jueves, 26 de abril de 2012

PASTRANA, 23 DE ABRIL DE 1961



            Esa es la fecha en la que el insigne académico y Premio Nacional de Literatura, don Alonso Zamora Vicente, firmó un trabajo magnífico, resultado de un viaje fugaz por la comarca divisoria entre la Alcarria de Madrid y la de Guadalajara, y que tuvo a bien incluir en una de sus obras que titula “Libros, hombres, paisajes”, siendo en el último de esos apartados, en el de paisajes, en el que el lingüista madrileño, fallecido en el año 2006, incluyó el trabajo antes referido, y del que pretendo dar aquí noticia completa si es que el espacio del que dispongo nos da para ello; supongo que sí. Tener tal texto delante de los ojos supuso para mí en su día grata novedad, sobre todo por la personalidad del autor que, como otros muchos, se fijó en la Villa Ducal para rellenar de impresiones algunas cuartillas.
            Como en tantos buenos autores, su prosa es reposada, precisa, magistral, pura escuela del bien hacer en el uso del lenguaje, como corresponde a un erudito de esa media docena, pocos más, de hombres doctos sobre los que suelen descansar los pilares de la Academia Española, palacio y meca de nuestro idioma.

            Loeches y Nuevo Baztán, en tierras de Madrid, ocupan la primera parte del hermoso trabajo del maestro Zamora Vicente. Luego se hace referencia, sólo se nombran, La Olmeda, Fuentenovilla, Escairiche, Hontova, Escopete…«Pueblos diminutos, árboles que abren con pasmo sus yemas, frutales en flor. Los labriegos queman los pastizales viejos para obtener el renuevo y llega hasta el coche el perfume de la retama ardiendo y el crepitar de las varas. Entre mimbreras agudas corre, despacio, el Tajuña. Los caseríos se escalonan por las lomas, trepando de espaldas, y la gente se asoma a los portales, gritando a los chicos palabras inexpresivas.» Una descripción general del terreno, y de todo lo que se ve y se mueve en el terreno, y luego… la Villa de los Duques.

Pastrana, 1961
            Pastrana, punto de mira para escritores y estudiosos de todos los tiempos desde que Teresa de Ávila anduvo por allí, podría ser un excelente punto de destino en un día de vacación académica (aniversario de la muerte de Cervantes), para un profesor universitario, residente en Madrid por aquellas fechas, y amante de los escenarios en donde se fraguó la Historia y se dio pie y razón a memorables páginas de la buena literatura. Se deja entrever en el texto del profesor Zamora Vicente, que al considerar en aquella visita la realidad palpable de la vieja villa muchos años después, desfilan por su imaginación personajes de todos conocidos, hechos lejanos que registraron los anales de la villa alcarreña en cada momento, sobre los que pasa un poco como de puntillas, olfateando el alma de Pastrana en cada persona, en cada calle, en cada rincón:

            «Pastrana trepa por la loma desde el borde de un arroyo, zigzagueando los callejones estrechos y empinados, asomándose a respirar hacia el valle por los pretiles de piedra. El viejo palacio ducal, residencia de la princesa de Éboli, está medio arruinado. La fachada noble, italianizante, se abre frente al valle, donde unos pinos adolescentes tienden su pompa al sol derretido del atardecer. Ruido de carros, alguna moto impaciente que sube por la angosta travesía. Grupos de labriegos conversan plácidamente, severo el gesto y acordada la voz, por los ángulos de la plaza».


