domingo, 22 de enero de 2012

LOS SIETE PARAÍSOS PERDIDOS ( I I )


            Continuamos hoy con el relato iniciado la semana pasada en el que nos propusimos dar cuenta, un poco en visión rápida, de los siete espacios naturales más importantes de esta provincia que, a nuestro parecer, todavía cuenta entre las menos conocidas de España, y bien que tiene motivos para ser vista y admirada, en primer lugar por los más próximos, por nosotros mismos, que los tenemos ahí, a un paso, para gozar de ellos.    

Los Hayedos de Cantalojas
            Este paraje natural ha venido tomando justa fama durante los últimos años debido a la variedad de vegetación nórdica (el haya) que, precisamente allí, como especie su línea más meridional, no sólo de la Península Ibérica, sino de toda Europa, una singularidad que comparte con otro hayedo, el de Montejo de la Sierra en la provincia de Madrid, que no es sino una prolongación de aquel dentro de la misma masa boscosa.
            Pero en este caso, y al considerar aquellas tierras como un retazo de paraíso, no es solamente la curiosidad por cuanto a la especie arbórea que le da nombre lo que nos interesa, sino más bien el solemne espectáculo natural que ofrecen aquellas alturas ante la mirada atónita de quienes se desplazan hasta allí para conocerlo. Me paro a recordar en este instante, sentado a la mesa de mi escritorio adonde llegan con absoluta claridad los ruidos de la calle, las frecuentes visitas que a lo largo de las dos últimas décadas, e incluso en periodos anteriores, hice a los Hayedos -los Haydos, les llamaban por allí- porque son muchos los pa­rajes en donde se da el haya y, en consecuencia, sus nombres también son diferentes.
            Sobre la piel de las tremendas masas montunas que van a tocar por el poniente los altos de Somosierra, se desarrolla a su aire, en admirable anarquía, la vegetación. Ahora una laderucha de piedras oscurecidas; más allá un apretado verdizal de pinos nuevos, de robles, de marojos, de envejecidos troncos de haya. Atravesando el barranco allá en el fondo, lejos, muy lejos, el agua acabada de nacer de los arroyos que irán más adelante juntando su caudal hasta formar el Lillas, que cruza las sierras hasta los cauces del Sorbe con cate­goría de río. Apenas si se advierte la figura del hombre. Los pastores no suelen llegar tan lejos. Las reses del vacuno que pastan y crían libremente por los cuarteles de Sonsaz las hemos ido dejando algo apartadas de nosotros, a nuestra mano iz­quierda. Por las corrientes impolutas de los arroyos corren como flechas las finas truchas serranas cuyas madres se llevó el furtivo; hoza el jabalí en las tronqueras del rebollo; vuelan, ojo avizor, los buitres y los quebrantahuesos al acecho de la res enferma, solitaria o herida de muerte. Por debajo de las hayas, disimulada entre los jarales y las varillas de brezo, ondula su cuerpo dañino la víbora, fatal huésped de aquellas latitudes. Todo un retazo de la Castilla agreste que tapan sobre la altura los cielos de nuestra Sierra Norte.

El Valle del río Dulce en tierras de Sigüenza
            Es otro de los lugares con fortuna que bien merecen figurar en esta breve relación de espacios naturales más significativos de la provincia de Guadalajara. Avecina este valle por el levante y por el poniente al pueblo de Pelegrina, uno de los más pintorescos e interesantes de nuestro entorno. A quien esto escribe le impresionó sobremanera la primera vez que llegó a él, y le sigue impresionando cada vez que pasa por sus inmediaciones camino de Sigüenza. El doctor Rodríguez de la Fuente lo eligió como escenario de una buena parte de sus aventuras a campo abierto para la televisión, y uno piensa que aquello sería por algo. Ahí está, a la vista de quienes quieran acercarse hasta él para comprobar­lo y para gozar de sus maravillas desde cualquiera de las atalayas o miradores que existen en su entorno: el mirador Félix Rodríguez de la Fuente, por ejemplo, en la carretera de Torremocha, o la peana del castillo de los obispos, coronando al pueblo, desde donde el espectáculo visual resulta animado e irrepetible.
            En muy contadas ocasiones tiene la provincia de Guadalajara la oportunidad de poner ante los ojos del visitante panoramas tan violentos y aparatosamente bellos como estos a los que da lugar el río Dulce a su paso por Pelegrina. Las cárcavas excavadas en la roca y en las tierras de junto al río, el simple canal por el que corre el agua encajado en mitad de la chopera, el limpio celaje por donde planean a menudo las aves rapaces, son razones más que justificadas para rete­nerlo en la memoria.

