martes, 23 de julio de 2013

PASTRANA: un paseo por la España del Renacimiento


            Señora y bien señora lo es de todas las Alcarrias. Pastrana. La Villa de los Duques. La que se introdujo en las páginas de la Historia impulsada por dos nombres de mujer: Ana y Teresa. A Pastrana hay que vivirla, e imaginarla caminando por aquella encrucijada de calles angostas y cuestudas en cualquiera de sus barrios. Eran aquellos tiempos, antiguos como ella, en los que se vieron envueltos dentro del complicado juego del vivir de cada día, hombres y mujeres de las más distintas condiciones y procedencias, gentes de diferentes credos, de razas dispares, comprometidos, en cambio, en un a tarea común: la de embellecer la villa al amparo y a costa de sus señores duques.
            Ana y Teresa. Ana de Mendoza, la Éboli, un carácter de bronce irresistible; una mujer que había nacido para sembrar la discordia por donde pisaran sus pies, y, sobre todo, había nacido para sufrir, para ser víctima de las circunstancias, de sus propias circunstancias, desde que fue niña… Y Teresa de Jesús, Teresa la Grande, demasiada Teresa para haber nacido mujer y para ser santa, maestra de espiritualidad donde las haya, doctora insigne de la Iglesia, renovadora eficiente de la Orden del Carmelo, “fémina inquieta y andariega”, y mujer de Dios sobre todas las cosas.
            La sombra de estas dos damas, a las que la casualidad quiso poner frente a frente, precisamente aquí, se mece de día y de noche sobre Pastrana como latido de su viejo corazón de Señora de la Alcarria.

Algo de Historia
            Hay que descubrirse, amigo lector, o cuando menos dedicar un gesto de reconocimiento antes de entrar en Pastrana. A la Villa Ducal conviene acercarse con el corazón repleto de buenos propósitos y con el alma limpia de toda perversa inclinación. Pastrana es una pequeña ciudad que tiene la virtud de enamorar a quienes a ella se acercan con el ánimo libre de prejuicios. Los romanos la llamaron Palaterna allá por tiempos del Imperio, y Paterniana después. Durante los cuatro o cinco primeros siglos de nuestra era, Pastrana debió de ser una ciudad distinguida, de la que quiere la tradición que fuese San Avero su primer obispo hacia los años medios del siglo quinto.

            Un largo silencio en el correr del tiempo nos pone en 1174, año en el que el rey Alfonso VIII de Castilla dona a la Orden de Calatrava el castillo de Zorita, y con él todas sus tierras, sus villas y sus caseríos anejos, entre los que se contaba Pastrana. Algunos siglos mas tarde el emperador Carlos I la vendió a doña Ana de la Cerda, viuda a la sazón de don Diego de Mendoza, conde de Melito, con lo que comenzaría a resplandecer para tiempos venideros por aquellas vegas de la Alcarria una nueva estrella de la constelación Mendocina. En el año 1569, una nieta de su compradora, doña Ana de Mendoza y de la Cerda, “Princesa de Éboli”, y su esposo Ruy Gómez de Silva, consiguieron del rey Felipe II el título de Duques de Pastrana, lo que les dio la oportunidad de emprender de inmediato la urbanización y el embellecimiento de la villa sin reparar en gastos, para lo que les fue necesario buscar donde los hubiere a los más diestros peritos en el arte de la ornamentación y del tejido, mozárabes muchos de ellos, que se fueron estableciendo en el barrio morisco del Albaicín.
            La costosa puesta en pie del palacio de los duques es una muestra palpable del gusto exquisito y del potente poder económico de sus primeros duques, y muy en especial de doña Ana de Mendoza, la Princesa, mujer de complicado carácter, a la que el tiempo se encargó de acrecentar sus ya abultados defectos y de juzgar con injustificada parcialidad.
            El arzobispo Fray Pedro González de Mendoza, hijo de los Príncipes de Éboli, emprendió allá por los albores del siglo XVII la ampliación de su iglesia, la actual Colegiata, con el doble fin de convertirla en un templo dedicado al culto, digno de la renacida villa, y en panteón familiar para él y para sus padres, a los que amó y admiró con reverencia.

