Hablar, o escribir con demasiada frecuencia acerca de las
cosas que uno conoce, sin que exista un motivo especial que lo justifique, está
por demás. Ello contribuye únicamente a mitificar su imagen, a convertirlas de
manera estúpida en lugar común a fuerza de uso, en manido tópico carente de
mensaje, en mero producto de feria al que la gente acaba por menospreciar sin
haberse detenido en sus valores si es que los hubiere. Hoy, todos esos
razonamientos me han venido a cuento y diré por qué.
A quien
esto dice, amigo lector, le unen demasiados lazos de afecto con aquel paraíso
natural escondido, como una esmeralda sin pulir, allá por las montañas más
septentrionales de la provincia de Guadalajara, al que los honrados campesinos
de la comarca dieron en conocer desde antiguo (el rey castellano Alfonso XI ya
habla de él) con el apelativo común de Tejera Negra, en tanto que con el correr
de los tiempos, y llegando a estos nuestros, la oficialidad principalmente lo
da a conocer con un apelativo más completo: “Parque natural del Hayedo de
Tejera Negra”. Estupendo.
Hasta
aquí todo bien. Quiera la madre Naturaleza, artífice desde la tarde de la
Creación de aquella maravilla, que la tal atención no se convierta algún día en
cabecera de epitafio, en esquela mortuoria definitiva e inapelable; pues aquel
viejo encanto en estado purísimo que yo conocí hace algunas décadas, una vez
que el hombre ha metido la nariz y lo que es peor, la pala excavadora por sus
viejos senderos del ganado, viene sufriendo un velado deterioro, aunque la
intención haya sido la de poner aquel espacio virgen al servicio de la
comunidad -de la ciudadanía, dicen ahora-, laudable decisión que lleva consigo,
cuando menos, ciertos riesgos ecológicamente preocupantes.
Se dice
que Tejera Negra, el hayedo de Cantalojas, tiene la particularidad de ser por
situación el más meridional de Europa, cualidad que comparte con su homónimo de
Montejo en la sierra madrileña, como parte de una misma masa boscosa, lo que
quiere decir que puede considerarse a uno como prolongación del otro y
viceversa. Las hayas en estado adulto son árboles voluminosos, de corteza gris,
muy lisa, dados en exclusiva a las tierras húmedas, preferentemente altas y
frías, lo que a partir de estas sierras norteñas de la provincia, y así hasta
el cabo de Tarifa donde la península acaba, no volverán a repetirse.
Aparecerán, eso sí, en la Submeseta Sur y en toda Andalucía otras especies
vegetales curiosas: los olivos, las palmeras y los naranjos, pero no las hayas.
Esta
fagácea, por aquello de que la Naturaleza lo ha querido así, cuenta como tipo
excepcional dentro de la variada flora de la provincia de Guadalajara, y de la
que, ¡vaya por Dios!, empezando por quien esto dice, sabemos tan poco.
El Hayedo
de Tejera Negra, término municipal de Cantalojas en la llamada Sierra de
Ayllón, no cuenta sólo con el encanto de las hayas, que para los no versados en
Botánica podrían pasar por otras especies más comunes, como las nogueras, por
ejemplo, aunque a ojos y oídos de experto ello pudiera sonar a barbaridad. Más
impresiona en aquel escenario natural el paraje agreste e inmaculado donde
dichos ejemplares se dan, ocupando con preferencia laderas interminables sobre
cuyas cimas se aprietan los pequeños marojos y las estepas, en torno a
fantasmales conglomerados de piedra esquinada, pizarrosa, revestida de musgo
humedecido en las caras que miran hacia el norte.
Por los
fondos perdidos en la distancia discurren riachuelos impolutos acabados de
nacer. Como el Lillas o el río de la Hoz, con sus regatos subsidiarios por
donde corren y se esconden bajo las piedras las truchas autóctonas, a veces
mareadas por los furtivos, que aprovechando los favores del estiaje, las sacan
a la superficie con aparente facilidad de las bocas que se abren entre las
hierbas de los márgenes, donde suelen esconderse cuando el agua escasea.
Es un
gozo en cualquier temporada del año respirar a esas alturas el aire limpio de
la montaña. Por los suelos cunde junto a la maleza la estimada galuga, formando
retazos de tapiz de un verde real muy llamativo, matón a ras de tierra que
engalana bajo el sol alpino de la tarde la soledad de la sierra. Con
frecuencia, los vientos que bajan desde la Buitrera, impactados por la nieve en
los inviernos crudos, remueven el desnudo ramaje de los árboles. Durante el
verano, en cambio, y hasta bien entrado el otoño, las hayas se encuentran
pomposamente revestidas con tonalidades varias. Es una visión sedante y
confortadora la que ofrece la brisa de las montañas al chocar contra las hojas
y contra las pequeñas cápsulas amarillentas de los hayucos.
Resulta
verdaderamente hermoso acercarse, con todo el respeto que los campos merecen,
hasta Tejera Negra. El hayedo se va envejeciendo y morirá si no se le cuida.
Salpicados como aprendices de árbol por entre los venerables troncos de las
hayas más viejas, van saliendo por su cuenta los renuevos, que son garantía de
continuidad si el hombre no se obstina en estorbarlo.
Por
algunas vaguadas que se escapan a la vista suena el tintineo constante de las
reses vacunas de Cantalojas, cuando les corresponde pastar por aquellos
lugares. Los buitres y los quebrantahuesos merodean a menudo por entre las
nubes. Algunos caminos de a pie se cruzan con la pista de tierra de un lado para
otro, como escapes a través del hayedo, con señales indicadoras que sirven de
guía a los que llegan. Si hay suerte, cosa no demasiado habitual, será posible
sorprender cerca del camino algún cervatillo a algún corzo despistado, que
saldrá de estampida por entre los pinos o entre las propias hayas, apenas se de
cuenta de que alguien se aproxima a interrumpir el apacible ritual de su hora
del pasto.
Son una
multitud las diferentes clases de arbustos, de matas y de árboles que al
capricho de las bajas temperaturas y de las peculiares condiciones del terreno,
se suelen dar. Las florecillas de colores azulados y lilas, las bolitas rojas
de los majuelos y de los servales, las fresas encarnadas, mínimas en estado
silvestre, suelen aparecer en cualquier rincón perdido, ocultas entre la
maleza, o expuestas al sol cuando el astro, en su giro diario hacia el
poniente, juega a convertir los espacios de luz en sombra o los de sombra en
luz.
Ni qué
decir que hubiera deseado completar este trabajo con alguna fotografía que
diese idea fiel, o por lo menos aproximada, de la magnitud y de la diversidad
ecológica de lo que es el Hayedo; también de su ambiente en calma vigilado de
cerca por los picachos serranos que vienen a coincidir con las mayores alturas
de la provincia. No es posible, el color no nos acompaña en esta publicación de
cada semana. Lugares como el que hoy nos ocupa son todo un conjunto
indesgranable de impresiones varias, no sólo visuales, en donde por su
limitación la propia fotografía tiene muy poco que decir. Es preciso estar allí
para saciarse, para contemplarlo y vivirlo con los ojos bien abiertos aunque
sólo sea por unos instantes en toda su realidad. No obstante, ahí van un par de
detalles en blanco y negro como pasto más para la imaginación que para los
ojos.
Y en todo
el entorno, en unos cuantos kilómetros de montaña a la redonda, todo es vida
elemental y formaciones agrestes. Por encima de nosotros el soplo del viento
contra los cortes del roquedal, por debajo el continuo soniquete metálico de
los cencerros que mueven al pastar las vacas de Cantalojas.
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