El Barranco de Montesinos

            A mitad de camino entre los pueblos molineses de Torremocha del Pinar y de Cobeta, cumple como ningún otro paraje las prerrogativas con las que debe contar cualquier paraíso: belleza natu­ral fuera de lo ordinario, distancia suficiente del tráfago y del mundanal ruido, y leyenda.
            En este apacible lugar se ofrece al viajero, cada uno en su debida propor­ción y colocados en el sitio justo que le corresponde, el agua del arroyo Aran­dilla que corre por mitad serpenteante y graciosa; el bosque espontáneo de pinar en las laderas, y la maleza que ha ido creciendo a su antojo a lo largo del cauce, además de los farallones y crestas de los riscos que cortan a tajo la monumental garganta, en cuyo fondo se adormece en la solana la ermita de la Virgen con sus, ahora olvidadas, dependencias anexas.
            Queda este rincón escondido prudentemente. Desde Cobeta se llega hasta él por una carreterilla local complicada. Desde Torremocha tal vez sea menor la distancia, pero se hace preciso cubrir casi todo el trayecto por pista forestal, con el serio riesgo de perderse por falta de señalización en las encrucijadas de caminos.
            Todavía pervive en aquel misterioso rincón de las sierras molinesas el recuerdo de la pastorcilla que, según cuenta la tradición, hace siglos curó de su mano seca por intercesión de la Virgen, y el de la conversión a la cristiana fe del jefe moro Montesinos, quien pasaría luego el resto de su vida morando en la soledad y en la penuria por aquellas cuevas. Fue lugar, y todavía lo sigue siendo, de romerías y de fervores a la Madre de Dios que desde entonces se venera en la comarca bajo la advocación de Nuestra Señora de Montesinos.

El Hundido de Armallones
            Representa en nuestra geografía natural uno de los lugares de mayor nombradía paisajística, sin que le falten razones para que así sea. Es uno más de los imponentes recovecos de la sierra del Alto Tajo, en donde juegan a un tiempo su papel los breñales y el bosque en anarquía casi selvática, la disposición violenta de las rocas, y el río, con su consabido efecto de siglos, que es, sin duda, el verdadero artífice y protagonista de aquellos parajes.
            Se trata sólo de una parte de la garganta rocosa que sobre los cauces del Tajo produjo en el siglo XVI una especie de cataclismo que desvió el paso del río, dejando como señal para la posteridad una visión sencillamente grandiosa. La historia de los últimos siglos registra, por aquellas estrecheces de la corrien­te, gran número de bajas entre los gancheros que conducían las famosas maderadas de los bosques serranos aguas abajo.
            Huertapelayo, Armallones y Ocentejo, tres nombres sonoros en la relación de pueblos pintorescos de la provincia, son los vértices de un triángulo en cuyo interior se sitúa este bello paraje al que, con los actuales medios de locomoción, no resulta demasiado difícil llegar. Pues a cualquiera de ellos bien vale la pena dedicarle un día o unas horas de nuestro tiempo.

(La fotografía muestra la entrada al hayedo de Tejeranegra en Cantalojas) 

jueves, 19 de enero de 2012

LOS SIETE PARAÍSOS PERDIDOS ( I )


