viernes, 27 de noviembre de 2009

EN EL TALLER ARTESANO DE HORCHE


Durante la primavera de 1979 mantuve en su casa de Horche una grata conversación con Juan Francisco Martínez, uno de esos artistas naturales que muy de tarde en tarde aparecen de manera insospechada por cualquier parte y que, al cabo del tiempo, resultan ser cabeza de una dinastía de artistas, de una estirpe de hombres y mujeres de valía que tuvo un principio, pero que su final está por ver a lo largo de varias generaciones. Quiero recordar a Juan Francisco, en homenaje a él y a su huella perdurable, con sus propias palabras sacadas de aquella conversación perdida en la distancia de un cuarto de siglo. “Mis principios fueron una cosa imprevista. Después de la guerra faltaron muchos altares en las iglesias de por aquí. Yo era por entonces albañil; pero un albañil hasta cierto punto diferente, porque en el trabajo me gustaba recrearme un poco en los detalles. Me gustaban las cosas terminadas con gusto artístico, algo no muy corriente entonces en un albañil de pueblo. Al sacerdote de Horche, que había encargado un altar para la iglesia, le estafaron y no se lo vinieron a hacer; entonces me lo encargó a mí, que nunca había hecho nada semejante. Lo empecé con yeso, ladrillo, y una ornamentación un tanto elemental. Debió gustar bastante, porque muy pronto me empezaron a caer nuevos encargos.”
Así de sencillos, y de concretos, fueron los orígenes de una industria familiar admirable nacida allá por los primeros años de posguerra. Luego vendría la escayola para un retablo de Chiloeches, después la madera con la ayuda de un carpintero, hasta que los límites comarcales y provinciales resultaron pequeños, de tal modo que el propio Juan Francisco, ya al cabo de su vida laboral y con la ayuda de su hijo José Antonio, pudo ver los trabajos de su taller expuestos en establecimientos de arte tan distantes y tan dispares como las ciudades de Alicante y Santiago de Compostela, por nombrar sólo dos en regiones distintas. Juan Francisco murió a los ochenta años, con Premio Nacional de Artesano Ejemplar, con un taller bien montado, con dedicación exclusiva a la talla de madera, y con la satisfacción de ver incorporados al oficio no sólo a su hijo José Antonio, sino también a sus dos nietos, Álvaro y David, herederos directos -además de la sangre- del gusto por el trabajo y con la esperanza puesta en que la dinastía de artistas no termine en ellos.

Hacía varios años que no había pasado por el taller, en la última ocasión aún vivía el abuelo. He vuelto en fechas recientes y debo confesar que salí de allí impresionado. Ya no son uno, ni tres, las personas que sacan adelante con su trabajo todo aquello. Son cerca de cuarenta, y cerca de cuarenta también las piezas que se acaban cada día en jornadas normales de producción. Las tallas de imaginería, columnas y estrados, junto a los retablos para iglesias que son de alguna manera la especialidad de la casa, ocupan el horario laboral en aquel taller tan meritorio, y tan desconocido para tantos guadalajareños que, siempre bajo mi personal criterio, tal vez sea ésta la industria con más alcance universal de las que tenemos en la Provincia, pues ya no es solamente España en todas sus regiones, sino Francia, Noruega y los Países Nórdicos, Canadá, Estados Unidos, toda la América del Sur, Rusia y los Países Árabes, entre otros muchos lugares dispares de la Tierra, los que disfrutan de los magníficos trabajos de talla elaborados en aquel rincón de la Alcarria. Gran parte de la imaginería adquirida por la Casa Real Española durante los últimos años ha salido de allí, y hasta quinientos retablos están en estos momentos repartidos por toda España. La Hermandad de la Semana Santa Marinera de la ciudad de Valencia los ha nombrado cofrades de honor, como reconocimiento a su aportación artística a la Semana Mayor de aquella ciudad levantina. Honores, méritos, reconocimientos, títulos, avalan en buen número la no demasiado larga historia de “Artemartínez”, y que, dicho sea de paso, honra no solo a ellos, dueños y trabajadores del taller, sino también, y por extensión, a todo un pueblo y a una provincia que no se distingue precisamente por ser amante y propagandista de sus propios valores. El carácter castellano, al que nos apuntamos todos cuantos lo somos, tiene, junto a otras muchas virtudes reconocidas, esa sonora deficiencia ¡Qué le vamos a hacer!
Ignoro si el personal de la casa estaría dispuesto a que el público acuda a los talleres de trabajo y salas de exposición que hay dentro del edificio en cualquier momento, dentro, claro está del horario laboral; pero pienso que sí, a la vista de la amabilidad con la que Álvaro me enseñó y me fue explicando todos los departamentos: talleres de pintura, de talla, de copia, almacenes de trabajos sin concluir, donde el visitante, además de poder admirar los varios cientos de obras acabadas, recibe de paso una lección magistral sobre cómo es y cómo se elaboran los retablos e imágenes que en tantas ocasiones nos han impresionado en catedrales, conventos e iglesias pueblerinas, que el vandalismo de los tiempos ha querido respetar. Nuestra provincia es toda ella un muestrario de ese tipo de piezas de arte, y el taller que hoy nos ocupa una escuela que nada tiene que envidiar a aquellas otras de los siglos del XIII al XVIII, aunque eso sí, teniendo a su favor los medios modernos, si bien, tanto antes como ahora, y así seguirá siendo por años y siglos, el arte en general, y muy en especial éste de la talla, requiere grandes dosis de atención, de paciencia, de oficio y de talento, ingredientes que a lo largo de la Historia sirvieron de base y de sostén a la personalidad del artista.

