Habiendo dejado atrás el pueblo de Abánades, y colándose entre valles pintorescos por uno de los retazos más bellos y menos conocidos de la provincia de Guadalajara, el Tajuña sigue y sigue abriéndose camino por toda la Alcarria que recorre de principio a fin. Aun por encima del Tajo, al que acabará entregando sus aguas junto al Henares cerca de Aranjuez, el Tajuña es el más alcarreño de todos los ríos; la Alcarria es su espacio natural, y en la Alcarria se hace mayor y por ella viaja, tanto por la de Guadalajara como por la de Madrid, hasta poco antes de su final como río con nombre propio. Toda una aventura digna de ser sabida ésta del andar de los ríos. ¡Si los ríos pudiesen hablar!
Torrecuadrada de los Valles y Torrecuadradilla, uno hacia su margen derecha y otro a su mano izquierda, avecinan al río en la corta distancia antes de topar con el próximo accidente, éste no natural, con el que el Tajuña se encuentra en los principios de su larga aventura alcarreña: el llamado embalse de la Tajera, que sólo he visto una vez y lo encontré completamente seco. Un sencillo viaducto de columnas y hormigón sobre el regato de agua embarrada, cruzaba de parte a parte la leve vertiente entre dos elevaciones de paisaje huraño que, según alguien me explicó, era, o debiera ser, el remanso final del embalse de la Tajera. Vallejuelos baldíos y moñas salpicadas de carrasquillo en las laderas pedregosas, cubren los espacios que avisa el río en su mocedad.
Más abajo el Tajuña se abre a la luz a cuatro pasos de Masegoso. No se va hacia Cifuentes desde allí, que en un decir amén lo despeñaría en el Tajo como hace con el río de su nombre, sino que se busca como escape otros derroteros, una vega estirada que hace propia durante un largo tramo de su recorrido, la que para nuestro uso hemos considerado siempre como la vega Alta del Tajuña (la Media y la Baja vendrán después), con pueblos y villas a uno y otro lado de su cauce, todos ellos con un carácter muy especial, con una personalidad que favoreció la historia y acogió el paisaje, para que a lo largo de años y de siglos el mundo, nuestro mundo más a mano, mire hacia ellos no sólo con el respeto debido, sino con una admiración grande. Así ocurre con Masegoso, en el cruce de caminos, el primero de esos pueblos, en cuyos alrededores opta el río por seguir abriéndose camino en dirección poniente.
Masegoso de Tajuña es hoy el recuerdo lamentable de una época del siglo XX en la que ocurrieron cosas que jamás debieron tener cabida en la historia de nuestro país, y que confiamos en que la lección haya podido servir para que nunca más se repita algo semejante. Del Masegoso anterior a la Guerra Civil apenas queda su iglesia de San Martín, reconstruida sobre sus propios muros, y muy poco más si es que todavía hay algo. El pueblo es completamente nuevo, de moderna hechura, quizá más cómodo de lo que antes fue, pero falto de ese carácter personal que en el peor de los casos siempre añade un valor a los pueblos viejos, que en esta tierra nuestra lo son todos, o casi todos, porque en la misma situación de Masegoso se encuentran en la Alcarria cuando menos media docena de pueblos más. Se levantó de nueva planta hace sesenta años por aquel Plan Nacional de Regiones Devastadas, emprendido por el gobierno de posguerra para devolver un hogar a cientos y miles de familias que perdieron el suyo bajo el fuego de los bombardeos.
Volveremos sobre tan ingratos asuntos poco después. No es fácil olvidar que muy cerca de aquí, próximo al Tajuña en su ribera norte, registra el libro de la Historia dos batallas famosas en las que estos campos, limpios en la mañana de hoy con un plácido olor a naturaleza viva, fueron el humo de la pólvora y la sangre caliente de los hombres caídos en la contienda los que en otro tiempo envenenaron el aire precisamente por eso, porque los hombres desde el origen de su existencia gustaron resolver sus asuntos por caminos de sangre, un error del que no acabamos de salir y en el que el hombre resulta en todos los casos, en los de antes, en los de ahora y en los que vengan después, su propia víctima.
Pero sigamos desde Masegoso el correr del río por su margen derecha. Valderrebollo aparece enseguida al otro lado de unas choperas. Una ermita, la de la Virgen del prado, es el primer detalle en el que fijar nuestra atención antes de llegar al pueblo. Valderrebollo es chiquito, con 28 almas como población de derecho si hacemos caso a los últimos censos. Ya en su interior, en la misma plaza, el pueblo muestra su antigüedad remota en el arco románico de la portada de su iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Leche.
