El interés por la villa de Atienza abre sus puertas al gran público cada año en estas fechas próximas a la Semana Santa. A la Muy Noble y muy Leal Villa Realenga, que así la llamó Galdós, se la puede considerar a toda ella un museo. Las dos plazas mayores acogen a plena capacidad cada fin de semana a decenas de vehículos, y sus calles son un hormiguero continuo de gentes que vienen y que van de museo en museo, de iglesia en iglesia, mientras que los más atrevidos emprenden la escalada hasta la plataforma final de la torre del castillo, privilegiado mirador sobre el ancho panorama de este mar de tierras, por el que la vieja fortaleza parece navegar sobre su sólida plataforma de rocas.
Acabo de entrar en Atienza en una mañana poco apacible del último fin de semana. Después de un largo invierno en lluvias y otras inclemencias, la gente tiene deseos de salir, sea como sea, cuando el calendario laboral le ofrece esa oportunidad, y la del puente de San José, coincidiendo con el principio de la primavera, fue de las más oportunas.
Llego hasta Atienza por enésima vez. Hacía varios meses que no me había vuelto a perder por sus calles cargadas de recuerdos. Debo decir que siento por Atienza una incontenible veneración, un respeto profundo por lo que ahora es, y más todavía, por lo que antes fue. Pienso que no es preciso que los atencinos, ni los viejos documentos con firma real, ni el griterío mudo de la piedra sillar de sus torres y de sus iglesias se empeñen en ponernos al corriente de su pasado. Sobran las palabras y los escritos sobran, para darse cuenta a través del arte irrepetible que aquí se guarda, del peso y de la importancia que la villa gozó en siglos ya lejanos.
He venido a buscar algo muy concreto en el rico joyel de sus tres museos, con motivo de las fechas que se avecinan. Los soldados de Napoleón se llevaron de las iglesias de Atienza un tesoro incalculable en piezas de valor cuando la Francesada, pero se dejaron, quizá porque no les cabían en los serones de las caballerías que emplearon para llevar a cabo su mala acción, muchas de las imágenes y otras piezas de mayor tamaño; de no haber sido así, es posible que hubiésemos tenido que ir a conocerlos, y a admirarlos, a cualquiera de los museos del vecino país. Por fortuna, se quedaron al servicio del culto en sus iglesias y en alguno de sus extintos conventos.
La fortuna ha querido que toda esa maravilla se pueda contemplar, toda reunida, y restaurada en su mayor parte, en tres de sus iglesias convertidas hoy en otros tantos museos de arte religioso, gracias al buen sentido y al tesón de don Agustín González, su párroco, un nombre que jamás podrá faltar en la historia de Atienza.
El Cristo de Atienza
Los lugareños de hace siglos distinguieron con el nombre de su urbe amurallada a una imagen de autor desconocido que se venera en la iglesia románica de San Bartolomé. El conocido como “Cristo de Atienza” ocupa la hornacina central de un espectacular retablo dorado, como un fuego de luz que en el año 1708 concluyó para dicha capilla el artista Diego de Madrigal. La imagen representa la escena del Calvario, muy al gusto del artista y del tiempo en el que se talló, una escena enternecedora, propia del arte protogótico del siglo XIII allá por sus finales. La figura de Cristo en la Cruz se nos muestra fuera de toda proporción en su anatomía con relación a los restantes personajes del grupo -pues no hay que olvidar que aún quedan en ella rudimentos del arte románico-, tiene desclavada su mano derecha. José de Arimatea abraza a la altura de las caderas el cuerpo muerto de Jesús, en tanto que Santa María y San Juan lo miran piadosamente en pie, uno a cada lado, sosteniendo sobre sus manos el blanco paño de la Pasión y el libro de la Escritura. La capilla del Cristo, patrón de Atienza, es uno de los detalles más interesantes que podemos encontrar en la villa.
Un “Cristo escarnecido”, anónimo, del siglo XVII, y una “Piedad” del XVIII, también de autor anónimo, son dos lienzos de este museo relacionados con el tema que hoy nos ocupa, al margen de otros muchos y de otras imágenes de valor estimable que, al pie de la sección de Paleontología expuesta en el coro, se puede contemplar en una visita que el bueno de Julio, su peculiar cicerone, explica con ese modo tan suyo que él tiene de hacerlo.
El Museo de San Gil
Aunque los tres museos de Atienza se han ido completando con existencias procedentes las distintas iglesias que tuvo la villa, y abriendo al público durante los años en los que don Agustín ha servido a la villa como titular de su única parroquia, fue la iglesia de San Gil la primera que se habilitó como museo, y Ruperto, hoy en horas bajas por enfermedad, su “espiquer” desde el día de su fundación.
