miércoles, 23 de octubre de 2013

PREGÓN DEL "VI DIA DE LA SIERRA"



PREGÓN DEL “VI DÍA DE LA SIERRA”
Zarzuela de Jadraque, 19-X-2013

            Nos encontramos aquí esta mañana de otoño situados en la Plaza Mayor de uno de los pueblos más característicos de la Sierra Norte de Guadalajara, Zarzuela de Jadraque; pueblo singular, como lo son la inmensa mayoría de los de esta sierra, con un origen posiblemente vacceo, es decir, una mezcla de iberos y celtas, que habitaron en pequeños poblados de estas montañas donde debieron de avistar una solución a su vida, en aquellos tiempos de los que nos separan miles de años; gentes de diferente origen, en cuya convivencia diaria no debieron de faltar los pleitos ni las discordias tribales, bien por los pastos para sus ganados, bien por la leña de sus bosques en un ambiente tan crudo, si pensamos en los largos inviernos de nieves y celliscas de los que, todavía damos fe.
            Nos encontramos como en el centro mismo de un espacio rebosante de personalidad, repleto de motivos capaces de cambiar la vida, o de orientarla, como lo fue en mi caso, por unos derroteros muy distintos de los que jamás y en circunstancias normales hubiera podido imaginar; gracias al embrujo de esta tierra, que tan sólo se reconoce y se valora cuando se la descubre. Soy “Serrano” desde el día que nací porque así lo dice mi apellido, puro legado de familia. Pero también soy “serrano”, adjetivo, por vocación y por derecho de consorte desde el día en que me uní en matrimonio con mi mujer (el próximo jueves se cumplirán cincuenta años), hija de esta tierra, cumpliéndose al pie de la letra lo que años antes la señora de la pensión de la calle Museo, me había vaticinado la primera vez que vine a Guadalajara, camino de Cantalojas, para tomar posesión de su escuela de niños. Era el mes de abril del año 1958, yo acababa de cumplir diecinueve años. Servicio Militar llegado el momento, y nueva toma de posesión en otro pueblo cercano, Galve de Sorbe, al reclamo de aquello tan importante que me había dejado por allí. En los inviernos de Galve, pasé muchas horas leyendo a los clásicos, aprovechando las últimas ascuas de la estufa de mi escuela después de la clase de la tarde. Leí mucho, comencé a escribir y a publicar mis primeras cosas, actividad nacida en la soledad de esta serranía y a la que después habría de dedicar casi la mitad de mi vida, siempre con las tierras de Guadalajara como principal motivo delante los ojos, y de una forma muy especial, como no podía ser menos, con esta Sierra Norte a primera vista, que siempre he procurado guardar cerca del corazón, que me ha llevado a ser feliz y a la que debo tanto.



           Hablaba al principio de una tierra cargada de personalidad, de una tierra que se distingue y que conozco por experiencia la admiración que se siente cuando se viene a ella por primera vez. Hace cuarenta o cincuenta años, pasado el límite de nuestra frontera provincial, incluso dentro de ella, nada o casi nada se sabía de lo que esto es. En las provincias de nuestro entorno, con excepción de otros lugares del Macizo, relativamente cercanos, muy pocos habían oído hablar del pico Ocejón, del hayedo de Tejera Negra, del estilo arquitectónico y de otras particularidades esenciales de los Pueblos Negros, de la Ruta del Románico Rural, de nuestras fiestas de “botargas” y de nuestro folclore serrano, tan  rico y tan antiguo, que se va conservando con ejemplar pureza, tantas veces a costa de sacrificio por amor a la tierra, y pongo como ejemplo las actividades que a lo largo del año programa y realiza la Asociación “Serranía de Guadalajara” que preside Fidel Paredes, promotora de actos como éste, no siempre reconocidos y mucho menos apoyados por quienes tendrían la obligación de hacerlo; pues, en definitiva, no persiguen sino el reconocimiento y la conservación de los valores artísticos y culturales del pasado por puro altruismo con sus propias raíces.
            Y llegados aquí, perdonad que tenga que acusar con todo dolor a quienes, bien desde sus puestos de responsabilidad en los ayuntamientos, o desde su condición de propietarios, no hacen lo posible y lo imposible por conservar lo poco que va quedando del patrimonio personal y único por el que se distingue esta tierra. Con esto me refiero a la guarda y atención de tantos detalles particulares, anónimos monumentos y construcciones del pasado, piezas de esta particular arquitectura, que poco a poco van desapareciendo por el simple hecho de considerarlos inservibles o anticuados: viejos hornos del pan, fraguas, parideras de ganado, molinos de río, calvarios, ermitas, cruces de término o de bendecir los campos, escudos e inscripciones sobre las viejas piedras de algunas fachadas…, que son el aval de nuestra cultura y de nuestro ser en el mundo, como lo son nuestras fiestas o nuestras costumbres, detalles que dignifican, y que la gente, cada vez más, reclama y valora. No convirtamos nuestros pueblos y sus alrededores en algo anodino, en desolados parajes sin contenido por falta de autoestima. Reconoceréis conmigo, que en este sentido se han hecho en el pasado auténticas barbaridades.    
           

