Habría que verlo antes sobre el terreno y luego decidirse acerca de cuál de los tres o cuatro arroyuelos de la Alcarria, que aparecen por los términos municipales de Alocén, de El Olivar y de Berninches, es en realidad el nacimiento del Arlés, uno de los históricos entre los pequeños ríos que corren por aquellos campos, y que a decir verdad, visto sobre el papel son varios los canalillos que, unas veces con agua y otras sin ella, concurren por los bajos de Berninches formando un estrecho valle, en una sola corriente, escasa en contenido y de muy poca entidad, pero que va regando a su paso importantes parcelillas de hortaliza y de frutal a lo largo de los diferentes términos municipales por los que atraviesa hasta su desembocadura en el Tajo más allá de Pastrana. Muchos recuerdan todavía los tramos de carrizal y de maleza en el río Arlés por la gran cantidad de cangrejos que se criaban en su fondo, aunque eso, para los amantes de la delicia que siempre supone un buen bocado, dádiva generosa de la madre Naturaleza para sus hijos del medio rural, pertenece a tiempos ya idos.
Berninches es el primero de los pueblos alcarreños que tiene a su paso el río cuando apenas ha recibido ese nombre. Importante vega la de Berninches que baja hasta la ermita, ahora junto al nuevo desvío de carretera que lleva a Sacedón. Berninches es un pueblo situado en pendiente, pero con una extraordinaria personalidad bajo las peñas y las carrascas del Alto de la Mata, quedándole a los pies la feraz veguilla que durante años, y siglos también, surtió de abundantes verduras y de fruta excelente las despensas de los honrados campesinos del pueblo, que por siempre vivieron un poco al margen de las principales vías de comunicación. Las párvulas corrientes del arroyo, pero por paradoja viejas como el mundo, fueron testigo de una de las mayores tragedias ocurridas, no sólo en Berninches, sino también en toda la Alcarria, cuando hacia el año 1600 murieron hasta quinientos vecinos en menos de tres meses a consecuencia de una epidemia horrible, lo que obligó a cerrar más de cuatrocientas casas del pueblo y a convertir en campo baldío muchas hectáreas de las que hasta entonces habían sido tierras de labor.
Vega abajo, dejando muy cerca la ermita patronal de la Virgen del Collado, con su augusta pradera y su antigüedad de casi ocho siglos, ahora a la vista de todos después del nuevo trazado de la carretera, las suaves corrientes nos acercan hasta otra villa memorable de la Alcarria: Alhóndiga, célebre por sus huertas al pie del pueblo, por sus viejas y muy singulares tradiciones y por el apacible santuario de la Virgen del Saz que tiene no muy lejos, siguiendo a la vera del arroyo por la carretera que baja hasta Valdeconcha. Tanto ésta de Alhóndiga, como la de Berninches que acabamos de dejar, son villas heridas en su estampa de muchos años tras la desaparición de los frondosos olmos que adornaron sus plazas, y a los que la gente mayor sigue añorando como parte de sus vidas porque en realidad así lo fueron. El Arlés, no obstante, pasa discretamente, riega las menudas parcelillas de huerta que hay junto al pueblo, y se desliza en silencio en busca de nuevos ambientes, de nuevos paisajes dentro de su propio ecosistema, hasta Valdeconcha.
El pueblo de Valdeconcha, escaso en número de habitantes y con buena vega, queda a mano izquierda del paso del arroyo siguiendo la dirección de las aguas. La vega del Arlés continúa en dirección poniente en cuatro o cinco kilómetros más hasta casi su desembocadura. A un lado y a otro terrezuelas de labor sembradas de cereal y de girasoles, y en las vertientes suaves algunos cuartelillos de olivar, algunos de ellos abandonados tal vez por falta de mano de obra que los resucite. Valdeconcha, antiguo y personal como pocos, es de los pueblos que durante las últimas tres o cuatro décadas ha sentido restallar con fuerza en sus carnes el latigazo fatal del despoblamiento. Parajes en atalaya a uno y otro lado de la vega, contemplan desde la altura el correr caprichoso de los tiempos y sus consecuencias en el vivir diario de los hombres: Cerro del Calvario, del Hijar, de la Pinaílla, aparte de algunos otros cuyo nombre desconozco, son testigos de horas y de muertes desde que el mundo existe, de horas sublimes de un pasado lejano, de aquel otoño de 1495, por saltar sobre el tiempo más de cinco siglos, cuando el rey Fernando el Católico tuvo a bien declararlo villa, y así hasta nuestras horas de hoy con el censo en mínimos y el pueblo, en cambio, saludable y rejuvenecido como jamás lo estuvo, naturalmente que por empeño de quienes viven fuera, que guardan allí para las ocasiones su rincón de descanso. Valdeconcha, calle del Barranco, plaza de la Constitución o plaza de la Fuente, se dejó perder el aliento vitalizador de la gente joven, su olmo pomposo de la plaza vieja, y aquellas sustanciosas redadas de cangrejos autóctonos que el riato solía ofrecer cada verano a los legales pescadores de la comarca y a las almas de buena voluntad y perversas inclinaciones que preferían la oscuridad de la noche para llenar la alforja con cesta de mimbres y con linterna de petaca. Que Dios los haya perdonado y devuelva tan exquisita fauna a los fangales y a las junqueras del río. Nada hay que buscar de todo aquello, tan sólo el río y los cuatro cerrucos de la Alcarria encajando el valle, y atrás, sobre el otero, la torre de su iglesia que gusto recordarla con la crucecita de hierro y el gallo de la veleta girando a caprichos del viento.