El fondo de este museo de San Gil no desdice, ni mucho menos, del contenido de los otros dos, tanto en imaginería como en pinturas; pues colgadas de sus muros podemos contemplar algunas de las pinturas más reconocidas que hay en Atienza: las famosas “Sibilas y Profetas” de José Soreda (primeras décadas del siglo XVI), en cuatro tablas que en otro tiempo pertenecieron al desaparecido retablo de la iglesia de Santa María del Rey, así como excelente imaginaría barroca, entre la que destacaría una “Virgen del Rosario”, firmada, de José Salvador Carmona, hermano del gran Luís, cuyo “Cristo del Perdón” veremos después. La más importante colección de orfebrería, casi toda en bellísimas piezas de plata: cálices, vasos sagrados, custodias, sacras, se encuentran también en este museo.
En relación con la pasión y muerte de Cristo, no existe en San Gil ninguno de sus famosos Cristos, pero sí que son dignos de admirar algunos otros del siglo XIV, una “Piedad” en altorrelieve, del XVI, y un Cristo yacente, posiblemente de la escuela castellana de Gregorio Fernández, que, al parecer extraído de otra Piedad que nadie ha conocido, impresiona solitario ocupando el centro del ábside de la iglesia.
Los Cristos de la Trinidad
Y digo “los Cristos”, porque en realidad son dos de las tallas más conocidas de Cristo en la Cruz que tiene Atienza, los que se guardan aquí: el de los “Cuatro Clavos”, propio de esta iglesia, y el “Cristo del Perdón” de Luis Salvador Carmona, que si en un principio estuvo en el desparecido convento de Santa Ana, y después en la iglesia parroquial de San Juan del Mercado, parece ser que ha encontrado su acomodo definitivo en este museo de La Trinidad, en el que ocupa lugar preferente. Por otra parte, y en una de sus capillas laterales, es en esta iglesia donde se veneran dos de las Santas Espinas de la corona de Cristo, y que durante siglos, con fiesta propia, han acaparado cada año la devoción de las gentes de Atienza.
El “Cristo del Perdón” tiene el tamaño natural de un hombre, aparece con la rodilla izquierda apoyada sobre una bola del mundo, en la que está representada la escena del Paraíso Terrenal. Las manos desnudas, y los brazos abiertos con asombrosa naturalidad, el cuerpo macerado de heridas y la mirada alta en actitud de profunda súplica, mostrando en manos y costado las llagas abiertas de la crucifixión.
El “Cristo de los Cuatro Clavos” ocupa una capilla propia en lo que antes fue baptisterio. Ha sido restaurado años atrás. La imagen se presenta con la cabeza ceñida con corona real y los pies separados, sujetos a la cruz con un clavo cada uno. Es muy posible que su llegada a esta iglesia de la Trinidad de Atienza tuviese lugar al mismo tiempo que las Santas Espinas, en cuya capilla se veneró durante siglos, es decir, hacia el año 1402, y por deseo expreso de doña Juana, infanta de Navarra.
Acabo de entrar en Atienza en una mañana poco apacible del último fin de semana. Después de un largo invierno en lluvias y otras inclemencias, la gente tiene deseos de salir, sea como sea, cuando el calendario laboral le ofrece esa oportunidad, y la del puente de San José, coincidiendo con el principio de la primavera, fue de las más oportunas.
Llego hasta Atienza por enésima vez. Hacía varios meses que no me había vuelto a perder por sus calles cargadas de recuerdos. Debo decir que siento por Atienza una incontenible veneración, un respeto profundo por lo que ahora es, y más todavía, por lo que antes fue. Pienso que no es preciso que los atencinos, ni los viejos documentos con firma real, ni el griterío mudo de la piedra sillar de sus torres y de sus iglesias se empeñen en ponernos al corriente de su pasado. Sobran las palabras y los escritos sobran, para darse cuenta a través del arte irrepetible que aquí se guarda, del peso y de la importancia que la villa gozó en siglos ya lejanos.
He venido a buscar algo muy concreto en el rico joyel de sus tres museos, con motivo de las fechas que se avecinan. Los soldados de Napoleón se llevaron de las iglesias de Atienza un tesoro incalculable en piezas de valor cuando la Francesada, pero se dejaron, quizá porque no les cabían en los serones de las caballerías que emplearon para llevar a cabo su mala acción, muchas de las imágenes y otras piezas de mayor tamaño; de no haber sido así, es posible que hubiésemos tenido que ir a conocerlos, y a admirarlos, a cualquiera de los museos del vecino país. Por fortuna, se quedaron al servicio del culto en sus iglesias y en alguno de sus extintos conventos.
La fortuna ha querido que toda esa maravilla se pueda contemplar, toda reunida, y restaurada en su mayor parte, en tres de sus iglesias convertidas hoy en otros tantos museos de arte religioso, gracias al buen sentido y al tesón de don Agustín González, su párroco, un nombre que jamás podrá faltar en la historia de Atienza.