            Las nuevas maneras de vivir han supuesto un cambio tajante en el medio rural de toda Castilla, cuyos efectos y consecuencias se han hecho sentir en esta serranía de un modo especial y definitivo. Nuestros pueblos, en cuestión de servicios, de comodidades domésticas y de medios para el trabajo, han mejorado de forma importante. Los prados y los henares de la Sierra ya no se siegan con aquellos dalles que había que picar casi todas las tardes del mes de junio a la hora de la siesta; los acarreos a lomo de caballerías o de carretas tiradas por mulas o por vacas, fueron como una liturgia que los más jóvenes apenas si conocen por viejas fotografías. Ahora son las máquinas, cada vez más perfectas y sofisticadas, las que realizan esos trabajos. La higiene y el confort han entrado a los hogares, a los pocos hogares que permanecen con vida propia durante todo el año, y no digamos de esos otros que se usan como lugar de disfrute durante los meses de verano y algunos fines de semana, levantados de nueva planta o restaurados por generaciones posteriores sobre las viejas viviendas de los que se fueron, allá por los años sesenta, en busca de nuevos horizontes y de un futuro mejor para ellos y sobre todo para sus descendientes. “Así no se puede vivir, la juventud se va y nuestros brazos viejos acaban cediendo”, me solía repetir muchas veces por aquellos años,  el Tío Mateo  Crespo de Cantalojas.
            La vida ha ido cambiando a velocidad de vértigo. Eran tiempos distintos. Los pueblos se fueron haciendo otros a medida que se cerraban las escuelas y se clausuraban las plazas de los médicos, transformándose al cabo de los años en la realidad actual, que nos es otra que una tierra privilegiada en la que falta el elemento humano, un cuerpo hermoso, sí, pero escaso de vitalidad, de juventud, de niños que corran por sus calles, que es donde reside el futuro de los pueblos. Si sirve de dato esclarecedor, diré que soy testigo de que en uno de estos lugares de la Sierra, Cantalojas, hace cincuenta años había cien niños en edad escolar, 52 varones y 48 niñas; el pueblo andaba en torno a los 500 habitantes; y en proporción bastante parecida estaban ocupadas las dos escuelas de Galve de Sorbe. La primera de las poblaciones citadas, Cantalojas, tiene hoy una docena escasa de niños en su única escuela, incluidos los de Galve que, por primera vez en toda la historia, ha visto su escuela clausurada.
            Permitid que manifieste así mismo mi preocupación, que también es la vuestra, por cuanto a una  deficiencia que a menudo se da en nuestros pueblos: la atención sanitaria de la zona, un servicio por el que en tiempo no lejano tuvisteis justificadas quejas, y que al final conseguisteis solucionar. Personal fantástico y competente el que atiende nuestros centros de salud, ciertamente, pero es necesario considerar su trabajo como fundamental, ya que de ellos depende en gran parte la supervivencia de tanta gente mayor como vive en estos pueblos.

            ¿Y qué decir de los desastres que con tanta frecuencia ocasionan los lobos a vuestros ganados? Pienso en Miguelín, mi antiguo alumno de Galve, que lleva sobre sus espaldas la carga de varias decenas de reses muertas. El importe de esas reses debe correr en justicia a cargo de la Administración, habida cuenta de que existe una ley de protección a los animales dañinos que las producen -cosa que intento comprender-, pero que me fuerza a advertir que tomen la debida nota quienes tienen la responsabilidad y el deber de sufragar los gastos.
 
