lunes, 29 de noviembre de 2010

LA OBRA MONUMENTAL DEL Dr. LAYNA


Días atrás he podido ver cumplida una vieja aspiración. La vida está llena de deseos muchas veces imposibles de verlos llegar a colmo. Fue que como resultado de infinitos juegos malabares por parte del editor, cálculos, trámites y preocupaciones para ver coronado con éxito su proyecto, ha sido posible colocar en mi biblioteca, junto a los otros nueve tomos que integran la colección, el último volumen de las Obras Completas del Dr. Layna Serrano, comenzadas a publicar por Aache —sueño utópico conocida la densidad y lo holgado de su contenido— en el año 1993, coincidiendo con el primer centenario del nacimiento en Luzón de tan ilustre, entusiasta, y prolífico autor.
El Dr. Herrera Casado, como promotor de la obra, y el Ayuntamiento de Guadalajara, como colaborador en la financiación de tan interesante proyecto, sacaron a la luz los cuatro primeros tomos que completan el más voluminoso de los títulos: “Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI”, de lo que me honro haber tenido algo que ver, como responsable en aquel momento de la cultura a nivel municipal y prologuista del segundo tomo.
Se trata de una obra grandiosa. Varios miles de páginas, abundancia de ilustraciones, gráficos y fotografías, aparecen en el contenido total de los diez volúmenes que componen la obra. Un trabajo ímprobo y magníficamente documentado al que el autor dedicó una buena parte de su vida, y en el que se recoge con meticuloso rigor lo más notorio y trascendente que ha ocurrido en nuestro suelo a lo largo de toda su historia, no sólo por cuanto a la capital se refiere —ya de por sí enrevesado y difícil, por la cantidad de familias nobles que vivieron en ella, de linajes plagados de nombres y de ramificaciones que extendieron su influencia hasta más allá de los océanos— sino de toda la provincia en su conjunto: Sigüenza, Atienza, Cifuentes, fortalezas y castillos, monasterios e iglesias… Lo más notable, en fin, de una tierra cuya presencia, tanto en la historia como en la cultura española, se ha dejado sentir en los más importantes acontecimientos a lo largo de todos los siglos.
Las Obras Completas de D. Francisco Layna Serrano, si bien ya lo eran de manera restringida, pueden ser a partir de ahora, una vez concluida su publicación, un pozo inagotable de conocimientos al alcance de todos, la piedra clave sobre la que podrán aprender y contrastar sus saberes todos los historiadores, eruditos, investigadores, cronistas y ratones de biblioteca, interesados por la historia de Guadalajara, tanto en el presente como en los siglos venideros.