Los tres barrios de Pastrana
            Por cualquiera de las calles de Pastrana se respiran al pasar los viejos aires de la España del Renacimiento. “Pastrana recuerda, de una manera imprecisa, a Toledo, y algunas veces, a Santiago de Compostela”, dejó escrito como primera impresión de la villa C.J.Cela, el día que descubrió Pastrana.
            Son tres, contados y diferentes, los barrios que aquí recuerdan al visitante la vida española en la Castilla del siglo XVI, tal como fue o como nosotros la imaginamos: Albaicín, Palacio, y el viejo barrio cristiano de San Francisco, que muestra como culmen la voluminosa fábrica de la Colegiata.
            En el barrio de Palacio queda abierta, mirando a todos los soles de la Alcarria, la Plaza de la Hora, con sólo tres caras y una sólida barbacana que da vista hacia la vega del Arlés. El nombre de esta señorial plaza, le viene dado por haber sido una hora cada día el tiempo que a la desdichada Princesa de Éboli se le permitía contemplar el mundo desde la famosa reja que todavía existe; y así durante largos años de prisión en su propio palacio, que hubo de cumplir por expreso mandato del rey Felipe II hasta el día de su muerte. De la Plaza de la Hora, sale bajo arco de piedra la Calle Mayor que llega hasta la plazuela de la Colegiata.
            El Albaicín, como antes se ha dicho y es fácil adivinar por su nombre, es el barrio morisco, el barrio en el que residieron los granadinos acarreados por los primeros duques para instalar en la villa la industria de la seda. Fue el barrio de los tejedores y de los artesanos, cuyo producto, hasta bien entrado el siglo XVIII, gozó de justa estima en los mercados de toda la península y de ultramar. No faltan quienes aseguran que “Las Hilanderas” de Velázquez representan un telar del viejo barrio morisco de Pastrana.
            El Albaicín se encuentra al noreste de villa, separado del resto de la población por la carretera que baja hacia la vega. Al volver de una curva, con su galana estampa de piedra sillar orientada al saliente, se encuentra la recia mansión, dos veces centenaria, de Moratín. El autor de la “Comedia nueva” pasó largas temporadas en Pastrana. Su abuela paterna, doña Inés González Cordón, dama bellísima, hija de modestos labradores, era natural de Pastrana. Se dice que don Leandro Fernández de Moratín escribió en su casa de la Alcarria “La Mojigata” y una buena parte de “El sí de las niñas”.

            En el barrio de San Francisco destaca como edificio principal la iglesia Colegiata. Es el barrio con más sabor a siglos que tiene la villa. Muy cerca de la plazuela de la Iglesia y del Ayuntamiento está la plaza de los Cuatro Caños, nombre que le presta su fuente en forma de copa estriada de la que penden cuatro chorros sobre un pilón octogonal de piedra labrada. Hasta hace muy poco se creyó que la fuente de los Cuatro Caños era obra del siglo dieciocho, pero en la reciente restauración se ha descubierto, y así queda a la vista de todos inscrita sobre la piedra del pilón, la de 1588 como año de su construcción, lo cual viene a despejar al respecto todas las dudas. Cuenta la tradición que en una de las más antiguas viviendas -ahora restaurada- de esta típica plaza, habitó durante algún tiempo la reina doña Berenguela de Castilla, madre del rey Fernando III el Santo.
            Y a partir de aquí callejones perdidos en cuesta, aleros envejecidos que casi se tocan unos con otros, dejando entre su oscuro maderaje un simple firlacho de luz por el se cuela a intervalos el cielo azul de la Alcarria, sin permitir siquiera que el sol llegue a besar las piedras del pavimento. Esquinas con la señal acaso de candilejas que alumbraron, en las noches de lejanas centurias, alguna cruz de palo o el nicho sombrío donde los antiguos colocaron a devoción, como protector de sus vidas y de sus hogares, la imagen de algún bienaventurado. En la Calle de la Palma luce su portada de dovelas la Casa de la Inquisición, con escudo incluido; y en la del Heruelo la Casa de los Canónigos, y a cuatro pasos de allí la del Dean, mientras que el Callejón del Toro llega en vertiente hasta la Plaza de la Hora.
            Por todas partes, aunque la villa poco a poco va cambiando de aspecto, la presencia viva de pasados siglos, hecha recuerdo en casonas anónimas y en conventos donde el tiempo parece haberse detenido para siempre.