El campo de Pastrana, y aquella terna de valles que se divisan en distintas direcciones desde el Convento Franciscano (Carmelita por fundación), a los que cantó San Juan de la Cruz en versos memorables. El campo de Pastrana hacia las puestas del sol, es el que eligió el Arlés como final luego de treinta o de cuarenta kilómetros de recorrido. Final de príncipe es el que tiene el río en el campo de Pastrana, muerte a la par que la de la bella Princesa Tuerta que por allí reposa, y con cuya memoria tan mal nos hemos portado los españoles, incluidos una buena parte de sus paisanos.
Huertos, oscuras sombras de laurel, granados en flor, exquisitas verduras de la vega que baja, campesinos que son doctores en el arte de la buena hortelanía y que poco a poco nos van dejando huérfanos…Pastrana. Qué más decir de la Señora de la Alcarria que ya no se haya dicho. Si quieres conocer, amigo lector, una villa con carácter, vete a Pastrana. La villa de los famosos duques, como Castilla entera, no ofrecen la oportunidad de los términos medios en la feria de los afectos, o se la odia o se la quiere con pasión de enamorado. Yo, como casi todos los que hemos andado por allí y entrado en su misterio, preferimos la segunda opción.
Historia y trabajo a pie de ribera, antigüedad y encanto en esta villa que se solaza en la ladera con la mole de la colegiata como señal y el palacio de sus duques por testimonio. En esta villa que se adormece sin considerar que media legua más abajo el Arlés, el humilde arroyuelo de la Alcarria que hoy nos entretiene, muere cada día y cada noche entregando al Padre Tajo todo lo que es, a la sombra de los álamos y de los sargatillos por aquellos sotos en los que el Amado “pasó mil gracias derramando, y yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó su hermosura” según dijo el poeta. Humilde cuna y nobilísimo panteón para un río que es sobre todo nuestro, sólo nuestro.
Berninches es el primero de los pueblos alcarreños que tiene a su paso el río cuando apenas ha recibido ese nombre. Importante vega la de Berninches que baja hasta la ermita, ahora junto al nuevo desvío de carretera que lleva a Sacedón. Berninches es un pueblo situado en pendiente, pero con una extraordinaria personalidad bajo las peñas y las carrascas del Alto de la Mata, quedándole a los pies la feraz veguilla que durante años, y siglos también, surtió de abundantes verduras y de fruta excelente las despensas de los honrados campesinos del pueblo, que por siempre vivieron un poco al margen de las principales vías de comunicación. Las párvulas corrientes del arroyo, pero por paradoja viejas como el mundo, fueron testigo de una de las mayores tragedias ocurridas, no sólo en Berninches, sino también en toda la Alcarria, cuando hacia el año 1600 murieron hasta quinientos vecinos en menos de tres meses a consecuencia de una epidemia horrible, lo que obligó a cerrar más de cuatrocientas casas del pueblo y a convertir en campo baldío muchas hectáreas de las que hasta entonces habían sido tierras de labor.
Vega abajo, dejando muy cerca la ermita patronal de la Virgen del Collado, con su augusta pradera y su antigüedad de casi ocho siglos, ahora a la vista de todos después del nuevo trazado de la carretera, las suaves corrientes nos acercan hasta otra villa memorable de la Alcarria: Alhóndiga, célebre por sus huertas al pie del pueblo, por sus viejas y muy singulares tradiciones y por el apacible santuario de la Virgen del Saz que tiene no muy lejos, siguiendo a la vera del arroyo por la carretera que baja hasta Valdeconcha. Tanto ésta de Alhóndiga, como la de Berninches que acabamos de dejar, son villas heridas en su estampa de muchos años tras la desaparición de los frondosos olmos que adornaron sus plazas, y a los que la gente mayor sigue añorando como parte de sus vidas porque en realidad así lo fueron. El Arlés, no obstante, pasa discretamente, riega las menudas parcelillas de huerta que hay junto al pueblo, y se desliza en silencio en busca de nuevos ambientes, de nuevos paisajes dentro de su propio ecosistema, hasta Valdeconcha.
