sábado, 21 de noviembre de 2009

UNAS HORAS EN GALVE DE SORBE


Estas fechas, mediado el otoño, nos llevan a veces por caminos de añoranza, un fenómeno bastante común del que rara vez conseguimos vernos libres. Llegó la calma a la vida de las personas y el ajetreo propio de las vacaciones se vislumbra a nuestras espaldas bastante lejano. La monotonía del quehacer diario, las largas noches a las que el tiempo nos lleva, sosiego al fin, invitan a remover la mente y a dedicar más tiempo del que de ordinario es habitual a pensar en uno mismo, a perderse en el infinito paraíso de los recuerdos, más florido a medida que uno se aleja hacia los años de juventud.
En el caso de quien esto escribe, uno de esos apacibles rincones en los que echar pie a tierra está precisamente aquí, en este inolvidable lugar de la sierra de Atienza, donde creo haber vivido uno de los años más intensos de mi existencia: el curso escolar 1962-63, donde el destino me llevo a ejercer como maestro en su escuela de niños.
No va a ser fácil mantenerme en la línea objetiva de mis escritos de cada semana sin que los duendecillos del afecto, que suelen habitar en las más ocultas celdillas del corazón se entremezclen, haciéndolas suyas, las ideas que uno quiera expresar en ocasiones como ésta, en lugares como el que ahora estoy donde nada me es extraño, donde en cada esquina, en cada calle o en cada rincón, acude a la memoria la anécdota, la imagen, la situación, de esas que por miles solemos guardar entre los pliegues de la memoria.
Es una limpia mañana de sol en estos parajes de la Transierra. En las praderas pastan uno o dos centenares de vacas rubias, junto a sus ternerillos que las siguen de un lado para otro. No tienen mucha hierba donde pastar después de un verano seco en extremo. Sobre la muela, el castillo de los Estúñiga, vigía por años y siglos del pueblo, de los campos y de las tierras del pinar. Desde el alto del castillo, Galve se muestra a los ojos del espectador como un pueblo limpio, de tejados ocres y rojizos, de casas nuevas, con sus praderas cercadas y sus ermitas alrededor, reclamo ideal para soñadores y para pintores impresionistas.

Galve de Sorbe ha cambiado de aspecto durante el último medio siglo. Ha crecido en sus contornos con nuevos edificios y con nuevas comodidades. La picota (que en Galve son dos); la Plaza Mayor, con el edificio rejuvenecido de las antiguas escuelas, ahora en función de ayuntamiento; la iglesia de la Asunción, con su espadaña altiva, su nido de cigüeñas, y un retablo mayor de recargado barroco, que siempre admiré y en ello sigo; media docena de casonas sólidas, modelo de la arquitectura popular de la comarca a la que pertenecen, con no menos de dos siglos de antigüedad sobre sus dinteles labrados, conservan encendida aún la llama de lo auténtico, lo que diferencia a un pueblo de otro pueblo, y en el caso de Galve anda muy alta la cota a la que hay que llegar para igualarlo. No olvidemos que fue cabecera de señorío, al que pertenecieron doce lugares de esta sierra, hasta su disolución allá por las primeras décadas del siglo XIX. En la actualidad cuenta el pueblo con media docena quizá de establecimientos públicos: Centro Médico comarcal, bares y restaurantes, algún pequeño supermercado, y un hostal en el cruce de carreteras del que el pueblo se siente orgulloso.
- Lo que ocurre es que desde hace ya bastantes años esto se ha ido quedando sin gente. El pueblo ha mejorado mucho en viviendas, eso sí; las hay muy buenas y muy bien acondicionadas; pero la verdad es que cuando pasa el verano, esto se queda solo.
Me lo contaba Mariano Márquez Herrero, uno de los muchos galvitos que hace cuarenta o más años decidieron abandonar su tierra y emigrar en busca de horizontes más prometedores. Mariano tiene su casa en el pueblo y es de los asiduos a ocuparla durante el mayor tiempo posible. Mariano, hombre abierto y cordial donde los haya, lector habitual de nuestro periódico, tiene además en su casa de Galve un estudio de pintor donde pasa muchos de los ratos libres de los que dispone después de su jubilación. La casa de Mariano es un auténtico museo de obras propias.
- Claro; esto me entretiene mucho. Ahora lo tengo un poco abandonado por cosa de la vista.
- ¿Cómo le dio por dedicarse a pintar?
- Pues fue porque cuando me jubilé en la peluquería de señoras, tenía que llenar el tiempo con algo que me gustase; así que, me apunté a uno de esos talleres de pintura que hay en Madrid, y ya llevo hechos más de cincuenta cuadros.
Mariano no tiene preferencias por un tema concreto, lo pinta todo: una Maja de Goya, una plaza de Jadraque, un paisaje nevado del Pirineo, una estampa religiosa del Buen Pastor...
La Plaza Mayor, con el típico rollo gótico de villazgo en su mitad, con la fuente redonda manando sin cesar por sus dos caños laterales, y el edificio soportalado de las antiguas escuelas y ayuntamiento, es la imagen por excelencia, la más representativa de esta interesante villa serrana.