Los monumentos

            Es ahí, en sus monumentos, donde se manifiesta de manera más real el poso de las glorias pasadas. El Palacio Ducal, ahora restaurado y para tantos desconocido; la Iglesia Colegiata, con su famosa colección de tapices flamencos de Alfonso V de Portugal -la más importante del mundo en estilo y época-, y la cripta enterramiento de varios de sus duques; el Convento Franciscano, antes de Carmelitas, fundado por Santa Teresa, dedicado hoy a menesteres bien distintos, quedan ahí para hablar de ellos en otra previsible ocasión. En ésta es el alma silente de Pastrana, sus calles y sus rincones más característicos, los que nos han entretenido el tiempo y el espacio del que disponemos.           

 

sábado, 6 de julio de 2013

VIAJE A LAS RUINAS DE TERMANCIA

      
      Nuestra tierra parece estar sembrada de hitos a todo su largo y ancho donde la Historia parece volver a vivir. Con sólo moverse en cualquier dirección, el caminante se encuentra a cada paso con huellas del pasado, como corresponde a una tierra habitada por el hombre desde la más remota antigüedad. La piedra, a falta de otro tipo de documentos, es al cabo de los siglos el libro abierto de nuestro propio pasado.
            Las tierras de Castilla guardan gran parte de su historia remota escondida bajo una capa de tierra, cuando no pinta­da en los muros de cualquier refugio o en las paredes de una cueva; hilos de los que conviene tirar con cuidado para dar forma al puzle de nuestro origen, al de esta Castilla de nuestros pecados que durante siglos fue el principal órgano vital -por no decir el corazón- de toda la Historia de España.
            Los días de verano tienen, entre otras más, la virtud de dar tiempo para todo. Era casi la media tarde cuando desde la villa de Atienza, pasando por Miedes hasta dejar atrás del mapa de la Provincia, salimos hacia las ruinas de la vieja Termancia. En un espacio de terreno insignificante se da por aquellas latitudes la conjunción de tres provincias castella­nas de profunda raíz: Segovia, Guadalajara y Soria. La ciudad romana de Termancia queda en tierras de Soria, ocupando el altiplano y las laderas suaves de un campo variadísimo donde juega papeles de especial protagonismo la piedra arenisca de color rojizo. De hecho, en la parte romana de la antigua Termes, la piedra de arena lo fue casi todo, como todavía puede verse.
            Retortillo es un pueblo interesantísimo que nos sale al paso apenas entrar en la provincia de Soria. El soplo de su pasada grandeza se deja adivinar en los fragmentos de muralla, en los arcos que dicen de San Pedro y de Sollera, en sus viviendas blasonadas que concurren en la Plaza Mayor que en otro tiempo fue mercado. Sorprende al viajar la estampa anti­gua, el soplo de castellanía que al cabo de los siglos sacude sobre las aristas de la piedra labrada en estos pueblos que, bajo el impío sol de las cinco, nos recuerda las andanzas de Rodrigo el de Vivar, primero de los personajes célebres que por aquí pasaron.
            Tarancueña y Montejo de Tiermes son otros de los pueblos que asientan por allí, entre parameras sorianas ocupando los altos, y tierras frías de labor en los vallejuelos y veguillas que los modernos agricultores cultivan convenientemente. Uno camina con la impresión de haber puesto los pies en la Casti­lla pura -no sé si dura también- de la que nos hablan las viejas crónicas, que tanto dio y que tan poco recibió a cam­bio.
            La ciudad de Termes, Tiermes o Termancia, queda poco más adelante. Nos la anuncian una serie de edificios nuevos que hay en sus inmediaciones, como infraestructura de lo que todo aquello algún día pudiera ser: hoteles, restaurantes, casas rurales..., pensando en el turismo que algún día llegará cuando lo que falta en Termancia por descubrir sea un hecho al cabo de los años. En cualquier caso, se ve que están prepara­dos para lo que pueda venir, no así como en nuestras excava­ciones regionales, que las hay abundantes y varias de ellas de mayor importancia (Segóbriga, Valeria, Ercávica, Recópolis), donde, por el momento, no hay turistas en exceso que  vengan a visitarlas, aunque lentamente, muy lentamente, cada día son más.
            Merece la pena una vista a las ruinas de una de las ciudades más antiguas de las que se tiene noticia. Su historia sigue paralela de algún modo al pasado de Numancia, aque­lla más conocida en la historia por el comportamiento heroico o suicida de sus habitantes, los arévacos, que anduvieron por allá y por acá creando serios problemas a los conquistadores romanos, que los consiguieron dominar al fin, pero dejándose a una buena parte de sus soldados y generales en el empeño. Tiermes no fue sometida por los romanos hasta el año 98 antes de Cristo, tiempo en el que el cónsul Tito Didio, obligó a bajar a sus pobladores desde la ciudad al llano. Los restos arqueológicos más antiguos, hasta el momen­to, hallados en su campo pertenecen a la época celtíbera, siglo VI antes de Cristo, si bien se da por supuesto que el origen de Termancia como lugar habitado es mucho más antiguo.