            Han sido, vuelvo a repetir, los nuevos tiempos los que han dado la vuelta al vivir de estos pueblos, a la realidad de lo que hoy son. Las posibilidades para salir adelante claro que las hay, costosas, pero estoy seguro de que las hay, naturalmente que sin volver al pasado, porque cada tiempo tiene sus problemas y sus soluciones. Es preciso pensar seriamente en lo que tenemos, en lo que hay y en lo que esta tierra es capaz de dar, y ponerse manos a la obra. Se trata de un problema generalizado en todo el medio rural a mayor o menor escala, del que es preciso salir haciéndole frente fuera de toda pasión, con inteligencia, caminando juntos, estudiando las posibilidades de las que disponemos y orientando el futuro hacia lo que exige la sociedad del siglo XXI. La ganadería serrana goza de un bien merecido prestigio; el escenario en el que estamos situados por cuanto a su aspecto geográfico, climatológico, paisajístico y de salubridad se refiere, es envidiable para unos tiempos en los que prima la contaminación y el desasosiego; por ahí creo que es por donde debemos caminar después de un estudio serio, buscando ayudas donde las haya y no escatimando el trabajo y el tesón que requiera el conseguirlo; pero, no lo olvidemos, siempre caminando juntos, algo fundamental porque es de donde saldrá la fuerza.
            Hay que aprovechar, amigos de esta tierra, los modernos medios de información y de comunicación de los que ahora se dispone, como conducto eficaz para darnos a conocer y llegar al gran público, y hacerles saber que estamos aquí, en este olvidado paraíso, pero que no hemos perdido la esperanza de ocupar el sitio que nos corresponde y que en el futuro, un futuro lo más cercano posible, llegue a ser algo más que una comarca residencial de temporada para nosotros mismos, que ya es algo, pero es muy poco. Es grande la tarea que se tiene a la vista para revitalizar el medio centenar de pueblos de esta Serranía. En el turismo, porque atractivo lo tiene, si es que todos nos comprometemos en cuidarlo y en protegerlo; y en la cría y aprovechamiento del ganado, con algunas industrias derivadas como consecuencia, considero que está una buena parte de nuestro futuro. Hacia ahí hay que mirar. Se impone activar toda clase de posibilidades de las que poseemos para atraer a la gente. Contamos con ciertas ventajas imprescindibles que antes no existían, y es que disponemos de una red de carreteras bastante aceptables, de caminos que nada tienen que ver con los de hace cuarenta o cincuenta años. De esto saben mucho los más viejos del lugar y casi todos vosotros.

            Y ahora, permitidme que dedique unos minutos a este antiguo, pero remozado lugar, que hoy nos acoge: a Zarzuela de Jadraque que, por circunstancias, dejó de llamarse Zarzuela de las Ollas, en honor al trabajo artesanal que lo distinguió en otro tiempo y del que vivieron durante varias generaciones gran parte de las familias que lo integraban: la alfarería; una actividad impropia del ordinario vivir de las gentes de la comarca, sobre la que un día el pueblo se volcó con un laudable sentido de responsabilidad, partiendo de lo que disponían más a mano, que no era otra cosa que una arcilla especial para la fabricación de ollas, cántaros y pucheros, y por ahí se fueron abriendo camino. Una decisión inteligente que hoy, en tiempos y en circunstancias muy distintas, nos podría servir de ejemplo.
            Fue a finales del mes de mayo del año 1987. Serían las primeras horas de la tarde cuando vine a Zarzuela por primera vez, según dejé escrito y así se publicó en un extenso reportaje en el entonces semanario “Nueva Alcarria”, del que no me  he resistido a extraer el siguiente fragmento: “El camino -decía- es un cúmulo de impresiones, donde los sentidos gozan ante el formidable espectáculo de los montes, donde susurra el silencio y se siente, profundo, el olor a bosque y al pastoso melaje de las estepas. Campos de color y de sabor arisco, que muestran su encendida tonalidad en las tierras que abrió en canal el agua de las torronteras, y que ahora enriquecen el paisaje con una pincelada bermeja en los cortes de los oteros. Más allá se recortan a pico las crestas que corona el Santo Alto Rey, en misterioso contraluz con la fogosidad del cielo de las cinco”.