De las obras grandiosas con las que el hombre de a pie puede encontrarse al andar por los caminos del mundo, salidas todas ellas de este taller de la Alcarria, podríamos destacar dentro de nuestro país los retablos mayores de las iglesias de Priego y de San Clemente en Cuenca; de Mondéjar, con pinturas de Pedrós, en Guadalajara; de Vicálvaro y de la Virgen del Puerto en Madrid; de Abengible en Albacete; del santuario de la Virgen de Salobrar en Jaraiz de la Vera (Cáceres), y así hasta varios centenares de ellos, entre los que se contará dentro de poco otro grandioso que se está preparando para la iglesia alcarreña de Albares. Tal vez, y esto dentro de la imaginería, en la Semana Santa de la ciudad de Palencia tendrán ocasión de sacar a la calle un Cristo magnífico, made in Horche; lo he visto prácticamente acabado y así, esperando el momento de los últimos retoques, los ofrezco a los lectores en una de las fotografías que ilustran este trabajo.
Y todo empezó por el empeño y por el saber decir que sí a la oportunidad que ofreció la vida a un hombre inspirado, cuando allá por 1942 Juan Francisco Martínez se atrevió a poner manos a la obra en un altar, sin que hasta entonces hubiera hecho nada semejante. Con ejemplos como éste, aparte de otros más que la vida nos ha llevado a conocer, uno llega a pensar que las grandes obras que en el mundo merecen contar con la admiración del hombre, nunca han sido fruto de la casualidad y en muy pocas ocasiones de la buena fortuna, sino que siempre anda por medio el talento, la osadía y el amor al trabajo en las debidas proporciones. En el caso de esta admirable industria familiar aparecen los tres ingredientes, y tal vez alguno más, como la amabilidad en el trato de la gente que por allí encontré.
(N.A. Octubre, 2003)

sábado, 21 de noviembre de 2009

UNAS HORAS EN GALVE DE SORBE


Estas fechas, mediado el otoño, nos llevan a veces por caminos de añoranza, un fenómeno bastante común del que rara vez conseguimos vernos libres. Llegó la calma a la vida de las personas y el ajetreo propio de las vacaciones se vislumbra a nuestras espaldas bastante lejano. La monotonía del quehacer diario, las largas noches a las que el tiempo nos lleva, sosiego al fin, invitan a remover la mente y a dedicar más tiempo del que de ordinario es habitual a pensar en uno mismo, a perderse en el infinito paraíso de los recuerdos, más florido a medida que uno se aleja hacia los años de juventud.
En el caso de quien esto escribe, uno de esos apacibles rincones en los que echar pie a tierra está precisamente aquí, en este inolvidable lugar de la sierra de Atienza, donde creo haber vivido uno de los años más intensos de mi existencia: el curso escolar 1962-63, donde el destino me llevo a ejercer como maestro en su escuela de niños.
No va a ser fácil mantenerme en la línea objetiva de mis escritos de cada semana sin que los duendecillos del afecto, que suelen habitar en las más ocultas celdillas del corazón se entremezclen, haciéndolas suyas, las ideas que uno quiera expresar en ocasiones como ésta, en lugares como el que ahora estoy donde nada me es extraño, donde en cada esquina, en cada calle o en cada rincón, acude a la memoria la anécdota, la imagen, la situación, de esas que por miles solemos guardar entre los pliegues de la memoria.
Es una limpia mañana de sol en estos parajes de la Transierra. En las praderas pastan uno o dos centenares de vacas rubias, junto a sus ternerillos que las siguen de un lado para otro. No tienen mucha hierba donde pastar después de un verano seco en extremo. Sobre la muela, el castillo de los Estúñiga, vigía por años y siglos del pueblo, de los campos y de las tierras del pinar. Desde el alto del castillo, Galve se muestra a los ojos del espectador como un pueblo limpio, de tejados ocres y rojizos, de casas nuevas, con sus praderas cercadas y sus ermitas alrededor, reclamo ideal para soñadores y para pintores impresionistas.