            Pastrana se rejuvenece en las tardes de abril. Se doran las torres del palacio y las espadañas de los conventos. La villa se envuelve en los tules de vieja señora de la Alcarria, y rocía su piel con la brisa de la media tarde y con los aromas de las huertas que riega el Arlés. Las primeras sombras comienzan a extenderse por las plazas y por los caminos; el sol va dejando, poco a poco, su última luz fogosa sobre el cerro del Calvario; el campo se transparenta; la imagen del Sagrado Corazón recibe de frente los rayos de la tarde, los rayos amarillo limón de las seis en una primavera recién estrenada. Pastrana vive:

            «Las mujeres, enlutadas, sentadas junto a los portales en sillas bajas de enea, charlan, tejen, suspiran, llaman a grandes gritos a los niños que juegan por las esquinas mientras devoran enormes trozos de pan empapados en vino con azúcar. Campanas. Por los cobertizos el sol se corta, rígido, y llena de negra intimidad el interior, con sus altares pequeños de la Virgen de la Soledad o del Cristo de los Azotes. La fuente suena entre las paredes blanqueadas de la plazuela, llenándolo todo con su voz fresca y repetida.»

            La vida de los pueblos en toda Castilla, y su imagen, y los modos de ser y de desenvolverse de quienes viven en ellos, han cambiado mucho, en algunas cosas para binen y en otras no tanto. Pastrana, pongámosla de ejemplo por tratarse de la villa que hoy nos ocupa, quizás no llegue a la mitad de habitantes de los que tuvo hace cincuenta años, más o menos, cuando el profesor Zamora Vicente anduvo por allí. A pesar de todo en el pueblo se vive bien, estrenaron colegio, pavimentaron calles, han restaurado el palacio ducal, cuentan con un instituto de Enseñanza Secundaria que antes no tenían, con una feria apícola de alcance nacional y con algunos bares, restaurantes y hospederías, donde atender a los turistas como es debido. Ha perdido, en cambio, durante ese tiempo, un millar largo de habitantes, el encanto casi total de sus huertas en la vega, y el convento de Padres Franciscanos que se hubo de clausurar por falta de vocaciones. Váyase lo uno por lo otro. Queda, esperemos que sea por mucho tiempo, la esencia, lo inamovible, aquello que ni los años ni las modas le podrán quitar: el alma de Pastrana:

            «La Colegial, donde está enterrada la princesa, surge limpia, recién restaurada, y ofrece al visitante el prodigio de su museo, en el que sobresalen los espléndidos tapices del siglo XV, que representan la conquista de Arcila. Un seminarista joven, sonriente y locuaz, acompaña a los visitantes, haciendo comentarios acertados ante cada objeto del museo. Asombra esta riqueza oculta en el campo de la Alcarria, paños, orfebrería, escultura, pintura, documentos, recuerdos de Santa Teresa y de la princesa de Éboli, cuyas vidas coincidieron fugazmente en este lugar. Prodigio del lugarón castellano, de enrevesado callejero, donde un escudo en un chaflán o encima de una puerta pregona la pasada grandeza. Pueblo del color de la tierra que trepa montaña arriba, cotidiana lección de empeño de vivir.»

            Hasta aquí queda transcrito en letra cursiva y dividido en fragmentos, la totalidad del trabajo que tan reconocido autor dedicó a Pastrana. El artículo, largo fruto de un día intenso de andar y ver por tierras de la Alcarria, lleva como título “Naciente primavera”. Lo encontré hurgando a la casualidad por los modernos medios.Lo ignoraba, no sabía de él, de ahí que sea doble la satisfacción que siento al poder transmitirlo a los lectores, tanto a los pastraneros como a los que no lo son, y que viene a reforzar esa idea que mantengo desde antiguo al considerar que Guadalajara, sus pueblos y sus comarcas, son punto de especial interés para eruditos, artistas, y en general para gentes que saben distinguir lo válido de lo mediocre, lo real de lo aparente. El que tantos hombres del arte y de las letras se lleguen hasta nosotros, incluso a fijar su residencia en esta tierra, también lo demuestra. Lástima que muchos de los que aquí somos no estemos en condiciones de apreciarlo, quizás por aquello de que los árboles no nos dejan ver el bosque.