El pueblo de Valdeconcha, escaso en número de habitantes y con buena vega, queda a mano izquierda del paso del arroyo siguiendo la dirección de las aguas. La vega del Arlés continúa en dirección poniente en cuatro o cinco kilómetros más hasta casi su desembocadura. A un lado y a otro terrezuelas de labor sembradas de cereal y de girasoles, y en las vertientes suaves algunos cuartelillos de olivar, algunos de ellos abandonados tal vez por falta de mano de obra que los resucite. Valdeconcha, antiguo y personal como pocos, es de los pueblos que durante las últimas tres o cuatro décadas ha sentido restallar con fuerza en sus carnes el latigazo fatal del despoblamiento. Parajes en atalaya a uno y otro lado de la vega, contemplan desde la altura el correr caprichoso de los tiempos y sus consecuencias en el vivir diario de los hombres: Cerro del Calvario, del Hijar, de la Pinaílla, aparte de algunos otros cuyo nombre desconozco, son testigos de horas y de muertes desde que el mundo existe, de horas sublimes de un pasado lejano, de aquel otoño de 1495, por saltar sobre el tiempo más de cinco siglos, cuando el rey Fernando el Católico tuvo a bien declararlo villa, y así hasta nuestras horas de hoy con el censo en mínimos y el pueblo, en cambio, saludable y rejuvenecido como jamás lo estuvo, naturalmente que por empeño de quienes viven fuera, que guardan allí para las ocasiones su rincón de descanso. Valdeconcha, calle del Barranco, plaza de la Constitución o plaza de la Fuente, se dejó perder el aliento vitalizador de la gente joven, su olmo pomposo de la plaza vieja, y aquellas sustanciosas redadas de cangrejos autóctonos que el riato solía ofrecer cada verano a los legales pescadores de la comarca y a las almas de buena voluntad y perversas inclinaciones que preferían la oscuridad de la noche para llenar la alforja con cesta de mimbres y con linterna de petaca. Que Dios los haya perdonado y devuelva tan exquisita fauna a los fangales y a las junqueras del río. Nada hay que buscar de todo aquello, tan sólo el río y los cuatro cerrucos de la Alcarria encajando el valle, y atrás, sobre el otero, la torre de su iglesia que gusto recordarla con la crucecita de hierro y el gallo de la veleta girando a caprichos del viento.
El campo de Pastrana, y aquella terna de valles que se divisan en distintas direcciones desde el Convento Franciscano (Carmelita por fundación), a los que cantó San Juan de la Cruz en versos memorables. El campo de Pastrana hacia las puestas del sol, es el que eligió el Arlés como final luego de treinta o de cuarenta kilómetros de recorrido. Final de príncipe es el que tiene el río en el campo de Pastrana, muerte a la par que la de la bella Princesa Tuerta que por allí reposa, y con cuya memoria tan mal nos hemos portado los españoles, incluidos una buena parte de sus paisanos.
Huertos, oscuras sombras de laurel, granados en flor, exquisitas verduras de la vega que baja, campesinos que son doctores en el arte de la buena hortelanía y que poco a poco nos van dejando huérfanos…Pastrana. Qué más decir de la Señora de la Alcarria que ya no se haya dicho. Si quieres conocer, amigo lector, una villa con carácter, vete a Pastrana. La villa de los famosos duques, como Castilla entera, no ofrecen la oportunidad de los términos medios en la feria de los afectos, o se la odia o se la quiere con pasión de enamorado. Yo, como casi todos los que hemos andado por allí y entrado en su misterio, preferimos la segunda opción.
Historia y trabajo a pie de ribera, antigüedad y encanto en esta villa que se solaza en la ladera con la mole de la colegiata como señal y el palacio de sus duques por testimonio. En esta villa que se adormece sin considerar que media legua más abajo el Arlés, el humilde arroyuelo de la Alcarria que hoy nos entretiene, muere cada día y cada noche entregando al Padre Tajo todo lo que es, a la sombra de los álamos y de los sargatillos por aquellos sotos en los que el Amado “pasó mil gracias derramando, y yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó su hermosura” según dijo el poeta. Humilde cuna y nobilísimo panteón para un río que es sobre todo nuestro, sólo nuestro.
(En la fotografía, valle del Arlés en Pastrana. Al fondo el Convento Carmelita)
No hay comentarios:
Publicar un comentario