Yela y Barriopedro, uno a mano derecha y otro a mano izquierda, ligeramente apartados del camino, son lugares con cierta resonancia en la comarca, los dos con más carácter y personalidad de viejos pueblos alcarreños que con población de hecho que habite de continuo en tantas de sus casas dispuestas convenientemente para vivir en verano. En Barriopedro hay una veguilla sombría y en extremo pintoresca, donde los escasos campesinos del lugar cuidan sus huertos. En Yela tienen una iglesia, reconstruida según los viejos cánones del arte románico, que a pesar de su poco más de medio siglo de existencia bien vale la pena llegarse a verla. Y luego: Cívica.
Hace sólo una semanas que pasé por allí y vino a colación escribir sobre Cívica en estas mismas páginas. Esas rarezas que a veces suelen aparecer en el paisaje, siempre en el momento y en el lugar que menos se lo espera, tienen cuando menos la importancia de romper la monotonía de andar y ver ante los ojos del caminante: pueblecitos en silencio, caminos solitarios, un arroyo que corre, la capota de una chopera movida por el viento, las peñas color plomo que coronan un otero anónimo… Cívica es una de esas rarezas que siempre nos sorprenden, aunque se pase junto a sus formas a la vera del río con cierta frecuencia. La cueva de la que pende una cortina sutil de agua fría, los balaustres como encendidos al sol de la mañana, las escalinatas que suben y bajan entre la hierba, los arcos en arabesco, están allí sin que sepamos por qué ni para qué, sólo por el sencillo capricho de estar. En la imaginación florida de don Camilo, el Premio Nobel, surgió una aplicación estupenda para cívica: servir de “decorado para una ópera de Wagner”, visión surrealista de un genio que en aquella apreciación anduvo muy acorde con lo real. El cuadro abstracto de Cívica, en su solana alcarreña de junto al río, lo mandó ejecutar a sus expensas un cura de Valderrebollo llamado don Aurelio Pérez López.
Como ocurrió con Yela y Barriopedro, oculto a la vista del caminante queda a mano derecha sobre un alto el pueblecito de Villaviciosa a medida que nos vamos acercando hacia Brihuega. Villaviciosa interesa especialmente por su reflejo en la Historia de España, pues fue precisamente allí donde se jugó la baza definitiva en la Guerra de Sucesión, lance que sirvió pasara asentar en el trono al primero de los Borbones, el rey Felipe V, familia real que sigue ostentando la corona como legítima heredera de aquella rama hispano-francesa que por estos llanos de la Alcarria puso al margen de sus apetencias al otro pretendiente, el archiduque Carlos de Austria, después de haber muerto sin descendencia Carlos II. Junto a Villaviciosa, en una orilla de la carretera que lleva hasta Yela y Hontanares, hay un pequeño monumento que lo recuerda.
El Tajuña, siempre paralelo a la carretera desde Masegoso, nos pone al instante en Brihuega. La Villa de los Jardines es la capitalidad de aquella comarca. Brihuega es demasiado Brihuega para despacharlo en un puñado de líneas. El río Tajuña y su fecunda vega son parte fundamental del vivir de Brihuega y de su historia, una historia repleta que a lo largo de los últimos siglos colmaron al pueblo de protagonismo. Brihuega queda como colgado en la vertiente noroeste del río, alzando sobre el paisaje alcarreño la gracia de sus torres y de sus jardines. No vamos a descubrir aquí lo que es Brihuega. Se ha escrito mucho y bien acerca de su pasado como importante foco de convivencia que fue para las tres culturas, cuya presencia hoy tan lejana en el tiempo, aún se respira en sus calles más antiguas, en los lienzos de sus murallas clavados en la solana, en el augusto panorama que en cada viaje ponemos delante los ojos en el Prado de Santa María, que es naturaleza, que es arte, que es leyenda y que es recuerdo. El corazón de Brihuega se siente latir junto al castillo de la Peña Bermeja, mientras que el río escapa en silencio vega adelante. Otro día seguiremos tras él.
(En la fotografía: La vega del Tajuña desde los altos de Villaviciosa)
1 comentario:
Preciosa descripción de unos lugares,que morirán con seguridad,poco a poco,y así quedarán en el olvido de una sociedad que ni tan siquiera los vio,porque nunca los miró.
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