            Enseguida me encontré con gente amable, de conversación atenta y fácil, que me fueron informando al instante de lo que quería saber. Es posible que ya no vivan ninguno de los que a partir de aquel día conté como mis amigos de Zarzuela, y a los que hoy en su pueblo recuerdo con el mayor respeto y gratitud. A don Vicente Navas Perucha, un hombre bajito en estatura y duro de oído, quien me puso al corriente de lo que años antes había sido la industria local de la alfarería; me acompañó hasta el que durante generaciones había sido el horno de cocer las piezas de barro. “Unos cacharros de primera -dijo- que los llevaban con caballerías a vender por todos los pueblos”. Él me explicó que en aquel momento aún quedaban en Zarzuela media docena de mulas de labor; me contó que el “mayo” que se alzaba en medio de la plaza lo habían cogido en el barranco de Carralcorlo, y que arriba, en la junta de la cruz, tenía colgados dos relojes y un billete de 500 pesetas, a la espera de que algún hábil trepador subiera a cogerlos. Doña Isabel, doña Nicomedes y doña Hilaria, me acompañaron dando un paseo hasta la ermita de la Soledad, a la que habían llevado la luz eléctrica y tenían la imagen de la Virgen adornada de flores.


            Zarzuela de Jadraque, algo distinto, con más de ochocientas cabezas de ganado lanar por aquellos días y cuatro hatajos de cabras; “Es de lo que vive la gente, porque el campo es frío y da poco”, me había contado  mi amigo Vicente Navas. Zarzuela, hoy como entonces y como siempre, se sigue distinguiendo entre los pueblos de la comarca, como es fácil comprobar al andar por sus calles.
            Voy a terminar. No es bueno cansaros más con un torrente de palabras en este día de fiesta, de vuestra fiesta; pero no sin antes dedicar un sincero gesto de felicitación a Tomás Gismera, un hombre nacido en esta tierra y distinguido merecidamente como “Serrano del año”; un atencino que, hurgando en los entresijos del pasado, está aportando a la Guadalajara de hoy un importante cúmulo de saberes autóctonos, que hubieran podido pasar, sin su interés y su esfuerzo, a perderse para siempre en la oscura nebulosa del olvido, lo que hubiera supuesto una pérdida lamentable. Y al abuelo Ramón Perucha, al que por razón de su edad, que no es poca razón, se ha considerado como la esencia más genuina del vivir de esta tierra, por lo cuál se le rinde también el debido homenaje. Felicidades a los dos.
            Y nada más. Manifestaros que la crisis tan generalizada, no sólo en lo  económico, sino también por cuanto a los valores innatos de buen entendimiento y confraternidad, de lo que esta Serranía fue siempre un luminoso ejemplo, nos deje la menor señal posible de su paso, y que mejor antes que después veamos resurgir a nuestros pueblos con la ayuda de todos, y podamos ver cumplidos nuestros proyectos, nuestros deseos y nuestras ilusiones. Feliz día a todos.


martes, 15 de octubre de 2013

"SUCESOS" NUEVO LIBRO DE ANDRÉS BERLANGA

“… Y para José, buen conocedor de la condición humana, con vieja (¡ay!) gratitud. Un abrazo. Andrés. Oct 2013”.

            Mi trato con Andrés Berlanga ha sido más epistolar que personal o directo. Admiro su exquisita aportación a la Literatura desde hace un montón de años -treinta o más- en que alguien me regaló uno ejemplar de “La Gaznápira”, la novela del Alto Señorío Molinés en donde él nació, y que ha inmortalizado con su ingenio en un irresistible ataque de amor a su tierra, difícil de ser correspondido como él merece. Después adquirí a mi vez un ejemplar de Clásicos Austral para obsequiar a un familiar, amante de la literatura costumbrista, que relee y conserva entre sus libros con mayor estima.
    