Galve de Sorbe ha cambiado de aspecto durante el último medio siglo. Ha crecido en sus contornos con nuevos edificios y con nuevas comodidades. La picota (que en Galve son dos); la Plaza Mayor, con el edificio rejuvenecido de las antiguas escuelas, ahora en función de ayuntamiento; la iglesia de la Asunción, con su espadaña altiva, su nido de cigüeñas, y un retablo mayor de recargado barroco, que siempre admiré y en ello sigo; media docena de casonas sólidas, modelo de la arquitectura popular de la comarca a la que pertenecen, con no menos de dos siglos de antigüedad sobre sus dinteles labrados, conservan encendida aún la llama de lo auténtico, lo que diferencia a un pueblo de otro pueblo, y en el caso de Galve anda muy alta la cota a la que hay que llegar para igualarlo. No olvidemos que fue cabecera de señorío, al que pertenecieron doce lugares de esta sierra, hasta su disolución allá por las primeras décadas del siglo XIX. En la actualidad cuenta el pueblo con media docena quizá de establecimientos públicos: Centro Médico comarcal, bares y restaurantes, algún pequeño supermercado, y un hostal en el cruce de carreteras del que el pueblo se siente orgulloso.
- Lo que ocurre es que desde hace ya bastantes años esto se ha ido quedando sin gente. El pueblo ha mejorado mucho en viviendas, eso sí; las hay muy buenas y muy bien acondicionadas; pero la verdad es que cuando pasa el verano, esto se queda solo.
Me lo contaba Mariano Márquez Herrero, uno de los muchos galvitos que hace cuarenta o más años decidieron abandonar su tierra y emigrar en busca de horizontes más prometedores. Mariano tiene su casa en el pueblo y es de los asiduos a ocuparla durante el mayor tiempo posible. Mariano, hombre abierto y cordial donde los haya, lector habitual de nuestro periódico, tiene además en su casa de Galve un estudio de pintor donde pasa muchos de los ratos libres de los que dispone después de su jubilación. La casa de Mariano es un auténtico museo de obras propias.
- Claro; esto me entretiene mucho. Ahora lo tengo un poco abandonado por cosa de la vista.
- ¿Cómo le dio por dedicarse a pintar?
- Pues fue porque cuando me jubilé en la peluquería de señoras, tenía que llenar el tiempo con algo que me gustase; así que, me apunté a uno de esos talleres de pintura que hay en Madrid, y ya llevo hechos más de cincuenta cuadros.
Mariano no tiene preferencias por un tema concreto, lo pinta todo: una Maja de Goya, una plaza de Jadraque, un paisaje nevado del Pirineo, una estampa religiosa del Buen Pastor...
La Plaza Mayor, con el típico rollo gótico de villazgo en su mitad, con la fuente redonda manando sin cesar por sus dos caños laterales, y el edificio soportalado de las antiguas escuelas y ayuntamiento, es la imagen por excelencia, la más representativa de esta interesante villa serrana.

La sólida casa frontal de la plaza, reconstruida después y que ahora es Farmacia, fue en otro tiempo la vivienda de don Mariano Maín, el veterinario y alcalde por aquellos años. En la casa de don Mariano solíamos pasar algunas de las trasnochadas de aquel largo invierno del 62-63, reunidos en tertulia o viendo la televisión. El nutrido grupo de asistentes a la casa de don Mariano estaba formado por las fuerzas vivas del lugar en su conjunto: el boticario, don Salus; el médico, don Segundo; el cura, don Silvano; la maestra, doña Emili, y un servidor, con algún consorte más o familiar de cualquiera de los asistentes. Eran tertulias muy animadas, donde se hablaba de todo, a las que no convenía faltar so pena de convertirse en víctima propiciatoria. Cerrábamos la televisión un par de noches por semana, volviendo a casa después por carriles abiertos entre la nieve o pisando las placas de hielo que duraban meses. Eran costumbres y situaciones trasnochadas que casi cincuenta años después cuesta trabajo creer. Tenían su encanto, qué duda cabe, y a ellas era preciso ajustarse como parte del guión, y someterse en nombre de su majestad la buena convivencia.
Tardes interminables aquellas de los inviernos serranos, que me enseñaron a apreciar la belleza de tantos libros escritos por algunos de los grandes maestros de nuestra Literatura, olvidados en cualquier rincón del viejo armario de la escuela: “Los pueblos” de Azorín; las “Cartas desde mi celda” de Bécquer; “Peñas arriba” de Pereda; “La de Bringas” de Galdós; el “Platero y yo” de Juan Ramón; y “El Camino” de Delibes, como el autor de moda, que alguien me prestó, no sólo me sirvieron de grata compañia durante tantas horas muertas, a la luz débil de una bombilla, pegado a la estufa de leña que todavía guardaba el calor de la tarde, sino que me abrieron un ancho horizonte que en lo sucesivo, y así hasta hoy, ha sido parte fundamental de mi querer y de mi hacer: la literatura, cuyas primeras mieles probé tras esas ventanas del ayuntamiento, en la plaza de la villa, por encima de los arcos, que ahora miro con nostalgia y con cariño.
Quedan muy pocas de las personas con las que conviví durante mi estancia en Galve. Los mayores han ido desapareciendo. Las personas, como producto perecedero que somos mal que nos pese, tenemos fecha de caducidad como habitantes del planeta. Los jóvenes, por otra ley que no es sino el desarrollo natural de la persona, cambian de aspecto con el correr de los años, o se van y echan raíz en lugares distintos. Es el caso que por las calles de Galve -tantos años por medio- uno se encuentra como un extraño, viendo caras desconocidas que intenta, inútilmente, relacionar por el aspecto con los que pudieran ser sus antepasados.
Apenas quedan dos, cuatro familias, que pasado el tiempo siguen viviendo en el mismo lugar en donde vivieron antes. Epifanio Hernández, el Pinfa, es uno de ellos, con una carga de años más sobre sus espaldas, pero que ahí está, manteniendo su personalidad con aquel ímpetu y aquella viveza de cuando lo conocí, familia amiga de la que hoy sólo quedan en el pueblo, felizmente, él y su esposa, la señora Herminia, con los que me ha resultado un grato placer conversar en el portal de su casa hablando, ¡vaya por Dios!, también de recuerdos.
- Sí, don Pepe, sí; la vida se nos ha ido sin darnos cuenta. Y la cosa no tiene solución. ¡Qué tiempos aquellos!
A la salida de Galve de nuevo las praderas, un centenar o dos de vacas rubias pastando las hierbas secas del Rejal, junto al arroyo. El castillo sobre la muela contando las horas, los años y los siglos que han ido pesando sobre sus piedras, fugaces tal vez como el viento que las azota, desde que el Infante don Juan Manuel asentó allí sus reales y levantó la primera fortaleza, hoy un tanto en desamparo.