            Anda una frase por ahí según la cual la provincia de Guadalajara muestra al visitante que la atraviesa de Este a Oeste por las dos principales vías de comunicación los parajes más ruines, hoscos y desangelados de todo su espacio. Es una afirmación bastante manida, pero que con algunas matizaciones tiene mucho de verdad. El gran público, la gente de paso que viene o que va por la autovía o por ferrocarril de un extremo al otro de la provincia, se debe llevar una impresión penosamente inexacta, muy pobre de lo que esta tierra es a la vista del paisaje que se deja ver desde el observatorio de una ventanilla. Demostrar lo contrario es tarea de todos, de todos los que vivimos aquí, naturalmente. Uno sabe muy bien que ocupamos una tierra hermosa, singular y sorprendentemente variada; pero que todos nuestros encantos naturales los tenemos escondidos, muy lejos del tráfago mundano, lo que en cierto sentido los favorece, si bien los perjudica en otros muchos. Lo que el buen paño en el arca se vende, refiriéndose al paisaje de Guadalajara, perjudica a esta provincia, a mi modo de ver, de manera sensible, más si se tiene en cuenta ese despertar de la sociedad media del siglo XXI por conocer y disfrutar de los espacios naturales.
            En estos dos trabajos sucesivos que publicará nuestro periódico, nos vamos a referir como botón de muestra a siete de los parajes ´-sólo a siete, de los setenta que podríamos encontrar- más destacados de nuestra geografía provincial. Siete lugares distintos que ahí están, bajo los cielos azul cristal de las tierras de Guadalajara, alumbrando con el encanto infinito de cientos y de miles de siglos algunas de las comarcas naturales más características de esta tierra nuestra. No hará falta decir que en cada uno de ellos ha sido la Madre Naturaleza la que lo ha puesto todo; el hombre por su parte ha podido contribuir a mantener las tales maravillas con su pasividad, respetándolas, cuidándolas dentro de lo posible, y poniendo medios para tenerlas más a nuestro alcance.
            Uno por uno, tal como van saliendo del sutil taleguillo de los afectos, ahí van siete de los rincones naturales de los que Guadalajara se puede sentir honrada. Lugares todos ellos a los que es preciso acercarse ex profeso para conocerlos. El orden por el que irán apareciendo será, como en tantas cosas, cuestión de preferencias, lo que queda al exclusivo criterio del lector.

El Barranco de la Hoz en el río Gallo.
            Se trata del más celebrado de los rincones molineses. También uno de los más conocidos y más populares de nuestra tierra. Bajo el soberbio cañón de formaciones pétreas por cuyo fondo discurre el río, queda medio agazapado en el mismo lugar donde lo fijó la historia y le leyenda el santuario de la Virgen de la Hoz, Señora y Reina del Señorío. Todo en el Barranco de la Hoz, las altivas peñas, las agujas gigantescas que se sostienen erguidas en el ribazo, la cinta del río que corre entre la arboleda, viene a ser un espectáculo provocador, regalo de la Naturaleza, en donde el hombre y la obra del hombre cumplió su papel manifestando a ojos vista su limitación, su extraordinaria pequeñez frente a la naturaleza creada.
            Es muy fácil llegar al Barranco de la Hoz. Apenas se encuentra a cinco minutos de automóvil desde la ciudad de Molina, tomando las carreteras de Ventosa o de Corduente, según el punto exacto desde el que se quiera ir. La visión más impresionante del Barranco queda no desde la orilla del río ni desde las puertas del santuario, sino desde lo alto de los picachos, adonde es posible subir, con cierta dificultad, por senderillos que se abren desde la base, o dando la vuelta por Corduente hasta el mismo mirador de la cima.
            La ermita horadada en la peña, generalmente abierta al visitante, es un remanso de bienestar, con varios siglos de existencia, que como complemento al paisaje convierten al Barranco en un rincón de lujo. 

Las cumbres alpinas del río Jaramilla
            Con ello me quiero referir a toda una plataforma de cerrucos y de barranqueras que dan lugar al techo de la provincia allá por las abruptas sierras del noroeste. Debido al difícil acceso que tuvo hasta hace tan sólo una década, es sin duda la comarca menos conocida de la provincia de Guadalajara, y una de las más sorprendentemente aleccionadoras. Allí, al pie de las ariscas laderas de sus montes, van tomando cuerpo y forma algunos de los ríos serranos cuyas aguas gozan de singular preferencia para el consumo humano. Por aquellas vertientes de piedra laminada surgen a la luz del día y a la oscuridad de la noche, las primeras fuentes que darán lugar poco más abajo al mítico Jarama, al Sorbe y al Lozoya, valiéndose de otros muchos arroyuelos subsidiarios que son parte irremplazable y principal del paisaje serrano: el Lillas, el río de la Hoz, el Jaramilla y el Berbellido, son algunos de ellos. Los pueblos, deshabitados casi en su totalidad durante el invierno, son mero pretexto como para justificar con la presencia del hombre y de sus ganados la variedad de la sierra: Bocígano, Cabida, El Cardoso, Colmenar, Peñalba, Corralejo… Por la cumbre de sus términos, se podrían contemplar a vista de águila las cúpulas de Castilla, a más de 2.200 metros de altura sobre el nivel del mar algunas de ellas.

