domingo, 6 de octubre de 2013

TEJERA NEGRA, COMO UNA ESMERALDA SIN PULIR


Hablar, o escribir con demasiada frecuencia acerca de las cosas que uno conoce, sin que exista un motivo especial que lo justifique, está por demás. Ello contribuye únicamente a mitificar su imagen, a convertirlas de manera estúpida en lugar común a fuerza de uso, en manido tópico carente de mensaje, en mero producto de feria al que la gente acaba por menospreciar sin haberse detenido en sus valores si es que los hubiere. Hoy, todos esos razonamientos me han venido a cuento y diré por qué.
            A quien esto dice, amigo lector, le unen demasiados lazos de afecto con aquel paraíso natural escondido, como una esmeralda sin pulir, allá por las montañas más septentrionales de la provincia de Guadalajara, al que los honrados campesinos de la comarca dieron en conocer desde antiguo (el rey castellano Alfonso XI ya habla de él) con el apelativo común de Tejera Negra, en tanto que con el correr de los tiempos, y llegando a estos nuestros, la oficialidad principalmente lo da a conocer con un apelativo más completo: “Parque natural del Hayedo de Tejera Negra”. Estupendo.
            Hasta aquí todo bien. Quiera la madre Naturaleza, artífice desde la tarde de la Creación de aquella maravilla, que la tal atención no se convierta algún día en cabecera de epitafio, en esquela mortuoria definitiva e inapelable; pues aquel viejo encanto en estado purísimo que yo conocí hace algunas décadas, una vez que el hombre ha metido la nariz y lo que es peor, la pala excavadora por sus viejos senderos del ganado, viene sufriendo un velado deterioro, aunque la intención haya sido la de poner aquel espacio virgen al servicio de la comunidad -de la ciudadanía, dicen ahora-, laudable decisión que lleva consigo, cuando menos, ciertos riesgos ecológicamente preocupantes.
            Se dice que Tejera Negra, el hayedo de Cantalojas, tiene la particularidad de ser por situación el más meridional de Europa, cualidad que comparte con su homónimo de Montejo en la sierra madrileña, como parte de una misma masa boscosa, lo que quiere decir que puede considerarse a uno como prolongación del otro y viceversa. Las hayas en estado adulto son árboles voluminosos, de corteza gris, muy lisa, dados en exclusiva a las tierras húmedas, preferentemente altas y frías, lo que a partir de estas sierras norteñas de la provincia, y así hasta el cabo de Tarifa donde la península acaba, no volverán a repetirse. Aparecerán, eso sí, en la Submeseta Sur y en toda Andalucía otras especies vegetales curiosas: los olivos, las palmeras y los naranjos, pero no las hayas.

            Esta fagácea, por aquello de que la Naturaleza lo ha querido así, cuenta como tipo excepcional dentro de la variada flora de la provincia de Guadalajara, y de la que, ¡vaya por Dios!, empezando por quien esto dice, sabemos tan poco.
            El Hayedo de Tejera Negra, término municipal de Cantalojas en la llamada Sierra de Ayllón, no cuenta sólo con el encanto de las hayas, que para los no versados en Botánica podrían pasar por otras especies más comunes, como las nogueras, por ejemplo, aunque a ojos y oídos de experto ello pudiera sonar a barbaridad. Más impresiona en aquel escenario natural el paraje agreste e inmaculado donde dichos ejemplares se dan, ocupando con preferencia laderas interminables sobre cuyas cimas se aprietan los pequeños marojos y las estepas, en torno a fantasmales conglomerados de piedra esquinada, pizarrosa, revestida de musgo humedecido en las caras que miran hacia el norte.  
            Por los fondos perdidos en la distancia discurren riachuelos impolutos acabados de nacer. Como el Lillas o el río de la Hoz, con sus regatos subsidiarios por donde corren y se esconden bajo las piedras las truchas autóctonas, a veces mareadas por los furtivos, que aprovechando los favores del estiaje, las sacan a la superficie con aparente facilidad de las bocas que se abren entre las hierbas de los márgenes, donde suelen esconderse cuando el agua escasea.
            Es un gozo en cualquier temporada del año respirar a esas alturas el aire limpio de la montaña. Por los suelos cunde junto a la maleza la estimada galuga, formando retazos de tapiz de un verde real muy llamativo, matón a ras de tierra que engalana bajo el sol alpino de la tarde la soledad de la sierra. Con frecuencia, los vientos que bajan desde la Buitrera, impactados por la nieve en los inviernos crudos, remueven el desnudo ramaje de los árboles. Durante el verano, en cambio, y hasta bien entrado el otoño, las hayas se encuentran pomposamente revestidas con tonalidades varias. Es una visión sedante y confortadora la que ofrece la brisa de las montañas al chocar contra las hojas y contra las pequeñas cápsulas amarillentas de los hayucos.
            Resulta verdaderamente hermoso acercarse, con todo el respeto que los campos merecen, hasta Tejera Negra. El hayedo se va envejeciendo y morirá si no se le cuida. Salpicados como aprendices de árbol por entre los venerables troncos de las hayas más viejas, van saliendo por su cuenta los renuevos, que son garantía de continuidad si el hombre no se obstina en estorbarlo.
            Por algunas vaguadas que se escapan a la vista suena el tintineo constante de las reses vacunas de Cantalojas, cuando les corresponde pastar por aquellos lugares. Los buitres y los quebrantahuesos merodean a menudo por entre las nubes. Algunos caminos de a pie se cruzan con la pista de tierra de un lado para otro, como escapes a través del hayedo, con señales indicadoras que sirven de guía a los que llegan. Si hay suerte, cosa no demasiado habitual, será posible sorprender cerca del camino algún cervatillo a algún corzo despistado, que saldrá de estampida por entre los pinos o entre las propias hayas, apenas se de cuenta de que alguien se aproxima a interrumpir el apacible ritual de su hora del pasto. 

            Son una multitud las diferentes clases de arbustos, de matas y de árboles que al capricho de las bajas temperaturas y de las peculiares condiciones del terreno, se suelen dar. Las florecillas de colores azulados y lilas, las bolitas rojas de los majuelos y de los servales, las fresas encarnadas, mínimas en estado silvestre, suelen aparecer en cualquier rincón perdido, ocultas entre la maleza, o expuestas al sol cuando el astro, en su giro diario hacia el poniente, juega a convertir los espacios de luz en sombra o los de sombra en luz.
            Ni qué decir que hubiera deseado completar este trabajo con alguna fotografía que diese idea fiel, o por lo menos aproximada, de la magnitud y de la diversidad ecológica de lo que es el Hayedo; también de su ambiente en calma vigilado de cerca por los picachos serranos que vienen a coincidir con las mayores alturas de la provincia. No es posible, el color no nos acompaña en esta publicación de cada semana. Lugares como el que hoy nos ocupa son todo un conjunto indesgranable de impresiones varias, no sólo visuales, en donde por su limitación la propia fotografía tiene muy poco que decir. Es preciso estar allí para saciarse, para contemplarlo y vivirlo con los ojos bien abiertos aunque sólo sea por unos instantes en toda su realidad. No obstante, ahí van un par de detalles en blanco y negro como pasto más para la imaginación que para los ojos.
            Y en todo el entorno, en unos cuantos kilómetros de montaña a la redonda, todo es vida elemental y formaciones agrestes. Por encima de nosotros el soplo del viento contra los cortes del roquedal, por debajo el continuo soniquete metálico de los cencerros que mueven al pastar las vacas de Cantalojas.


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