lunes, 16 de noviembre de 2009

HERÁLDICA MUNICIPAL DE GUADLAJARA


Uno de los volúmenes que con mayor estima conservo en mi biblioteca es precisamente el que hoy presento en el escaparate virtual de este blog, donde los libros no sólo son parte indicadora y esencial de su título, sino también de su contenido.
Se titula este libro “HERÁLDICA MUNICIPAL DE GUADALAJARA”, publicado por Aache en el año 2001, y escrito por Antonio Herrera Casado y Antonio Ortiz García, éste último, autor, además, de la impresionante colección de escudos que ilustran la mitad, cuando menos, de las páginas del libro.
La primera parte del contenido está dedicada a Generalidades de la Heráldica: formas, partes del escudo, timbres, esmaltes y tinturas, y en general a todo aquello que es preciso conocer para interpretar debidamente cualquier pieza heráldica.
La segunda parte del libro se anuncia como “Heráldica de los Escudos Institucionales” . En este interesante apartado se incluyen, con la debida explicación acerca de cada uno, los escudos del Reino de España, el actual y el de los distintos reinos históricos de nuestra nación, así como el de la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha, y los correspondientes a las cinco provincias que la integran.
Y en una interesante y bien cuidada tercera parte, que ocupa nada menos que 250 páginas de las 340 que completan el libro, van apareciendo por riguroso orden alfabético, los 121 escudos municipales que de manera oficial existían en la provincia en el momento de la publicación.
Destacable la información escrita, tanto heráldica como histórica de cada uno de los escudos que se recogen en el libro, y tanto o más los magistrales dibujos, a todo color y a toda página, que van apareciendo a lo largo de su abundante contenido.
Un alarde de edición sobre algo que realmente era necesario tener a nuestro alcance. Una publicación, en fin, con la que la bibliografía guadalajareña se ve sensiblemente enriquecida.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

MONS. ASENJO, ARZOBISPO DE SEVILLA


Con motivo de su nombramiento por el Papa Benedicto XVI como Arzobispo Coadjutor de la sede sevillana, hace un año y por estas fechas, ya se dio la noticia y se hizo el debido comentario en una de las primeras páginas de este blog. El pasado día 5 -una vez aceptada la renuncia en la Santa Sede por motivos de edad, presentada por el que hasta ahora ha sido su antecesor, el Cardenal Carlos Amigo Vallejo- fue la ya esperada designación de nuestro paisano, Mons. Juan José Asenjo Pelegrina, como Arzobispo Titular de aquella archidiócesis, la noticia de mayor relieve que sobre algo tan nuestro se ha producido en la provincia con resonancia nacional. Guadalajara en general, y en particular su ciudad natal, Sigüenza, celebran con especial júbilo este acontecimiento, sin duda uno de los que permanecerán en nuestro historial a través de los años y de los siglos.
No es don Juan José Asenjo el primero ni, por tanto, tampoco el único guadalajareño que ostenta tan alta dignidad en la Iglesia dentro de la dilatada historia de la provincia de Guadalajara. Durante los siglos XVI al XVIII fueron algunos más los que llegaron a ejercer esa misma responsabilidad.
A partir de ahora quedamos a la espera de que se produzca el siguiente paso, el de su previsible nombramiento como Cardenal, es decir, el que le confiera la dignidad suprema de Príncipe de la Iglesia; una ilusión y un deseo por nuestra parte que esperamos ver cumplido en nuestro paisano y amigo, al que sinceramente le deseamos lo mejor en su nuevo compromiso.

UN PASEO POR LA GUADALAJARA INSÓLITA (y IV)


Y desde el corazón de la Alcarria escapamos —a vista de pájaro, porque le tiempo tampoco da para mucho más— a tierras de Molina. La comarca de Molina es tierra de santos, de cantos y de páramos solitarios donde durante el pasado siglo se dieron las temperaturas más bajas y más extremas de España. La ciudad de Molina, con sus numerosos palacetes, su famoso “Giraldo” sobre la torre de San Francisco, y su castillo de los Señores, dominado sobre el altozano en el que se alza la torre de Aragón el variopinto panorama de su nuevo urbanismo, es la capitalidad de una importante comarca histórica dentro del mapa general de la provincia de Guadalajara.
Las tierras de Molina —Señorío Norte y Señorío Sur— dan para mucho decir por cuanto a curiosidades, leyendas y costumbres se refiere, dadas a conocer convenientemente por los buenos cronistas que tuvo durante los últimos dos siglos. Aquí, en cambio, nos interesa destacar lo menos conocido, lo insólito, aquello que no deja de tener su importancia, pero que pasará al olvido si los que podemos hacerlo no nos preocupamos de llevarlo al papel impreso. Por mi parte, creo haber cumplido convenientemente con ese sagrado deber.
En este paseo por los aires del antiguo Señorío Molinés, planeamos sobre dos villas gemelas, próximas, y, naturalmente, rivales. Es aconsejable conocerlas. Las dos limitan con Zaragoza a la altura de la laguna de Gallocanta. Milmarcos y Fuentelsaz don las dos villas a las que me refiero. Aparte de sus extraordinarias casonas señoriales, interesantes tanto en uno como en otro lugar, fijamos nuestra atención en aquella peculiaridad lingüística que sus hombres, esquiladores de ovejas y músicos casi todos ellos, solían poner en práctica al salir de su tierra, para que los amos y los curiosos que metieran la nariz en su trabajo, quedasen en ayunas de su conversación. Le llaman “La Migaña” en Milmarcos, y “La Mingaña” en Fuentelsaz para distinguirse; pero en realidad eran la misma cosa. Fue una jerga inteligente, que cuajó entre los habitantes de aquellos pueblos, pero que está condenada a desaparecer con las nuevas formas de vivir, y a pasar al olvido sin apenas dejar señal en nuestra cultura. Por lo menos un breve diccionario y algunos textos en “migaña” deberían existir. Algo se ha hecho, pero muy poco, y mucho me temo que sin ayuda de nadie.
El muleto acurva retozón es la frase con la que los esquiladores de Milmarcos y de Fuentelsaz decían en "migaña" que la comida es mala. Dica el vale, que fila navega de manduga, significaba “Mira que cara de burro tiene el amo”. La cimila navega gallardas dianas, servía para decir “La chavala tiene una hermosa pechera”.