domingo, 21 de noviembre de 2010

NUESTROS RÍOS: EL ARLÉS


Habría que verlo antes sobre el terreno y luego decidirse acerca de cuál de los tres o cuatro arroyuelos de la Alcarria, que aparecen por los términos municipales de Alocén, de El Olivar y de Berninches, es en realidad el nacimiento del Arlés, uno de los históricos entre los pequeños ríos que corren por aquellos campos, y que a decir verdad, visto sobre el papel son varios los canalillos que, unas veces con agua y otras sin ella, concurren por los bajos de Berninches formando un estrecho valle, en una sola corriente, escasa en contenido y de muy poca entidad, pero que va regando a su paso importantes parcelillas de hortaliza y de frutal a lo largo de los diferentes términos municipales por los que atraviesa hasta su desembocadura en el Tajo más allá de Pastrana. Muchos recuerdan todavía los tramos de carrizal y de maleza en el río Arlés por la gran cantidad de cangrejos que se criaban en su fondo, aunque eso, para los amantes de la delicia que siempre supone un buen bocado, dádiva generosa de la madre Naturaleza para sus hijos del medio rural, pertenece a tiempos ya idos.
Berninches es el primero de los pueblos alcarreños que tiene a su paso el río cuando apenas ha recibido ese nombre. Importante vega la de Berninches que baja hasta la ermita, ahora junto al nuevo desvío de carretera que lleva a Sacedón. Berninches es un pueblo situado en pendiente, pero con una extraordinaria personalidad bajo las peñas y las carrascas del Alto de la Mata, quedándole a los pies la feraz veguilla que durante años, y siglos también, surtió de abundantes verduras y de fruta excelente las despensas de los honrados campesinos del pueblo, que por siempre vivieron un poco al margen de las principales vías de comunicación. Las párvulas corrientes del arroyo, pero por paradoja viejas como el mundo, fueron testigo de una de las mayores tragedias ocurridas, no sólo en Berninches, sino también en toda la Alcarria, cuando hacia el año 1600 murieron hasta quinientos vecinos en menos de tres meses a consecuencia de una epidemia horrible, lo que obligó a cerrar más de cuatrocientas casas del pueblo y a convertir en campo baldío muchas hectáreas de las que hasta entonces habían sido tierras de labor.
Vega abajo, dejando muy cerca la ermita patronal de la Virgen del Collado, con su augusta pradera y su antigüedad de casi ocho siglos, ahora a la vista de todos después del nuevo trazado de la carretera, las suaves corrientes nos acercan hasta otra villa memorable de la Alcarria: Alhóndiga, célebre por sus huertas al pie del pueblo, por sus viejas y muy singulares tradiciones y por el apacible santuario de la Virgen del Saz que tiene no muy lejos, siguiendo a la vera del arroyo por la carretera que baja hasta Valdeconcha. Tanto ésta de Alhóndiga, como la de Berninches que acabamos de dejar, son villas heridas en su estampa de muchos años tras la desaparición de los frondosos olmos que adornaron sus plazas, y a los que la gente mayor sigue añorando como parte de sus vidas porque en realidad así lo fueron. El Arlés, no obstante, pasa discretamente, riega las menudas parcelillas de huerta que hay junto al pueblo, y se desliza en silencio en busca de nuevos ambientes, de nuevos paisajes dentro de su propio ecosistema, hasta Valdeconcha.
El pueblo de Valdeconcha, escaso en número de habitantes y con buena vega, queda a mano izquierda del paso del arroyo siguiendo la dirección de las aguas. La vega del Arlés continúa en dirección poniente en cuatro o cinco kilómetros más hasta casi su desembocadura. A un lado y a otro terrezuelas de labor sembradas de cereal y de girasoles, y en las vertientes suaves algunos cuartelillos de olivar, algunos de ellos abandonados tal vez por falta de mano de obra que los resucite. Valdeconcha, antiguo y personal como pocos, es de los pueblos que durante las últimas tres o cuatro décadas ha sentido restallar con fuerza en sus carnes el latigazo fatal del despoblamiento. Parajes en atalaya a uno y otro lado de la vega, contemplan desde la altura el correr caprichoso de los tiempos y sus consecuencias en el vivir diario de los hombres: Cerro del Calvario, del Hijar, de la Pinaílla, aparte de algunos otros cuyo nombre desconozco, son testigos de horas y de muertes desde que el mundo existe, de horas sublimes de un pasado lejano, de aquel otoño de 1495, por saltar sobre el tiempo más de cinco siglos, cuando el rey Fernando el Católico tuvo a bien declararlo villa, y así hasta nuestras horas de hoy con el censo en mínimos y el pueblo, en cambio, saludable y rejuvenecido como jamás lo estuvo, naturalmente que por empeño de quienes viven fuera, que guardan allí para las ocasiones su rincón de descanso. Valdeconcha, calle del Barranco, plaza de la Constitución o plaza de la Fuente, se dejó perder el aliento vitalizador de la gente joven, su olmo pomposo de la plaza vieja, y aquellas sustanciosas redadas de cangrejos autóctonos que el riato solía ofrecer cada verano a los legales pescadores de la comarca y a las almas de buena voluntad y perversas inclinaciones que preferían la oscuridad de la noche para llenar la alforja con cesta de mimbres y con linterna de petaca. Que Dios los haya perdonado y devuelva tan exquisita fauna a los fangales y a las junqueras del río. Nada hay que buscar de todo aquello, tan sólo el río y los cuatro cerrucos de la Alcarria encajando el valle, y atrás, sobre el otero, la torre de su iglesia que gusto recordarla con la crucecita de hierro y el gallo de la veleta girando a caprichos del viento.
El campo de Pastrana, y aquella terna de valles que se divisan en distintas direcciones desde el Convento Franciscano (Carmelita por fundación), a los que cantó San Juan de la Cruz en versos memorables. El campo de Pastrana hacia las puestas del sol, es el que eligió el Arlés como final luego de treinta o de cuarenta kilómetros de recorrido. Final de príncipe es el que tiene el río en el campo de Pastrana, muerte a la par que la de la bella Princesa Tuerta que por allí reposa, y con cuya memoria tan mal nos hemos portado los españoles, incluidos una buena parte de sus paisanos.
Huertos, oscuras sombras de laurel, granados en flor, exquisitas verduras de la vega que baja, campesinos que son doctores en el arte de la buena hortelanía y que poco a poco nos van dejando huérfanos…Pastrana. Qué más decir de la Señora de la Alcarria que ya no se haya dicho. Si quieres conocer, amigo lector, una villa con carácter, vete a Pastrana. La villa de los famosos duques, como Castilla entera, no ofrecen la oportunidad de los términos medios en la feria de los afectos, o se la odia o se la quiere con pasión de enamorado. Yo, como casi todos los que hemos andado por allí y entrado en su misterio, preferimos la segunda opción.
Historia y trabajo a pie de ribera, antigüedad y encanto en esta villa que se solaza en la ladera con la mole de la colegiata como señal y el palacio de sus duques por testimonio. En esta villa que se adormece sin considerar que media legua más abajo el Arlés, el humilde arroyuelo de la Alcarria que hoy nos entretiene, muere cada día y cada noche entregando al Padre Tajo todo lo que es, a la sombra de los álamos y de los sargatillos por aquellos sotos en los que el Amado “pasó mil gracias derramando, y yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó su hermosura” según dijo el poeta. Humilde cuna y nobilísimo panteón para un río que es sobre todo nuestro, sólo nuestro.