La sólida casa frontal de la plaza, reconstruida después y que ahora es Farmacia, fue en otro tiempo la vivienda de don Mariano Maín, el veterinario y alcalde por aquellos años. En la casa de don Mariano solíamos pasar algunas de las trasnochadas de aquel largo invierno del 62-63, reunidos en tertulia o viendo la televisión. El nutrido grupo de asistentes a la casa de don Mariano estaba formado por las fuerzas vivas del lugar en su conjunto: el boticario, don Salus; el médico, don Segundo; el cura, don Silvano; la maestra, doña Emili, y un servidor, con algún consorte más o familiar de cualquiera de los asistentes. Eran tertulias muy animadas, donde se hablaba de todo, a las que no convenía faltar so pena de convertirse en víctima propiciatoria. Cerrábamos la televisión un par de noches por semana, volviendo a casa después por carriles abiertos entre la nieve o pisando las placas de hielo que duraban meses. Eran costumbres y situaciones trasnochadas que casi cincuenta años después cuesta trabajo creer. Tenían su encanto, qué duda cabe, y a ellas era preciso ajustarse como parte del guión, y someterse en nombre de su majestad la buena convivencia.
Tardes interminables aquellas de los inviernos serranos, que me enseñaron a apreciar la belleza de tantos libros escritos por algunos de los grandes maestros de nuestra Literatura, olvidados en cualquier rincón del viejo armario de la escuela: “Los pueblos” de Azorín; las “Cartas desde mi celda” de Bécquer; “Peñas arriba” de Pereda; “La de Bringas” de Galdós; el “Platero y yo” de Juan Ramón; y “El Camino” de Delibes, como el autor de moda, que alguien me prestó, no sólo me sirvieron de grata compañia durante tantas horas muertas, a la luz débil de una bombilla, pegado a la estufa de leña que todavía guardaba el calor de la tarde, sino que me abrieron un ancho horizonte que en lo sucesivo, y así hasta hoy, ha sido parte fundamental de mi querer y de mi hacer: la literatura, cuyas primeras mieles probé tras esas ventanas del ayuntamiento, en la plaza de la villa, por encima de los arcos, que ahora miro con nostalgia y con cariño.
Quedan muy pocas de las personas con las que conviví durante mi estancia en Galve. Los mayores han ido desapareciendo. Las personas, como producto perecedero que somos mal que nos pese, tenemos fecha de caducidad como habitantes del planeta. Los jóvenes, por otra ley que no es sino el desarrollo natural de la persona, cambian de aspecto con el correr de los años, o se van y echan raíz en lugares distintos. Es el caso que por las calles de Galve -tantos años por medio- uno se encuentra como un extraño, viendo caras desconocidas que intenta, inútilmente, relacionar por el aspecto con los que pudieran ser sus antepasados.
Apenas quedan dos, cuatro familias, que pasado el tiempo siguen viviendo en el mismo lugar en donde vivieron antes. Epifanio Hernández, el Pinfa, es uno de ellos, con una carga de años más sobre sus espaldas, pero que ahí está, manteniendo su personalidad con aquel ímpetu y aquella viveza de cuando lo conocí, familia amiga de la que hoy sólo quedan en el pueblo, felizmente, él y su esposa, la señora Herminia, con los que me ha resultado un grato placer conversar en el portal de su casa hablando, ¡vaya por Dios!, también de recuerdos.
- Sí, don Pepe, sí; la vida se nos ha ido sin darnos cuenta. Y la cosa no tiene solución. ¡Qué tiempos aquellos!
A la salida de Galve de nuevo las praderas, un centenar o dos de vacas rubias pastando las hierbas secas del Rejal, junto al arroyo. El castillo sobre la muela contando las horas, los años y los siglos que han ido pesando sobre sus piedras, fugaces tal vez como el viento que las azota, desde que el Infante don Juan Manuel asentó allí sus reales y levantó la primera fortaleza, hoy un tanto en desamparo.

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