       Andrés Berlanga, después de un largo periodo de años sin publicar, acaba de sacar a la luz un libro de relatos, “Sucesos”, que acabo de recibir por correo ordinario. Termino de leer uno de los 52 relatos breves que contiene el libro, el primero por donde lo abrí después de leer su amable dedicatoria. El uso del lenguaje por Andrés Berlanga es magistral, sencillamente admirable, donde no faltan las expresiones populares empleadas cuándo y en el lugar justo en donde deben estar. La ironía es otro de los ingredientes que el autor maneja con soltura y en sus justos términos. La temática está tomada de la calle, del vivir diario, siendo protagonista el hombre de hoy en su más estricta diversidad. La brevedad de los relatos (dos páginas del libro cada uno, por término medio) son pequeños sorbos de mensaje humano que conviene racionar y saborear.
            Del nuevo libro del autor de Labros, del maestro y del amigo, transcribo como muestra de su buen hacer, el primer párrafo del “suceso” que termino de leer: “Vida post-mortem” se titula:

            «Al fallecer hace tres años, el empresario maderero don Crisanto Filgueira dejaba una viuda algo desconsolada, dos hijas no más, una buena reputación y una herencia muy aparente. A día de hoy todo eso ha ido trastocándose ¡y de qué manera!»
    
       En fin, continuar con el relato sería faltar a la ley, como bien sabemos. Lo dejo ahí; pero  no sin antes hacer pública mi satisfacción por incorporar a mi biblioteca uno de los libros que bien vale la pena leer y conservar, que, dicho sea de paso, no todos los que se publican cumplen esa condición.        

domingo, 6 de octubre de 2013

TEJERA NEGRA, COMO UNA ESMERALDA SIN PULIR


Hablar, o escribir con demasiada frecuencia acerca de las cosas que uno conoce, sin que exista un motivo especial que lo justifique, está por demás. Ello contribuye únicamente a mitificar su imagen, a convertirlas de manera estúpida en lugar común a fuerza de uso, en manido tópico carente de mensaje, en mero producto de feria al que la gente acaba por menospreciar sin haberse detenido en sus valores si es que los hubiere. Hoy, todos esos razonamientos me han venido a cuento y diré por qué.
            A quien esto dice, amigo lector, le unen demasiados lazos de afecto con aquel paraíso natural escondido, como una esmeralda sin pulir, allá por las montañas más septentrionales de la provincia de Guadalajara, al que los honrados campesinos de la comarca dieron en conocer desde antiguo (el rey castellano Alfonso XI ya habla de él) con el apelativo común de Tejera Negra, en tanto que con el correr de los tiempos, y llegando a estos nuestros, la oficialidad principalmente lo da a conocer con un apelativo más completo: “Parque natural del Hayedo de Tejera Negra”. Estupendo.
            Hasta aquí todo bien. Quiera la madre Naturaleza, artífice desde la tarde de la Creación de aquella maravilla, que la tal atención no se convierta algún día en cabecera de epitafio, en esquela mortuoria definitiva e inapelable; pues aquel viejo encanto en estado purísimo que yo conocí hace algunas décadas, una vez que el hombre ha metido la nariz y lo que es peor, la pala excavadora por sus viejos senderos del ganado, viene sufriendo un velado deterioro, aunque la intención haya sido la de poner aquel espacio virgen al servicio de la comunidad -de la ciudadanía, dicen ahora-, laudable decisión que lleva consigo, cuando menos, ciertos riesgos ecológicamente preocupantes.
            Se dice que Tejera Negra, el hayedo de Cantalojas, tiene la particularidad de ser por situación el más meridional de Europa, cualidad que comparte con su homónimo de Montejo en la sierra madrileña, como parte de una misma masa boscosa, lo que quiere decir que puede considerarse a uno como prolongación del otro y viceversa. Las hayas en estado adulto son árboles voluminosos, de corteza gris, muy lisa, dados en exclusiva a las tierras húmedas, preferentemente altas y frías, lo que a partir de estas sierras norteñas de la provincia, y así hasta el cabo de Tarifa donde la península acaba, no volverán a repetirse. Aparecerán, eso sí, en la Submeseta Sur y en toda Andalucía otras especies vegetales curiosas: los olivos, las palmeras y los naranjos, pero no las hayas.