(En la fotografía, valle del Arlés en Pastrana. Al fondo el Convento Carmelita)

lunes, 15 de noviembre de 2010

FUENTES: LA ALCARRIA A LOS CUATRO VIENTOS



Una visita a la villa de Fuentes de la Alcarria, colgada sobre una lengua de terreno junto a la carretera que baja desde Torija a Brihuega, a la que abraza, a manera de inmensa herradura, el barranco donde nace el río Ungría

Recuerdo cómo el día que anduvo por allí don Camilo en su segundo viaje (el 6 de junio de 1985), en la Alcarria hacía un sol de justicia. Hoy también hace sol, pero de menos justicia. Uno siente necesidad de abrigarse para evitar catarros a consecuencia del vientecillo que sube del valle del Ungría. Fuentes de la Alcarria es un pueblo hermoso, un pueblo la mar de original, un pueblo con una sola puerta de entrada y de salida que recibe al mundo bajo un arco de piedra, como en la Roma Imperial se recibía a los Césares y a sus ejércitos al volver victoriosos del campo de batalla.
A Fuentes de la Alcarria se llega por un ramal de carretera estrecha que sale, viajando hacia Brihuega, como a unos quinientos metros antes de encontrarse con el copudo cedro y el ruinoso palacio de Don Luis, uno más de los símbolos de la Alcarria. La entrada a Fuentes está precedida por un jardinillo romántico, a manera de parque infantil, donde en el verano de 1996 se instaló un artístico monumento de mármol blanco en homenaje a la mujer alcarreña. Nada más justo y más acertado como motivo y como lugar. Al sitio se le llama Parque de la Voluntad, y fue inaugurado el 28 de agosto de 1991, coincidiendo, por lo que se puede advertir según la fecha, con la fiesta de San Agustín, patrón del pueblo. A un lado y a otro las profundas barranqueras por donde nace el río Ungría: regato, arroyo, y río después, a medida que va tomando agua de otros manantiales antes de unirse al Matayeguas y desembocar en el Tajuña. Las profundas barranqueras abrazan al pueblo dibujando una especie de herradura, y que al final escapa por la anchurosa vega hacia el poniente, vitalizando las tierras de Valdesaz y de Caspueñas, una de las subcomarcas más interesantes de toda la Alcarria.