El Puente de San Pedro en el Alto Tajo
            Allá por los entornos de Zaorejas y de el Villar de Cobeta, es éste otro de los lugares comunes que afloran con más frecuencia  a los labios y al pensamiento de los coleccionistas de paisajes, gustadores, desde luego, de los rincones más afortunados que adornan nuestra tierra. El paisaje en el Puente de San Pedro tiene, además, la particularidad de grabarse fácilmente en la memoria de quienes lo conocen. En la conjunción del río Gallo con el padre Tajo, justo en el lugar que la gente conoce como el Puente de San Pedro, la naturaleza se vuelve coqueta. Allí se escalonan rumorosas las aguas del río; allí juegan a sostenerse en equilibrio por encima de las peñas los pinos que viven de milagro; allí acude de buena mañana la trucha juguetona a probar la paciencia del pescador de caña; allí, en fin, se confunden entre la luz y el delirio el azul del cielo serrano y el verde de las aguas que tiñó el pinar, el barbo de las profundidades con el ave rapaz, el hombre con el medio. Lástima que muchos de los que pasan por allí y sientan sus reales, no sepan corresponder a menudo con su infinita generosidad.
            Aguas abajo, siguiendo la vista que sigue hasta El Villar, son los enhiestos picachos, los violentos barrancos por los que encaja el río, los verdaderos protagonistas. Todo alrededor parece insignificante, el hombre también. Al final el Tajo, dominador absoluto de la situación como señor de aquellas tierras y de su paisaje, lo abraza todo, doblándose en una soberbia herradura de aguas y de espumas que brillan con el sol, para demostrar que es la creación, y no la mano ni el ingenio del hombre, la primera escuela de surrealismo.

(La fotografía nos muestra un detalle del río Tajo a su paso por el Puente de San Pedro)

miércoles, 11 de enero de 2012

EN EL X ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE C.J.C.


La relación de la comarca alcarreña con Camilo José Cela es bien conocida. En cualquier tiempo y lugar, siempre que se hable o se escriba de la obra de nuestro Premio Nobel, habrá que hacer referencia a la Alcarria como escenario que fue de una de sus obras más celebradas con la que, de la mano del “Pascual Duarte”, aquel ilustre gallego entró con buen pie en el Olimpo de los triunfadores.

            Ignoro si a su muerte -doloroso acontecimiento para las letras españolas, cuyo X aniversario se cumple el próximo día 17- don Camilo dejó pendiente alguna cuenta sin saldar con Guadalajara, aunque sospecho que no; pero de lo que tengo absoluta certeza es de que la Alcarria, y Guadalajara toda, tienen contraído con él un compromiso de gratitud sin límites. Una buena parte de la notoriedad que estas tierras puedan tener más allá de nuestras fronteras, se debe a su “Viaje a la Alcarria”. Que nadie lo dude.

            Estamos a escasas fechas de la efeméride. Camilo José Cela, que entró en esta provincia impulsado por la sospecha de que la Alcarria sería la comarca ideal para su proyecto literario en una época difícil de nuestra historia (junio de 1946), vivió con nosotros en calidad de vecino durante varios años, cuando su nombre ya era conocido dentro y fuera de nuestro país y había escrito la mayor parte de la obra que nos dejó en herencia. Aquí vivió, y residiendo en la urbanización “El Clavín” recibió la noticia de haberle distinguido la Academia Sueca con el más alto galardón con que el mundo premia a sólo unos pocos; aquí sentó plaza como un vecino más, habitando en su propia casa extramuros de la ciudad, al lado del Henares, y de aquí se marchó cuando su estado de salud aconsejó que lo hiciese.

            Han pasado diez años y la popularidad del autor se ha ido desvaneciendo de manera rápida e injustificada. También entre nosotros. Apenas se habla y se escribe de él. “Sic transit gloria mundi” -la más cruel de todas las leyes a las que estamos sujetos los mortales. La admiración por aquellos que anduvieron en vida bajo el signo de un destacado valor es efímera, queda por fortuna la huella que dejaron al partir, que en el caso de Cela es profunda, y como tal, universal y perpetua.

            Por cuanto al legado impresionante de nuestro autor, aunque no le faltan detractores, somos más los que nos sentimos honrados de ser sus contemporáneos; también de su personalidad y de su condición humana los que le tratamos alguna vez. Todos hemos aprendido algo de él, incluidos los que no se consideraron sus amigos; por lo que, justo es corresponderle como a él le gustaría: leyendo o releyendo algo de su obra. A nuestros lectores de acá les recomiendo el “Viaje a la Alcarria”, naturalmente, el primero de los dos. Es una joyita como de oro envejecido, producto de una pluma memorable y siempre actual.

(Con C.J.C. en "El Clavín" meses antes de recibir el Premio Nobel)