            Esta fagácea, por aquello de que la Naturaleza lo ha querido así, cuenta como tipo excepcional dentro de la variada flora de la provincia de Guadalajara, y de la que, ¡vaya por Dios!, empezando por quien esto dice, sabemos tan poco.
            El Hayedo de Tejera Negra, término municipal de Cantalojas en la llamada Sierra de Ayllón, no cuenta sólo con el encanto de las hayas, que para los no versados en Botánica podrían pasar por otras especies más comunes, como las nogueras, por ejemplo, aunque a ojos y oídos de experto ello pudiera sonar a barbaridad. Más impresiona en aquel escenario natural el paraje agreste e inmaculado donde dichos ejemplares se dan, ocupando con preferencia laderas interminables sobre cuyas cimas se aprietan los pequeños marojos y las estepas, en torno a fantasmales conglomerados de piedra esquinada, pizarrosa, revestida de musgo humedecido en las caras que miran hacia el norte.  
            Por los fondos perdidos en la distancia discurren riachuelos impolutos acabados de nacer. Como el Lillas o el río de la Hoz, con sus regatos subsidiarios por donde corren y se esconden bajo las piedras las truchas autóctonas, a veces mareadas por los furtivos, que aprovechando los favores del estiaje, las sacan a la superficie con aparente facilidad de las bocas que se abren entre las hierbas de los márgenes, donde suelen esconderse cuando el agua escasea.
            Es un gozo en cualquier temporada del año respirar a esas alturas el aire limpio de la montaña. Por los suelos cunde junto a la maleza la estimada galuga, formando retazos de tapiz de un verde real muy llamativo, matón a ras de tierra que engalana bajo el sol alpino de la tarde la soledad de la sierra. Con frecuencia, los vientos que bajan desde la Buitrera, impactados por la nieve en los inviernos crudos, remueven el desnudo ramaje de los árboles. Durante el verano, en cambio, y hasta bien entrado el otoño, las hayas se encuentran pomposamente revestidas con tonalidades varias. Es una visión sedante y confortadora la que ofrece la brisa de las montañas al chocar contra las hojas y contra las pequeñas cápsulas amarillentas de los hayucos.
            Resulta verdaderamente hermoso acercarse, con todo el respeto que los campos merecen, hasta Tejera Negra. El hayedo se va envejeciendo y morirá si no se le cuida. Salpicados como aprendices de árbol por entre los venerables troncos de las hayas más viejas, van saliendo por su cuenta los renuevos, que son garantía de continuidad si el hombre no se obstina en estorbarlo.
            Por algunas vaguadas que se escapan a la vista suena el tintineo constante de las reses vacunas de Cantalojas, cuando les corresponde pastar por aquellos lugares. Los buitres y los quebrantahuesos merodean a menudo por entre las nubes. Algunos caminos de a pie se cruzan con la pista de tierra de un lado para otro, como escapes a través del hayedo, con señales indicadoras que sirven de guía a los que llegan. Si hay suerte, cosa no demasiado habitual, será posible sorprender cerca del camino algún cervatillo a algún corzo despistado, que saldrá de estampida por entre los pinos o entre las propias hayas, apenas se de cuenta de que alguien se aproxima a interrumpir el apacible ritual de su hora del pasto. 

            Son una multitud las diferentes clases de arbustos, de matas y de árboles que al capricho de las bajas temperaturas y de las peculiares condiciones del terreno, se suelen dar. Las florecillas de colores azulados y lilas, las bolitas rojas de los majuelos y de los servales, las fresas encarnadas, mínimas en estado silvestre, suelen aparecer en cualquier rincón perdido, ocultas entre la maleza, o expuestas al sol cuando el astro, en su giro diario hacia el poniente, juega a convertir los espacios de luz en sombra o los de sombra en luz.
            Ni qué decir que hubiera deseado completar este trabajo con alguna fotografía que diese idea fiel, o por lo menos aproximada, de la magnitud y de la diversidad ecológica de lo que es el Hayedo; también de su ambiente en calma vigilado de cerca por los picachos serranos que vienen a coincidir con las mayores alturas de la provincia. No es posible, el color no nos acompaña en esta publicación de cada semana. Lugares como el que hoy nos ocupa son todo un conjunto indesgranable de impresiones varias, no sólo visuales, en donde por su limitación la propia fotografía tiene muy poco que decir. Es preciso estar allí para saciarse, para contemplarlo y vivirlo con los ojos bien abiertos aunque sólo sea por unos instantes en toda su realidad. No obstante, ahí van un par de detalles en blanco y negro como pasto más para la imaginación que para los ojos.
            Y en todo el entorno, en unos cuantos kilómetros de montaña a la redonda, todo es vida elemental y formaciones agrestes. Por encima de nosotros el soplo del viento contra los cortes del roquedal, por debajo el continuo soniquete metálico de los cencerros que mueven al pastar las vacas de Cantalojas.