Se entra al pueblo hemos dicho bajo un arco de piedra al que precede en mitad de una plazuela la histórica picota. El arco es una puerta abierta en la antigua muralla, y la picota el símbolo de villazgo, lo más importante que hoy queda a la vista de sus pasadas glorias. Fuentes, con su medio centenar de almas, más bien escaso, colgado sobre una loma alcarreña a los cuatro vientos, tuvo una importancia en el pasado que nadie sospecharía hoy a la vista de su soledad y de su silencio. Poseyó murallas, tuvo castillo, y tuvo un señor, don García Barrionuevo de Peralta, que durante la segunda mitad del siglo XVI lo enalteció y enriqueció, como bien merecía la que habría de ser en su tiempo y en el tiempo de sus sucesores, cabecera de un importante señorío que vendría a durar algo más de cien años.
Fuentes de la Alcarria, contando con el espacio tan reducido de terreno que tiene a lo ancho para desenvolverse, es un pueblo de calles estrechas. La Calle Mayor lo recorre por mitad a todo lo largo. A un lado y a otro van surgiendo callejas trasversales, o paralelas que acaban siendo mirador hacia el barranco: Calle de las Bodegas, Calle de la Solana, de la Fragua, de la Casa Vieja, y detrás de la espadaña altiva de la iglesia la Plaza de la Reina María Cristina. Desde el mirador que hay junto a la Plaza de María Cristina se advierten, escalonadas ladera arriba, las nogueras desnudas entre el matorral, y allá a lo lejos, ya en el llano alcarreño junto a la carretera que baja hacia Brihuega, el inequívoco ramaje del cedro en el palacio Don Luis.

En cualquiera de los rincones que nos van saliendo calle adelante al andar por la villa de Fuentes, pudo haber nacido a mediados del siglo XVI el Padre Miguel Urrea, misionero en América, al que los indios chumchos dieron muerte a golpes de martillo el 28 de agosto de 1597, casualmente el mismo día en que en su pueblo natal celebraban la fiesta mayor de San Agustín; o su contemporáneo y homónimo en nombre y apellido, tal vez de la misma familia, el arquitecto Miguel de Urrea, traductor del romano Vitrubio, quien señaló los caminos más convenientes para trasplantar el arte renacentista italiano al gusto español. Alguna de las viejas casonas de la Calle Mayor se nos antojan como posible cuna de cualquiera de ellos, o de ambos quizá.

Se cuenta que tras las victorias de Brihuega y Villaviciosa por parte de los ejércitos del aspirante al trono de España, el francés Felipe de Anjou, más tarde Felipe V, primero de los Borbones que aquí ciñó corona, el propio Rey con un nutrido séquito de incondicionales, hacia las vísperas de la Navidad del año 1710, se dieron cita en la villa de Fuentes para rezar un solemne Tedeum ante la imagen de la Virgen de la Alcarria, en acción de gracias por haber conseguido en aquellos llanos alcarreños la sucesión en el trono vacante que dejó al morir sin hijos el rey Carlos II, después de una serie de batallas sangrientas contra el otro aspirante, el Archiduque Carlos de Austria, y que acabaron allí.
La Virgen de la Alcarria, advocación única que se conoce en toda la Provincia y fuera de ella, es la Patrona de Fuentes. Su imagen se venera en la iglesia del pueblo; es pequeñita en tamaño y luce sobre su cabeza una corona real. La primitiva imagen de la Virgen de la Alcarria desapareció en aquel doloroso verano del año treinta y seis, y sería la que, a ser cierto lo que cuenta la tradición, recibiría el homenaje real en su recoleta iglesia pueblerina días después de concluir la última batalla de la Guerra de Sucesión y primera de las que fueron escenario aquellas tierras; pues los más viejos del lugar todavía recuerdan con horror lo que habría de ocurrir dos siglos más tarde en los encinares vecinos de al otro lado de la carretera, donde se contaron por miles los españoles y los italianos que murieron en un enfrentamiento cruel, absurdo y sin razón, que sólo ha servido para ocupar unas páginas negras en nuestra historia reciente, la Guerra Civil, donde a fin de cuentas no ganó nadie y perdimos todos.