El Cristo de Atienza
Los lugareños de hace siglos distinguieron con el nombre de su urbe amurallada a una imagen de autor desconocido que se venera en la iglesia románica de San Bartolomé. El conocido como “Cristo de Atienza” ocupa la hornacina central de un espectacular retablo dorado, como un fuego de luz que en el año 1708 concluyó para dicha capilla el artista Diego de Madrigal. La imagen representa la escena del Calvario, muy al gusto del artista y del tiempo en el que se talló, una escena enternecedora, propia del arte protogótico del siglo XIII allá por sus finales. La figura de Cristo en la Cruz se nos muestra fuera de toda proporción en su anatomía con relación a los restantes personajes del grupo -pues no hay que olvidar que aún quedan en ella rudimentos del arte románico-, tiene desclavada su mano derecha. José de Arimatea abraza a la altura de las caderas el cuerpo muerto de Jesús, en tanto que Santa María y San Juan lo miran piadosamente en pie, uno a cada lado, sosteniendo sobre sus manos el blanco paño de la Pasión y el libro de la Escritura. La capilla del Cristo, patrón de Atienza, es uno de los detalles más interesantes que podemos encontrar en la villa.
Un “Cristo escarnecido”, anónimo, del siglo XVII, y una “Piedad” del XVIII, también de autor anónimo, son dos lienzos de este museo relacionados con el tema que hoy nos ocupa, al margen de otros muchos y de otras imágenes de valor estimable que, al pie de la sección de Paleontología expuesta en el coro, se puede contemplar en una visita que el bueno de Julio, su peculiar cicerone, explica con ese modo tan suyo que él tiene de hacerlo.
El Museo de San Gil
Aunque los tres museos de Atienza se han ido completando con existencias procedentes las distintas iglesias que tuvo la villa, y abriendo al público durante los años en los que don Agustín ha servido a la villa como titular de su única parroquia, fue la iglesia de San Gil la primera que se habilitó como museo, y Ruperto, hoy en horas bajas por enfermedad, su “espiquer” desde el día de su fundación.
El fondo de este museo de San Gil no desdice, ni mucho menos, del contenido de los otros dos, tanto en imaginería como en pinturas; pues colgadas de sus muros podemos contemplar algunas de las pinturas más reconocidas que hay en Atienza: las famosas “Sibilas y Profetas” de José Soreda (primeras décadas del siglo XVI), en cuatro tablas que en otro tiempo pertenecieron al desaparecido retablo de la iglesia de Santa María del Rey, así como excelente imaginaría barroca, entre la que destacaría una “Virgen del Rosario”, firmada, de José Salvador Carmona, hermano del gran Luís, cuyo “Cristo del Perdón” veremos después. La más importante colección de orfebrería, casi toda en bellísimas piezas de plata: cálices, vasos sagrados, custodias, sacras, se encuentran también en este museo.
En relación con la pasión y muerte de Cristo, no existe en San Gil ninguno de sus famosos Cristos, pero sí que son dignos de admirar algunos otros del siglo XIV, una “Piedad” en altorrelieve, del XVI, y un Cristo yacente, posiblemente de la escuela castellana de Gregorio Fernández, que, al parecer extraído de otra Piedad que nadie ha conocido, impresiona solitario ocupando el centro del ábside de la iglesia.
Los Cristos de la Trinidad
Y digo “los Cristos”, porque en realidad son dos de las tallas más conocidas de Cristo en la Cruz que tiene Atienza, los que se guardan aquí: el de los “Cuatro Clavos”, propio de esta iglesia, y el “Cristo del Perdón” de Luis Salvador Carmona, que si en un principio estuvo en el desparecido convento de Santa Ana, y después en la iglesia parroquial de San Juan del Mercado, parece ser que ha encontrado su acomodo definitivo en este museo de La Trinidad, en el que ocupa lugar preferente. Por otra parte, y en una de sus capillas laterales, es en esta iglesia donde se veneran dos de las Santas Espinas de la corona de Cristo, y que durante siglos, con fiesta propia, han acaparado cada año la devoción de las gentes de Atienza.
El “Cristo del Perdón” tiene el tamaño natural de un hombre, aparece con la rodilla izquierda apoyada sobre una bola del mundo, en la que está representada la escena del Paraíso Terrenal. Las manos desnudas, y los brazos abiertos con asombrosa naturalidad, el cuerpo macerado de heridas y la mirada alta en actitud de profunda súplica, mostrando en manos y costado las llagas abiertas de la crucifixión.
El “Cristo de los Cuatro Clavos” ocupa una capilla propia en lo que antes fue baptisterio. Ha sido restaurado años atrás. La imagen se presenta con la cabeza ceñida con corona real y los pies separados, sujetos a la cruz con un clavo cada uno. Es muy posible que su llegada a esta iglesia de la Trinidad de Atienza tuviese lugar al mismo tiempo que las Santas Espinas, en cuya capilla se veneró durante siglos, es decir, hacia el año 1402, y por deseo expreso de doña Juana, infanta de Navarra.
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