            En cualquier caso, y por estas fechas que son de asentada primavera, valgan las  palabras del docto escritor fallecido, como aliciente para tirarse al camino, para acercarse a Pastrana y a tantos lugares más: pueblos, campos, paisajes, monumentos, villas históricas de la provincia, fiestas populares y acontecimientos diversos, que son o que tienen lugar en esta Guadalajara tan diferente de lo que antes fue, pero que conserva en el medio rural y en sus históricas villas la esencia del pasado. Esta Guadalajara a la que la gente suele acudir como lugar de reposo durante los meses de verano, y que tal vez sea más considerada por los extraños que por los que vivimos aquí. Os dejo en camino.

jueves, 19 de abril de 2012

GUÍA DE LOS BAÑOS DE TRILLO


            En el año 1992, el Ayuntamiento de Trillo publicó en edición facsímil dos libritos cuya edición primera había visto la luz en el año 1840. Los dos constituyen un valioso documen­to acerca de los que fueron en sus momentos de esplendor los famosos Baños de Carlos III, cuya ubicación conocemos y somos testigos de su paso al admirable mundo de la leyenda. Uno de ellos se titula "Tratado de las aguas minero-medicinales del establecimiento de baños de Carlos III" del que fue su autor D. Mariano José González y Crespo, médico-director por S.M., que trata, como en su largo título se anuncia, de la composición de las aguas del establecimiento, de las enfermedades para las que eran recomendables, además de otros datos referentes a la época, al paraje y en general a la villa de Trillo. El otro se titula "Guía de enfermos ó itinerario de Madrid á los baños minerales de Trillo", cuyo autor no figura en la portada y lo fue el mismo del libro anterior, aunque sí  que aparece el nombre de la imprenta, la de don Norberto Llorenci, advirtiéndose al lector que la obra escrita es propiedad del editor, cuya rúbrica figura impresa en cada ejemplar.
            Al segundo de los dos libros reseñados es al que hoy vamos a dedi­car este breve comentario, por lo que tiene de evocador y de ilustrativo a pesar de su corta extensión, pues no va más allá de la 48 páginas en tamaño octavilla, incluyendo títulos, créditos, índice, y demás aditamentos que siempre debe llevar todo libro que se precie, y más todavía los que proceden de aquella época tan característica, la efervescencia del movimiento romántico por toda Europa, cuando a estas cosas los editores solían prestar especial cuidado y los lectores la mayor importancia.
            La fama de los balnearios en aquellos tiempos debió de ser extraordinaria. Las familias más pudientes del país solían acudir a ellos con cierta regularidad, buscando solución a sus proble­mas de salud, o simplemente al reclamo de la comodidad, o del glamour que ya se apuntaba, y que por lo general ofrecían a sus clientes tanto las instalacio­nes como los parajes, siempre en contacto directo con la naturaleza. Algunos de estos lugares, como el Solán de Cabras en la Serranía de Cuenca,  o La Isabela en la Alcarria, tomaron para la posteridad la etiqueta de "rea­les sitios", por ser asiduos entre los usuarios los Reyes de España, sobre todo Fernando VII, quien, de baño en baño, buscaba solución a la infecundidad de sus esposas inútilmente.

El viaje
            En viaje sobre ruedas acudían los bañistas desde Madrid hasta Trillo, es decir, haciendo uso de góndolas, fastones, galeras, coches, tartanas y calesines, bien como encargo o alquiler, bien con carruajes de punto en línea regular. Según la "Guía de enfermos", los vehículos a tiro de caballo salían de Madrid por la Puerta de Alcalá; pasaban luego por Canille­jas, Puente de Viveros, Torrejón de Ardoz, Alcalá de Henares, Venta de Meco y nuevo parador del conde de la Cortina, Guada­lajara, Taracena, Valdenoches, Torija, Brihuega, Malacuera, Solanillos y Trillo. Salían de Madrid al amanecer y pernocta­ban en Taracena; el día siguiente lo empleaban completo para llegar a Trillo: «La última jornada -se dice en la Guía- es más embarazosa por ser las leguas de Torija a Trillo muy largas, por no hallarse la carretera en el brillante estado que el arrecife de Zaragoza, y por haber varios pedazos de terreno bastante quebrados, siendo los más notables las cues­tas de Brihuega y la de Malacuera, las vueltas y revueltas que hay antes de bajar a Solanillos, y algunos otros sitios dema­siado pendientes que existen desde este pueblo a Trillo, y así en el segundo día, a pesar de ser menor el número de leguas, se invierte en el camino, por lo menos, tanto tiempo como en el primero.»