Un lucero con amayas de juanrojo
Del Quilache de limes acurvaron,
Trinidad de tarines de rodajos
Y a mochales de manfuros dicaron.

Como han podido comprobar en el anterior cuarteto, la “migaña” también se prestaba a la composición literaria.

Y pasamos por Campillo de Dueñas, el pueblo que ha dado al mundo más de doscientas vocaciones religiosas en los dos últimos siglos. Por La Yunta, que jamás perteneció al Señorío de Molina, sino a la Orden de San Juan, con su curiosa leyenda del “Cristo del Guijarro” unida a su historia y al saber de sus gentes. Por Rueda de la Sierra, el pueblo natal del primer obispo de Madrid-Alcalá, don Narciso Martínez Izquierdo, asesinado a traición en la iglesia de los Jerónimos por el cura Galeote. Y pasaremos también por Canales de Molina, para contemplar in situ, si alguien nos acompaña hasta su escondrijo, la llamada Peña Escrita, todo un enigma de signos grabados en la piedra, de cuyo origen nadie nos ha dado razones convincentes.
Y cruzaremos la carretera, y pasaremos el puente románico sobre el río Gallo, para referirnos al hecho tremendo que ocurrió en el pueblecito de Tierzo, hacia la segunda década del siglo XX, y que sirvió de argumento para el famoso drama La Malquerida, de Jacinto Benavente. Saltamos después a Castilnuevo, junto al río Gallo, lugar hoy prácticamente despoblado, donde es razón de fe que se inspiró Cervantes para situar —con su caserón-castillo en lo más alto— la “Ínsula Barateara” en la que gobernó el bueno de Sancho.
Y concluyo este viaje virtual, un poco a salto de mata por la Guadalajara Insólita, en Orea, el pueblo más alto de la Provincia, a 1500 metros de altura, que no está nada mal; pero con unos parajes y unos paisajes dignos de ser conocidos y de ser disfrutados, como el de la “Fuente de la Jícara”, junto al único pino de seis troncos que existe en España, y con una curiosidad fisiológica registrada en el pueblo, única en el mundo. Nos habla de ella el Padre Nirember en su libro Relaciones Fisiológicas, según el cuál, al ciudadano Roque Martínez, natural y vecino de Orea, le nació un espino cerca del estómago, que cada primavera le solía crecer y se ponía verde. ¡Para que luego digan que en Guadalajara no somos únicos!

(En la fotografía, Plaza Mayor de Milmarcos)

domingo, 8 de noviembre de 2009

UN PASEO POR LA GUADALAJARA INSÓLITA (III)


Parada y fonda en los confines de la Alcarria, en Alcocer, cabecera que fue de la histórica Hoya del Infantado, donde estuvieron enterrados hasta el año 1936 los restos mortales de doña Mayor Guillen de Guzmán, la amante del rey Alfonso el Sabio. Es artículo de creencia popular en Alcocer que sus mujeres hicieron huir a una jarca descontrolada de moros, que desde Valencia entraron en tierras de Castilla devastándolo todo, tras la comitiva que conducía hasta la ciudad de Burgos los restos del Cid Campeador. En el pueblo sólo había mujeres y niños. Los hombres, como casi siempre en tiempos de reconquista, estaban en la guerra. Con la imagen de la Virgen, su patrona, sobre unas andas, y todas ellas ataviadas con trajes llamativos, cintas de colores, espejos sobre sus cabezas y otros adornos brillantes al sol, salieron del pueblo tocando ruidosamente tambores y latas, al encuentro de la desvandada morisma. Cuando los hijos de Mahoma vieron tantos reflejos metálicos y tal ruido de tambores, debieron pensar que se trataba de un ejército de choque bien organizado que les salía al encuentro, y huyeron despavoridos dejando en relativa paz a los pueblos de Castilla, en donde aún se lloraba la muerte de Rodrigo de Vivar. Hoy, recuperada del olvido hace sólo unos años, las mujeres de Alcocer, revestidas como sus abuelas del siglo XI, celebran con todo esplendor como recuerdo la fiesta de “Las Mayordomas” el domingo siguiente al día del Corpus.
Al pueblo de El Sotillo, en la Alcarria del Alto Tajuña, conviene acercarse alguna vez en Semana Santa. El origen de la costumbre se pierde en la noche de los tiempos; pero es el caso que la pureza costumbrista, heredada de sus antepasados, se conserva allí con una autenticidad y una entraña sorprendentes, y se seguirá conservando mientras que haya gente mayor que lo ponga en práctica, que, como es fácil suponer, cada vez son menos.
El día de la Cruz de Mayo, es costumbre entre las mujeres de El Sotillo rezar los mil Jesuses, valiéndose de un rosario para llevar la cuenta, al que le dan, justo, veinte vueltas. Repiten la palabra “Jesús” cincuenta veces en cada vuelta y antes de seguir recitan versos como éste:

¿De dónde vienes, mi buen Jesús
tan triste y desconsolado?
Vengo recién azotado
y de espinas coronado
y acuestas traigo la Cruz.

Durante la noche del Jueves Santo, es costumbre que las piadosas mujeres del lugar canten lo que ellas llaman “La Sagrada Cena” y “El reloj de Jesús”, veinticuatro estrofas, una por cada hora del día y de la noche. Como canto introductorio entonan una cuarteta que dice:

Es la Pasión del Señor
un reloj de gracia y vida,
reloj y despertador
que a gemir y a orar convida.

Para la tarde del Viernes Santo se deja en El Sotillo el rezo de los 33 credos, un credo por cada año de la vida de Cristo. Se reza en grupitos de mujeres, paseando por un camino y sin volver la cabeza atrás. A veces —¡qué le vamos a hacer!— los gamberrotes del pueblo, que los hay, los hubo y seguramente que los habrá, les tiran piedras para que vuelvan la cabeza y tengan que comenzar de nuevo.
Es la Semana Santa de El Sotillo, un pueblo chiquito perdido en la Alcarria de Cifuentes, cerca de Las Inviernas.
Y desde allí, sin salir de la comarca alcarreña, nos marchamos a las vegas del río San Andrés, a cuatro pasos de la villa de Budia. En el pueblo de San Andrés del Rey, colgado sobre unas peñas por encima del estrecho vallejo por el que pasa el río, se vive cada amanecida del día de San Juan un hecho memorable, al que los vecinos conocen como “El paso del Marojo”, un rito ancestral a pleno campo, a través del cuál aseguran en el propio San Andrés, en los Yélamos y en el vecino Budia, que se han curado de hernia inguinal cientos de niños.
El acto tiene lugar en un determinado paraje del término, donde previamente se ha rajado un marojo tierno tirando de sus ramas. Un hombre se sube a la copa de un árbol del contorno y anuncia a gritos que el sol está apunto de salir. Cuando el astro inicia su aparición por el horizonte, el vigía lo hace saber a la concurrencia con otro grito. El niño ha de estar completamente desnudo. Mientras el sol va saliendo, un hombre llamado Juan entrega el niño a una mujer de nombre María, pasándolo por entre las ramas del árbol, a la vez que dice: «Este niño ha de sanar la mañana de San Juan. Tómalo, María». La mujer, seguidamente, repite la acción y pronuncia la misma frase con un «Tómalo, Juan». Y así por tres veces. Luego ponen al niño, supuestamente curado, en los brazos de su madre, a la que saludan los asistentes a la ceremonia con otra frase ritual: «Dios y San Juan quieran que el marojo lo sane». Los padrinos, a los que llaman Juanes, cierran la raja que se hizo en el tronco del árbol, la rodean con peladuras tiernas de mimbre y las recubren con barro. Si la herida en el marojo cicatriza, el niño sanará; si no es así, continuará enfermo. Todo depende de la fe de los padres. Al arbolillo cicatrizado se le pondrá el nombre del niño, y quedará exento de que alguna mano despiadada lo llegue a talar.

(En la foto "Salida de la procesión de Las Mayordomas en Alcocer"

jueves, 5 de noviembre de 2009

UN PASEO POR LA GUADALAJARA INSÓLITA ( II )