(En la imagen: Monumento a la mujer alcarreña, en el romántico jardín de la villa de Fuentes)

domingo, 7 de noviembre de 2010

UN PASEO POR EL PÁRAMO MOLINÉS



Siempre que acierto a caer por aquellos pueblos del Alto Señorío -hecho que ocurre en dos o tres ocasiones a lo largo del año, contando, claro está, con las mejores condiciones climatológicas por aquello de la distancia-, regreso con el sinsabor de no tenerlos más cerca. Todos ellos son pueblos interesantísimos, pero que llevan consigo la fatalidad de encontrarse lejos de todas partes. Confieso que, sin ánimo de desmerecer a pueblo alguno de otras comarcas en los que siempre que fui me encontré como en mi propia casa, es en la mitad norte de la comarca molinesa donde me crucé con la gente más acogedora y afable de todo nuestro mapa provincial; donde el semblante de los pueblos, todavía hoy, nos habla de su pasado con infinitas muestras acerca de la importancia de quienes vivieron allí, timbrando con voluminosos sellos de piedra labrada las fachadas de sus casonas más antiguas. No debemos olvidar que si Guadalajara ha dado una reina (doña María de Molina), un santo y tres beatas, todos, menos una de ellas, habían nacido por allí; y hombres de letras, y médicos notables, y jurisconsultos que hicieron historia, y militares con rango, y altas dignidades de la Iglesia, cuya presencia pasados los años y los siglos, continúa como diluida en el ambiente general por estos lugares.
Hinojosa y Tartanedo son dos de esos pueblos molineses a los que me acabo de referir. Los he visto en ocasiones diferentes y siempre he encontrado en ellos algo por descubrir. Cualquiera de ellos ha mejorado de aspecto de manera bien visible, pero se han ido quedando sin gente que los habite de manera continua. No sé si superarán en mucho el medio centenar de habitantes cada uno, cuando si echamos la mirada atrás, el censo de población no era el doble, sino cinco o seis veces mayor. Sí, es la medida general de un porcentaje elevadísimo de pueblos de agricultores en la mayor parte de España, pero eso no nos debe servir de consuelo a la vista de tantas puertas cerradas, de calles enteras con las casas cerradas en nuestro medio rural del que, directa o indirectamente, procedemos una inmensa mayoría de los que vivimos en las ciudades.
Hemos dejado a Labros atrás, recostado en la ladera. A Hinojosa se llega inmediatamente, sólo unos minutos separan a ambos pueblos. A Hinojosa lo tenemos aquí, a nuestra mano derecha, extendido en el llano, a los pies del cerro peñascoso que las gentes de la comarca conocen por la Cabeza del Cid. Hinojosa, ya desde su entrada, es un pueblo atendido con gusto, un pueblo de calles impecables y de viviendas restauradas que todavía rezuman aquella noble condición de los que fueron sus primeros moradores; casi todas cerradas, eso es verdad; pues tanto en Hinojosa como en el resto de los pueblos de su entorno, las glorias del pasado se han quedado como enquistadas en las piedras y en los escudos.
Aquí la señorial ermita barroca de la Virgen de los Dolores, con inscripción sobre la fachada que uno no consigue descifrar por completo debido a la altura, y el escudo de armas de los garcía Herreros, de cuya familia, don José, canónigo en Valladolid y caballero de la Real Orden de Carlos III, mandó levantar, gallarda y sobria, como regalo al pueblo donde nació. Nada más limpio, más cuidado y más atractivo que el Paseo de la Virgen que tiene delante.
Los Malos, los Ramírez, los Morenos, los Iturbes, además de los García Herreros, conservan en las diferentes calles de Hinojosa las sólidas mansiones que los recuerdan, como testimonio de un pasado lejano escrito en piedra sillar y franqueado con los escudos heráldicos de tantas familias como en siglos atrás habitaron en estas casonas, cerradas hoy a cal y canto.
El olmo viejo de la plazuela, donde se acostumbraba dar la batalla final en la fiesta de la Soldadesca, tampoco existe, ni siquiera el tronco, que sostenido mientras se pudo de forma casi antinatural, acabó por desaparecer y hoy, como casi todo lo grande en Hinojosa, ha pasado a ser recuerdo.