            Períodos celtíbero, romano y medieval, se distinguen perfectamente al otear por aquellos campos. Los hallazgos más antiguos consisten en enterramientos, en tumbas con restos de ajuar funerario rodeado a veces de piedras haciendo círculo.
            De la época romana es mucho lo que ya se puede ver. La condición especial de la piedra arenisca, como ya se ha dicho, permitió a los invasores construir a su gusto una ciudad con todo lujo de comodidades. Los canales por los que discurría desde los aljibes el agua hasta los baños aparecen, digamos, tal cual como el primer día: acueducto, castellum aquae, foro imperial y muralla, han salido a la superficie después de las todavía recientes excavaciones, como servicios de carácter público; como restos de edificio privado han salido a la luz los restos de la que llaman Casa del Acueducto, primera man­sión de Tiermes cuyas ruinas han sido sacadas a la superficie en toda su extensión, hasta 1.800 metros cuadrados de superfi­cie.
            Desaparecida la ocupación romana (ateniéndose siempre a lo que allí se ve), uno saca en conclusión que los herederos de aquellos arévacos expulsados por razón de la fuer­za, volvieron a ocupar el alto y a edificar según las nuevas mane­ras. Es la época medieval de la ciudad de Tiermes. Como botón de muestra más importante, allí está la iglesia románi­ca, restaurada, pero en pleno uso, con la que uno se encuentra apenas llegar. Se venera en su interior la imagen de la Virgen de Tiermes, con fiesta mayor y romería el tercer domingo del mes de mayo, a la que acuden por tradición gentes de las tres provincias: de tierras de Ayllón, de la sierra de Atienza, y de la propia comarca soriana más o menos próxima. A destacar, las seis arcadas del atrio, donde se luce un estupendo juego de capiteles, por lo general bien conserva­dos, con motivos en relieve la mar de diversos: vegetales, entrelazados, escenas bíblicas, justas, o cacería de jabalí con perros, que nos recuerdan el friso de la iglesia de Campi­sábalos, coetánea y relativamente próxima.
            Sirva como conclusión, el siguiente detalle humano, muy al margen de lo dicho hasta ahora. Un hombre de Retortillo, uno de esos ancianos que pasan las horas muertas sentados a la sombra de una pared junto a las eras en las tardes de verano, fue por un instante mi interlocutor:
            - ¿Es usted de tierra de Guadalajara? – me pregunta.
            - Sí señor; de por allí vengo –le respondo.
            - Antiguamente venía a cazar por estos pueblos el conde de Romanones. Sería yo un chavalote entonces.
            - ¿Lo llegó usted a conocer?
            - No, yo creo que no lo conocí. La cosa es que el cura que había en uno de estos pueblos cazaba mucho más que él. Aquello ponía enfermo a Romanones. Como quería quitárselo de encima, influyó para que nombraran al cura canónigo de Sigüen­za y se fuera del pueblo.
            - Y Seguro que lo consiguió.
            - Sí; pero los demás canónigos no lo quisieron admitir, y se volvió otra vez de cura al pueblo. Cuando vino Romanones y lo encon­tró en el mismo sitio, dijo: ¡Ah, sí!, ¿conque no lo quie­ren de canónigo? Pues lo nombraremos obispo.
            - ¿Y lo hicieron obispo?
            - Eso es lo que se dijo por aquí.
            Anécdotas aparte, con este trabajo queda hecha la invita­ción a nuestros lectores para que, aprovechando la bonanza del verano, se acerquen a contemplar in situ aquel poso castellano de nuestra historia más remota.