Con los pies de la imaginación puestos ahora en la cumbre del Ocejón, el panorama que se observa es bastante similar, aunque diferente, del que acabamos de dejar atrás sobre el Alto Rey. Tal vez, lo que aquí más nos interese sea toda esa cadena de pueblecitos y aldehuelas que la inmensa mole tiene alrededor, acurrucados y medio escondidos al pie como lo más natural del mundo, con sus lomeras de pizarra mate mirando al cielo: Valdepinillos, La Huerce, Umbralejo, Palancares, Almiruete, Zarzuelilla, Valverde de los Arroyos, El Espinar, Campillejo, Campillo de Ranas, Majaelraayo… De cada uno se podrían contar cosas estupendas; pero es todo un camino el que todavía nos queda por andar. Dejemos las alturas y las brisas de la cumbre, y pongamos los pies sobre el suelo en cualquiera de esos pueblos: en Majaelrayo, por ejemplo, buscando en el hombre la sangre de la raza, el infinito valor humano de las gentes de la sierra, representado en un amigo que ya no se cuenta en el mundo de los vivos para seguir gozando de su amistad; murió congelado en una reguera, según me contaron, la última noche de un año que ya pasó. Encarnación Herranz Peinado era su nombre, Encarna para sus paisanos y para sus amigos, entre los que tuve el honor de figurar, tanto de él como de su esposa, la Tía Gabina, y de ese puñado de hijos que tienen repartidos por todas partes.
El Tío Encarna me solía contar, con ocasión de mis visitas a su pueblo, tremendas historias de lobos en los inviernos de la serranía y anécdotas mil referentes a las continuas penalidades de la trashumancia. También de las horas extremas de estrechez en los años del hambre, cuando la necesidad le obligó, con todo el pesar de su corazón, a marchar a Galve una mañana para deshacerse de los cencerros de sus vacas a cambió de un talego de garbanzos. A la vuelta, en plena sierra, se le espantó la mula y le desparramó la mercancía entre los cantos y las estepas del camino. Me decía el buen hombre que fue recogiendo los garbanzos uno por uno mientras le fue posible, y así poder volver a casa con un cocido, o como mucho con dos, pero sin los cencerros de sus vacas que en aquel tiempo eran algo así como un signo de distinción de la familia. Pobre, pero feliz, honrado a carta cabal y amante de dos cosas sobre todas las demás en sus últimos años: su familia y el vinillo tinto de la taberna de la Trini, donde siempre hubo dispuesto un vaso, —de especial medida, todo hay que decirlo— para él. Descanse en paz el Tío Encarna, honroso modelo del hombre de nuestras sierras.
El viaje desde los Pueblos Negros hacia la Campiña se ha de hacer necesariamente pasando por Tamajón, la Capital de la Sierra. En Tamajón siempre están abiertas las puertas de su ermita de los Enebrales. Una tradición manda que no se pueden cerrar, basándose en hechos portentosos. En Tamajón pensó el rey Felipe II construir el palacio, monasterio y panteón, que luego levantó en El Escorial. La causa por la que no lo hizo fue que en su tiempo se detectó en el pueblo una fábrica clandestina de moneda falsa. Las mozas de Tamajón —todo me hace pensar que esto ocurrió en pleno corazón de la Edad Media— compitieron en belleza con jóvenes granadinas en un concurso que ganaron las nuestras, tanto por su belleza como por los adornos que lucían: joyas labradas en su pueblo con piedras y metales preciosos sacados del arroyo de Las Damas que pasa por allí. Mucho ha cambiado la vida desde entonces, entre otras cosas porque las muchachas jóvenes son hoy un artículo de lujo escaso por aquellos lugares, como bien sabemos.
Sierra abajo, nos dirigimos a tierras de la Campiña. Las mayores elevaciones del Macizo van quedando atrás. Nos vamos a detener un instante en Puebla de Valles, para ver la casa-molino de Manolo Sanz, el alcalde del pueblo, construida entorno a un viejo molino de aceite, cuya prensa al uso primitivo, las muelas de granito y demás menesteres, ocupan el centro del salón. Una curiosidad digna de ser vista en aquel palacete con no más de veinte años de antigüedad. Cerca de la casa-molino, hay un olivo milenario debajo del campanario de la iglesia, una especie de santón mitológico con fiesta anual en su honor que el pueblo celebra con júbilo en el mes de marzo.
Y entramos de hecho en la comarca campiñesa. En el actual término de Fuentelahiguera de Albatages, hay una finca particular que llaman Fuentelfresno. Fue pueblo Fuentelfresno hasta los años finales del siglo XVII. Todavía queda algo del muro de la torre entre las encinas. Lo mismo que Retuerta, en la Alcarria de Balconete junto al arroyo Peñón, Fuentelfresno desapareció por problemas propios de tipo social, en su caso por abusos de los prestamistas, que obligaron a sus habitantes a emigrar y entregarles sus casas y sus campos. En Retuerta, la causa de su desaparición fue distinta, allí se debió a las malas condiciones sanitarias de aquella umbría el motivo de su despoblamiento. En ningún caso estos pueblos fueron pasto de las hormigas termitas, ni murieron sus pobladores envenenados en una boda, como en muchos lugares de la Provincia rezan tantos casos más en el decir de las gentes. Fatalidad ésta del despoblamiento que tiene a varias comarcas de nuestra tierra heridas de gravedad, quizás ahora más que nunca. Por lo pronto habría que apuntar en la lista de los pueblos vacíos, una larga docena de ellos, con perspectivas de multiplicarse por dos o por tres en un corto espacio de tiempo.

(En la foto, iglesia de Tamajón) Continuará

martes, 3 de noviembre de 2009

UN PASEO POR LA GUADALAJARA INSÓLITA


DEBIDO A LA VARIEDAD TEMÁTICA Y A SU POSIBLE INTERÉS PARA LOS LECTORES CON DESEOS DE CONOCER A FONDO LAS PROVINCIA DE GUADALAJARA, CON USOS Y COSTUMBRES POCO FRECUENTES, TRANSCRIBIRÉ A LO LARGO DE CUATRO PÁGINAS CONSECUTIVAS EL TÉXTO ÍNTEGRO DE LA CONFERENCIA QUE CON EL TÍTULO DE "UN PASEO POR LA GUADALAJARA INSÓLITA", PRONUNCIÉ EN LA CASA DE GUADALAJARA DE MADRID EN LA TARDE DEL 15 DE FEBRERO DEL AÑO 2002, Y QUE COMIENZA AQUÍ:


La provincia de Guadalajara es antigua, como nos lo enseña la geología del terreno; como nos lo explica en dibujos hechos por hombres, con más de 150 siglos de existencia, la cueva de los Casares y algún abrigo más por tierras de la Alcarria y de Molina; como se saca en conclusión de sus fiestas populares, ahora tan en auge. La Provincia de Guadalajara ha de ser, por todo eso, tierra de curiosidades sin cuento, circunstancia que se ve favorecida por su rica variedad en cualquiera de los aspectos que se la considere.
Aun dentro de un todo común, nada o muy poco tienen de parecido por cuanto a su carácter las gentes de la Alcarria Baja con las de Molina o las de Atienza, tampoco su paisaje, y mucho menos sus fiestas, tradiciones y costumbres. Ahora bien, existe una coincidencia que acoge a todos los pueblos y a todos los habitantes de la Provincia con muy contadas excepciones. Desde Campisábalos por el norte, hasta Illana por el sur; desde El Pedregal por el este, hasta Alpedrete de la Sierra por el Oeste, la tal coincidencia no es otra que el espíritu inquieto y aventurero de los guadalajareños, gentes listas y sufridas, amantes de lo suyo, y dadas al folclore por tradición, y a la fiesta de los toros sobre todo en la comarca más meridional, es decir, en los pueblos de la Alcarria. Cristianos viejos con un sentido profundo de su deber, que poco a poco se va perdiendo al hilo de las nuevas corrientes que imperan en los tiempos modernos.
Todo lo dicho hasta ahora, a manera de introducción, nos lleva a pensar que siendo así el carácter de los guadalajareños, las anécdotas y vivencias propias de cada lugar, que de alguna manera marcan la historia particular de cada pueblo, deben ser abundantes, y curiosas, y divertidas —como divertido es en esencia el modo de comportarse de nuestros paisanos—, detalle importante a considerar en ese cóctel que he pretendido componer con la manera de reaccionar en determinadas circunstancias, dentro de la más pura diversidad, las gentes de nuestros pueblos a través de su historia.
Y ahora, vais a permitir que me tire al camino por los senderos de la memoria, e inicie, para mí como para quienes de vosotros queráis acompañarme, una excursión virtual por esa Guadalajara variopinta, pozo de viejas culturas y de rancios saberes que son los de nuestros antepasados, parte importante de nuestra rica y peculiar herencia. Lo haremos, como en los viejos coches de línea, con una docena o poco más de paradas a lo largo de todo el recorrido, que es lo que posiblemente aguante vuestra atención. Nos detendremos donde se nos antoje, donde nos encontremos con algo intrascendente pero que nos llame la atención. Lo demás, lo que nos vayamos saltando al paso, es porque pienso que lo conocemos de sobra.
Contando, claro está, con la experiencia viajera de quien os habla, que si de algo puede presumir es de conocer pueblo a pueblo, linde a linde, fuente a fuente, camino a camino, todos los rincones del medio rural en Guadalajara, (y son 434), pues a ellos he dedicado muchos miles de horas, y he escrito también algunos miles de folios como casi todos conocéis, sencillamente porque desde un principio me engancharon y os debo manifestar que bien ha valido la pena.
Imaginemos que vamos a comenzar nuestro periplo contemplando, en una mañana clara, el espectáculo de nuestras tierras, de nuestros valles y montañas de la sierra norte de la Provincia desde la cima del Alto Rey. La visión resulta impresionante: tierras grises, cielo azul, vallejuelos de verdín, jaral pegajoso en las laderas, una calina hacia el sur donde se adivinan las Tetas de Viana allá muy lejos; pueblecitos con tejados negros o de un ocre fortísimo, reses que pastan en las praderas, las esquilas de un rebaño que se oyen y no se ven, una brisa suave que eriza la piel, y a nuestra espalda —postizos y novedosos— veinte o treinta gigantes de metal terminados en hélices giratorias, por aquella Sierra de Pela en la que cabalgó el Cid Campeador camino del destierro. No son gigantes, ni molinos de viento tampoco, aunque lo parecen, son artefactos de la nueva era de esos que producen energía al soplo del viento. Otra novedad en el paisaje de Guadalajara a la que, parece ser, tenemos que acostumbrarnos.
Acerca del Alto Rey, la montaña sagrada, transcribo un párrafo antiguo que escribió hace casi dos siglos un erudito alemán en viaje por España, el Dr.Kaestner; al que a su vez informó sobre el asunto un cartero de Jadraque, magnífico conocedor de aquellas sierras. El párrafo siguiente está sacado del libro de sus correrías por nuestro país, que en cierta ocasión encontré en alguna parte. Dice así: «Lo mejor para visitar el santuario del Alto Rey, desde Guadalajara, es seguir la ruta de Atienza por Cogolludo. Es indispensable hacer a caballo un buen trecho de camino. No hay posibilidad de hospedarse en las cercanías de la ermita, guardada de noche por un gato, que de día se oculta entre los escombros de unas ruinas cercanas, donde aparece una calavera cubierta con la piel de un hombre muerto.»
Sea como fuere, el Santo Alto Rey de la Majestad queda allí a título de enseña compartiendo esbeltez y leyendas con el Ocejón, nuestra cota más alta. No es mal momento para acercarse hasta el Alto Rey en la mañana del primer sábado de septiembre, romería comarcal hasta la ermita y las praderillas de la montaña. Hay puestecillos de cosas, procesión con las cruces de las parroquias vecinas, y pregón. Sí, pregón de romería que un año me correspondió dar, a viva voz, desde lo alto de unas peñas con la sierra entera por auditorio.

(Continuará)