Dejamos el pueblo atrás, pasando de largo dos monumentos más que forman parte de la riqueza monumental del pueblo: la iglesia de San Andrés, que encontré cerrada, y la ermita románica de Santa Catalina, allá en el sabinar camino de Milmarcos, toda una joya de nuestro arte medieval más auténtico. Vamos camino de Tartanedo.
La primera vez que estuve en Tartanedo fue a la salida del invierno del año ochenta y dos. Me impresionó el pueblo y me impresionaron las buenas gentes con las que me encontré en aquel viaje. Y tanto fue así, que en el reportaje que publiqué días después en este mismo periódico, se me ocurrió llamarlo con un apelativo sincero, pero tal vez un poco cursi: “la perla del Señorío”. Es verdad que en todo el Señorío hay algunos Tartanedos más, otras “perlas” a las que referirse en justicia; pero sucedió que a alguien de por allí no le pareció ajustada la apreciación, y dirigió a la redacción del entonces semanario una carta que me pareció injusta e inconveniente, a la que no respondí. Han pasado muchos años desde entonces y a pesar de aquello sigo pensando lo mismo. Pelillos a la mar, el tiempo lo borra todo, aunque no así la verdad de las cosas. Tartanedo, amigo lector, por su historia, por esa nómina de personajes ilustres que ha dado al mundo, por la actual condición de sus gentes -muy escasas, por cierto-, sigue mereciendo no sólo mis respetos, sino también mi admiración.
Cuando se entra en Tartanedo desde Torrubia se hace dejando atrás una ermita y una cruz de hierro que se alza sobre un romántico pedestal de piedra vieja. Si se hace llegando desde Hinojosa, el primero y principal detalle de interés será la fuente pública que nos sale al borde de la carretera. Una fuente que nunca dejó de manar desde los tiempos de su construcción que ya va para dos siglos. Es una fuente de pilón bajo, rectangular, con cuatro caños, de cuyo fondo se levanta un muro de sillería con inscripción latina, en el que se dice cómo fue mandada construir en 1816 por don Manuel Vicente Martínez, arzobispo de Zaragoza y natural de Tartanedo.
Al lado de la fuente y de la carretera se eleva la torre de la iglesia de San Bartolomé, de la que quiero recordar por anteriores visitas su magnífico retablo barroco, que, según me explicó mi amigo alejando Moreno, un hombre cabal ya fallecido, lo regaló don Bartolomé Munguía, cirujano del Rey y natural de Tartanedo. A la torre se sube por una escalera de caracol sin espigón central, una meritoria obra de arquitectura.
La plaza del pueblo está dedicada a la Beata María de Jesús López Rivas, elevada a los altares el 14 de noviembre de 1976, en una ceremonia memorable que acarreó hasta la iglesia de San Pedro en Roma a una buena parte de sus paisanos. La Beata María de Jesús, fue en vida algo así como la mano derecha de Santa Teresa, a manera de asesora o de secretaria. La Santa de Ávila la solía llamar cariñosamente “Mi letradillo”.
Las anécdotas que se cuentan en Tartanedo acerca de sus hijos más insignes son muchas. Recuerdo, para terminar, aquella que me contaron con relación a don Francisco Javier de Utrera, cuya casona familiar nos llama la atención siempre que pasamos por allí. Cuentan que siendo niño, el pequeño Francisco Javier apuntaba buenas maneras para el estudio. El muchacho debió de pedir permiso a su familia para marcharse, seguramente al seminario. Su padre accedió, no sé si de buen grado; pero se cuenta en el pueblo que en el momento de marchar le dijo algo así como: ¡Vete y no vuelvas por aquí hasta que no seas obispo! Y volvió, claro que volvió, siendo obispo de Cádiz.
Pueden suponer nuestros lectores que les aconsejo darse una vuelta por allí aprovechando el tiempo a favor. La excursión puede alargarse por otros pueblos más: Torrubia, con su fuente y su campanario impresionantes; Tortuera la de los hidalgos palacetes; Rueda, más hacia Molina, la cuna del primer obispo de Madrid; y, si sobra tiempo, la propia Molina en donde hay tanto que ver.

(En la fotografía: rollo y ermita en el Paseo de la Virgen. Hinojosa)