            El precio total del asiento en góndola, que era el vehículo más cómodo, era de setenta reales en la berlina, sesenta en el centro y cincuenta en la rotonda; en las galeras el precio era de cuarenta reales, de los cuales los niños pagaban sólo la mitad. Los carruajes salían de Madrid cada cinco días.

Los baños
            Nos da cuenta el librito a continuación acerca de la villa de Trillo, y detalladamente sobre el establecimiento de los baños: «Hay en él bellas y majestuosas alamedas de gruesos y elevados chopos, llanos y cómodos paseos, montes pintorescos, cubiertos de eterno verdor, infinidad de plantas aromáticas que embalsaman su pura y saludable atmósfera, y buenos y sólidos edificios. En este valle o cañada brotan siete manan­tiales minero-medicinales, cuatro de ellos de diversa tempera­tura y naturaleza.»
     
       El primero de los manantiales a los que se refiere el texto, es decir, al primero que se encontraba yendo desde Trillo, fue el de la Princesa, con cuatro habitaciones (dos para pilas y dos para el descanso) y agua que brotaba a trein­ta grados centígrados de temperatura. Al segundo le llamaban la fuente del Director, que se descubrió en el año 1830 y brotaba por un sólo caño; su temperatura era de veinticuatro grados. El tercero de los manantia­les era la fuente del Rey; debía de ser una fuente muy hermosa, con dos caños de bronce y abundante caudal; el agua salía a veintiocho grados y medio de temperatura. El cuarto manantial era el más abundante de todos; de él se surtía la fuente del Rey. El edificio contaba con cuatro pilas y ocho habitaciones. El quinto manantial se llamaba del Príncipe o de militares Pobres; el agua le llegaba canalizada desde la fuente del Rey, siendo la temperatura muy similar a la que tenía en su nacimien­to; constaba de dos departamentos diferentes, y en su balsa podían bañarse con toda comodidad hasta diez personas. El de la Condesa era el sexto manantial; estaba situado en las orillas del Tajo; cuando lo disponía el Director el agua de la fuente se mezcla­ba con la del río, para disminuir su efecto en los casos que era necesario; sólo contaba con una pila, aunque hubiera podido soportar tres más con la riqueza de su caudal. El séptimo quedaba junto al edificio de baños de la Princesa; era de diferente naturaleza al resto de las fuentes; su temperatu­ra solía ser de veintiséis grados. A la última fuente se le llamaba Leprosa, debido a la virtud de sus aguas para curar toda clase de erupciones en la piel por graves que fuesen.


            De los efectos curativos nos da idea el siguiente párra­fo: «con el uso de estas aguas en bebida y baños se han curado infinidad de herpes horrorosos, sarnas envejecidas, úlceras rebeldes de esta naturaleza, irritaciones crónicas de la piel irisipelatosas y pustulosas, comezones insufribles, lacerías incipientes y otras muchas dolencias que habrían resistido al plan terapéutico más enérgico...»

