, amenazando con encerrar a la muchacha durante el tiempo que fuera preci­so.
El mozo salió desconsolado. Luego de contemplar absorto la altura y la elegancia del campanario, pasó unas horas en la casa del sacristán, amigos de la familia, cuya hija era incon­dicional confidente de su novia. Cuentan que a media tarde salió a pie con dirección a su pueblo. Por el camino tuvo tiempo de lamentar su fracaso, de acrecentar su amor por la muchacha y de planear lo acordado horas antes con la hija del sacristán amiga de su novia. Era injusto dejar perder aquellos amores limpios por el simple deseo de un padre tenaz y ambi­cioso.
Al cabo de unos días, la gente de ambos pueblos pudo observar cómo mientras sonaban las campanadas del Angelus, el mozo, vestido con su correcto uniforme, ondeaba un banderín desde lo alto del campanario de su pueblo mirando hacia Esca­milla, al tiempo que su novia, siempre acompañada por su amiga la hija del sacristán, hacía lo propio con su delantal en el campanario de la iglesia de su pueblo mirando hacia Arbete­ta, desde donde aseguran que durante los días claros se dejan ver en la distancia los dos chapiteles. Era la llama encendida del corazón de ambos, imposible de apagar.
Un día notaron los vecinos que el toque de campanas era demasiado largo; que el agitar del banderín de él y del delan­tal de ella duró hasta que el sol se escondió por el poniente. A la mañana siguiente el muchacho salió de su pueblo para incorporarse de nuevo al ejército y alcanzar una graduación más alta que lograra complacer al padre de su novia. Murió en campaña cuando ya había conseguido el grado de capitán. La muchacha enfermó de melancolía al conocer la noticia. Dicen que siguió subiendo hasta el campanario al toque de oración y desde allí, con lágrimas en los ojos, agitaba cada tarde un pañuelo negro. La muchacha murió meses después.
El hecho, dicen, encogió el corazón a las buenas gentes de aquellos pueblos, de manera que, para perpetuar su memoria, en los dos concejos se acordó coronar sus respectivas torres con las siluetas de un granadero y de una muchacha que a la vez sirvieran de veleta. De ese modo seguirían mirándose de continuo y manifestándose su amor limpio y eterno a impulsos del viento cada tarde.
Lo hicieron así, y el recuerdo de los amantes siguió vivo durante muchos años, hasta que un rayo, a ella primero y a él después, los hizo desaparecer de sus respectivos campanarios en época todavía reciente.
El Mambrú de Arbeteta y la Giralda de Escamilla pasaron al recuerdo; se convirtieron en un mito que conviene arropar dando vida a la leyenda. Las veletas originales, en uno y otro lugar, fueron sustituidas por sendos muñecos de metal bri­llante que la gente acepta de no buen grado; pero ahí están, intentando recordar al vecindario, como encendidos por los rayos del sol, unos amores seguro que irreales, producto de la imagina­ción, que no necesitaron de género literario alguno para sobrevivir y hacerse perpetuos.