Al fin llegó el temido momento. Uno de sus hijos ha dicho con ocasión de su muerte algo así como que Miguel Delibes hace tiempo que dio por cumplido su trabajo en la tierra, y que últimamente le ilusionaba más la otra vida que ésta. No tenía miedo a morir, le escuché en alguna entrevista. Delibes ha muerto y con su muerte se ha ido de entre nosotros uno de los tres, o de los cuatro más importantes novelistas de nuestra lengua. Añado a Miguel de Cervantes y dejo a criterio del lector el ampliar la lista con uno o con dos nombres más.
Creo que no es momento de ensalzar su obra, conocida por todos, ni de recordar otra vez la larga lista de títulos que la componen y que nos fue regalando poco a poco, en el tiempo oportuno, y en determinados momentos con escasez, como lo fue en los años inmediatamente posteriores a la temprana muerte de Ángeles, su mujer, que truncó su vida, y en los más cercanos a su propia muerte en los que consideró que ya había dado de sí todo lo que podía dar.
Marido ejemplar, enamorado de su esposa hasta el punto de idolatrarla, pues Ángeles había sido todo para él durante los años que vivieron juntos. Padre de siete hijos, con un montón de nietos y bisnietos que por su ejemplar humanidad nunca vieron en él al hombre excepcional, al admirado por todos, sino simplemente al padre o al abuelo.
La obra de Delibes es ahora más que nunca un legado impagable para muchas generaciones de hispanohablantes, y todo un reto para los actuales y para los futuros narradores que usen nuestro idioma como herramienta de trabajo; pues, sin tener que echar mano a bajos recursos y a tantos lugares comunes como otros de entre los grandes emplean cuando falta el ingenio, Delibes tuvo el refinado sentido común de cogerse a la raíz, al viejo lenguaje del andar por la besana o del sabio filosofar de las gentes del campo de Castilla, donde sin afectaciones añadidas se emplea el lenguaje castellano en su más exquisita pureza: un decir sólido, literario y, por tanto, perfectamente aprovechable. Es el autor que lo maneja, si tiene recursos para ello, quien debe hacerle florecer y dar sabrosos frutos, como él lo hizo.
Debo confesar que he sido y sigo siendo un asiduo lector de su obra, de la que he procurado aprender, incluso -lo digo con sano, y ahora doloroso orgullo-, intercambié con él algunas cartas en las que me daba ánimo para seguir escribiendo sobre las gentes del medio rural, sus vidas, sus costumbres y sus derechos; porque Castilla se despuebla y si Dios no lo remedia acabará viviendo únicamente en los libros, me decía en una de ellas.
Quizá sea éste el momento de releer su obra. Yo ya lo he hecho, empezando por la novela con la que inició su andadura literaria, “La sombra del ciprés es alargada”. Será para el lector, lo puedo asegurar, un provechoso y muy gratificante relax, y para el escritor fallecido un sincero homenaje.
Creo que no es momento de ensalzar su obra, conocida por todos, ni de recordar otra vez la larga lista de títulos que la componen y que nos fue regalando poco a poco, en el tiempo oportuno, y en determinados momentos con escasez, como lo fue en los años inmediatamente posteriores a la temprana muerte de Ángeles, su mujer, que truncó su vida, y en los más cercanos a su propia muerte en los que consideró que ya había dado de sí todo lo que podía dar.
Marido ejemplar, enamorado de su esposa hasta el punto de idolatrarla, pues Ángeles había sido todo para él durante los años que vivieron juntos. Padre de siete hijos, con un montón de nietos y bisnietos que por su ejemplar humanidad nunca vieron en él al hombre excepcional, al admirado por todos, sino simplemente al padre o al abuelo.
La obra de Delibes es ahora más que nunca un legado impagable para muchas generaciones de hispanohablantes, y todo un reto para los actuales y para los futuros narradores que usen nuestro idioma como herramienta de trabajo; pues, sin tener que echar mano a bajos recursos y a tantos lugares comunes como otros de entre los grandes emplean cuando falta el ingenio, Delibes tuvo el refinado sentido común de cogerse a la raíz, al viejo lenguaje del andar por la besana o del sabio filosofar de las gentes del campo de Castilla, donde sin afectaciones añadidas se emplea el lenguaje castellano en su más exquisita pureza: un decir sólido, literario y, por tanto, perfectamente aprovechable. Es el autor que lo maneja, si tiene recursos para ello, quien debe hacerle florecer y dar sabrosos frutos, como él lo hizo.
Debo confesar que he sido y sigo siendo un asiduo lector de su obra, de la que he procurado aprender, incluso -lo digo con sano, y ahora doloroso orgullo-, intercambié con él algunas cartas en las que me daba ánimo para seguir escribiendo sobre las gentes del medio rural, sus vidas, sus costumbres y sus derechos; porque Castilla se despuebla y si Dios no lo remedia acabará viviendo únicamente en los libros, me decía en una de ellas.
Quizá sea éste el momento de releer su obra. Yo ya lo he hecho, empezando por la novela con la que inició su andadura literaria, “La sombra del ciprés es alargada”. Será para el lector, lo puedo asegurar, un provechoso y muy gratificante relax, y para el escritor fallecido un sincero homenaje.
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