Otros datos de interés
            Los baños eran de primera y de segunda clase aunque fueran los mismos, sólo se distinguían en las temporadas de mayor concurrencia, por tener o no una hora fija para bañarse. A los primeros se les llamaba "baños de hora" y costaban ocho reales cada baño; los de segunda clase pagaban cuatro reales por baño, si bien, padre e hijo, madre e hija, marido y mujer, podían bañarse los dos por el precio de uno en presencia del Director.
            El orden por cuanto a higiene era admirable dentro de los precarios medios de los que se disponía en comparación, naturalmente, con los que disponemos hoy. En lo posible se procuraba evitar los contagios haciendo el debido uso de las corrientes del agua. Así se explica en la guía en su capítulo VI: «Todos los enfermos acomodados se bañan separadamente, sin que jamás sirva a uno el agua del otro; ésta corre de continuo todo el tiempo que dura el baño, estando a discreción del bañista el disminuir la cantidad absoluta del caudal que arroja el surtidor.» 
            Curioso e interesante. Lástima que el espacio del que disponemos no nos permita reseñar más detalles. Con la "Guía de enfermos" en la mano -documento admirable- uno trae a la imaginación el vivir de nuestros bisabuelos; pues si los más pudientes de la sociedad española de entonces solucionaban sus problemas de salud de aquella manera, ¿cómo lo harían las clases menos pudientes, los campesinos de a pie que fue la raíz y el origen de tantos de nosotros? La media de edad en todo el occidente europeo, el espacio más civilizado de la tierra, no llegaba a los cuarenta años.
(En las fotografías aparece: El Tajo bajo el puente de Trillo, Portada del libro, y Aspecto actual de la Residencia de Trillo) 

sábado, 7 de abril de 2012

LA GUADALAJARA DE "CLARÍN"

   
      “Clarín” es el seudónimo por el que la Historia de la Literatura conoce al insigne escritor del siglo XIX Leopoldo García-Alas Ureña. Nació en Zamora en 1852 y falleció en Oviedo el año 1901.
            Le relaciona con Guadalajara el hecho de haber vivido en esta capital de provincia cuando todavía era un adolescente; pues su padre, don Genaro García-Alas, ejerció como gobernador civil de la provincia durante los años 1865 y 1866.
            Aunque en su obra manifiesta que Guadalajara no dejó en él ninguna pasión, sí que marcó una honda huella en la personalidad de "Clarín" aquella etapa de su vida, siendo varios los cuentos literarios y las novelas cortas en las que de una manera u otra hace referencia a estas tierras -Pipá entre ellas-, pero sobre todo en la novela que tituló Superchería, cuya acción se desarrolla en la capital de la Alcarria. Un relato en buena parte autobio­gráfico, donde el autor dejó escritos infinidad de párrafos que hablan del ambiente y de las costumbres ciudadanas de la época.
            Nicolás Serrano, el primer personaje de la novela, “un filósofo de treinta inviernos, víctima de la bilis y de los nervios”, llega en tren desde Madrid, tiempo después, a la Guadalajara donde fue muchacho: «Llegó a la triste ciudad del Henares al empezar la noche, entre los pliegues de una nube que descargaba en hilos muy delgados y fríos el agua que parecía caer ya sucia, que sucia corría sobre la tierra pegajosa. Un ómnibus con los cristales de las ventanas rotos le llevó a trompicones, por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón que había que tomar por fonda. Estaba frente al edificio de la Academia vieja, a la entrada del pueblo. La oscuridad y la cerrazón no permitían distinguir bien el palacio del Infantado que estaba allí cerca.»  
            El ambiente de la alta sociedad en la pequeña ciudad castellana, que él conocía y había vivido muy de cerca por razón del importante cargo que ostentó su padre, no escapa, hasta con ciertos detalles, del interesante relato -casi un documento- de la novela.
            «Vengan ustedes a eso de las siete -dice en un momento el alcalde, Sr. Mijares-, porque tengo gusto en que coman conmigo; después del café vendrán el gobernador civil y el militar y varios profesores de la Academia de Ingenieros, con más el chantre de Sigüenza, que está aquí de paso; y más tarde, a la hora de la función, se llenarán mis salones con lo mejor de Guadalajara: muchas señoras, mucha pillería, un público distin­guido que hará atmósfera, que decidirá el éxito que al día siguiente tengan ustedes en el teatro.»
             Aunque no queda constan­cia escrita, porque los documentos anteriores al año 1886 no figuran en sus archivos, se da como seguro que Leopoldo Alas estudió un curso de Bachille­rato en el primitivo instituto "Brianda de Mendoza".