lunes, 29 de diciembre de 2014

UNA VILLA CASTELLANO-MANCHEGA: Chinchilla de Montearagón


            "Chinchilla es un pueblo ruin, como todos los manchegos, agobiado como por una honda pena, gris y macilento como todos los poblados donde la gente no asoma los hocicos al tiempo, y en ella no estuve sino el tiempo justo que necesité para tomar el tren que me había de devolver al pueblo, a mi casa, a mi familia" (C.J.C. "La familia de Pascual Duarte")

            La opinión de Pascual Duarte sobre Chinchilla, y en general sobre los pueblos manchegos, no es otra que la de un preso recién salido de la cárcel en la que acaba de pasar tres años, sin que tuviera los ojos ni el corazón como para ternezas y mucho menos como para deleites paisajísticos. Por supuesto que el párrafo es fruto de la imaginación de un joven gallego hasta entonces desconocido, Camilo José Cela, quien puso su primera pica en Flandes con la publica­ción de aquella novela, revolucio­nando en plena posguerra el arte de la narrativa que no es un mérito menor, pero que nada tiene que ver con la realidad de las cosas puestas sobre el terreno, y menos aún con lo que en la novela se dice acerca de Chinchilla, considerado hoy como uno de los pueblos más bellos de España.
            Si nos ponemos a considerar la enorme diferencia que existe entre los pueblos más meridionales de nuestra región y los de las sierras del norte en la provincia de Guadalajara, nos daremos cuenta de que Castilla-La Mancha es una tierra de contrastes, quizás la más variada por cuanto a tipos y paisajes de todas las comunidades autónomas de nuestro país.
            Es verdad que mi estancia en Chinchilla de Montearagón fue breve, unas cuantas horas tan sólo de una tarde plácida de otoño. Digamos que una escapadilla a los confines casi de la región por las comarcas más alejadas de las nuestras.
            Chinchilla es un pueblo antiguo. De las diversas opiniones acerca de su origen, me quedo con la más romántica e increíble de todas, con aquella que asegura que fue fundada por Hércules en el siglo séptimo antes de Cristo. Sus nombres: Cincilia, Teichea, Saltigis y Sintila, entre algunos más que se le atribuyeron en el pasado, sólo nos dan idea de una antigüedad que se advierte enseguida, cuando uno se pone en contacto con el núcleo urbano, incluso antes de haber entrado en él.
            Las construcciones añosas, la inclinación de sus calles, la estampa férrea del castillo colocado en el extremo poniente de la colina sobre la que asienta el pueblo, todo nos habla -en el más libre y el más espontáneo de los lenguajes, que es el de la imaginación- de una ciudad medieval adaptada a las modernas maneras de vivir, pero sobre la que flota el espíritu de pasados siglos en su eterna condición de pueblo vigía, cima de roca y tierra sobre el altiplano desde el que Chinchilla domina, como desde los viejos faros de los puertos se domina el mar, el espectáculo indescriptible de la gran llanura manchega. Monteara­gón, Monte Arrago, que en el hablar de los griegos que anduvieron por allí, no significaba otra cosa que monte de esparto, en referen­cia a la planta textil que tanto abunda en las laderas del Castillo y en los baldíos de toda la comarca.

            El castillo de Chinchilla se nos antoja desangelado en la distancia; le falta la torre del homenaje que desapareció en uno de los momentos aciagos de la Historia. En la torre, que ya no está, del castillo, dicen que pasó una larga temporada en calidad de preso el célebre cardenal, luego clérigo y guerrero, Cesar Borgia, acusado culpable de la muerte del duque de Gandía.
            Pueblo y mirador, atalaya sobre el horizonte infinito, que con acierto supremo describe la seguidilla que todavía cantan las gentes del lugar, y bailan en los aconteceres festivos los grupos folclóricos de aquel rincón sin par de las tierras manchegas:

                           Desde el alto Chinchilla
                          se ve La Roda,
                          se ve La Roda,
                          Albacete y Almansa,
                          la Mancha toda.

            Pero démonos una vuelta (ligera y a nuestro modo, como cuando advertimos momentos antes que la noche se nos echa encima) por las calles más céntricas y más antiguas de la vieja Cincilia. En la Plaza Mayor está el Ayuntamiento, que se timbra con un elegante medallón de piedra en altorrelieve desde el que se asoma en efigie Carlos III bajo una corona real. Junto al Ayuntamiento, obra del siglo XVI, bello por cuanto a fachada y rico por su interior en salas capitulares, queda la iglesia de Santa María del Salvador, trabajo modélico del siglo XV que, dicho sea como fue, se construyó sobre otro templo cristiano de finales del siglo XIII. La mandó levantar el marqués de Villena, don Juan Pacheco, señor de una porción inmensa de tierras y villas manchegas en tiempos de Enrique IV. En la iglesia se advierte variedad de estilos: portada gótica, cabecera renacentista, e interior barroco. Dentro de la iglesia, además de la bellísima reja de la capilla mayor, debemos referirnos a la imagen en alabastro de la Virgen de las Nieves, del siglo XV, que el pueblo de Chinchilla venera como Patrona.
            En la calle que dicen Obra Pía hay un palacio del que se deben destacar los escudos de armas que sostienen sus muros y la formidable rejería de los balcones. No lejos, como residuo musulmán de tiempos de reconquista, existen unos baños árabes a los que no pude entrar por falta de tiempo. Calle de Diablos y Tiradores, del Hondón, Baja Despacio y calle del Infierno, son algunos de los nombres que anoté en mi cartera al andar por el casco viejo de Chinchilla.

            De compras y recuerdos, el pueblo es un verdadero zoco en donde adquirir todo lo que se desee. Las piezas de cerámica y las alfombras urdidas al modo musulmán, deben de ser las estrellas del artesanado local. Allí se ven cuerveras expuestas a la admiración y a la venta, morteros para la salsa y el atascabu­rras, jarrones de ordeño, jarras comunes en diferentes modelos para servir en fondas y mesones el rico vino manchego, y no sé cuántos tipos de objetos más, todos ellos al gusto de nuestros antepasados, al hilo de la tradición, evocadores de usos y de costumbres ya idos.
            Y queda para final del relato la visión fantástica de las casas-cueva que hay en el barrio del Hondón, cuando se sale de Chinchilla con el sol puesto. Es la sorpresa final que ofrece al visitante la ciudad antigua, y que aunque sólo sea por ello, bien vale la pena darse una vuelta por allí en el tiempo y en la hora oportunos. El otoño es para mi gusto el momento recomen­dable, aunque quienes no conocen Chinchilla suelen pasearse por él en temporada turística, es decir, en pleno verano, cuando el misterio que siempre esconden las ciudades de corte medieval, se aminora de un modo sensible. Las casas-cuevas, minadas en la roca, fueron en otro tiempo habitáculo de mendigos y de familias pobres. Alguien tuvo la idea feliz de pintar de cal las fachadas y las chimeneas de las cuevas, lo que dio como resultado en su conjunto un espec­táculo increíble, cuya imagen, remarcada por la luz tenue de las farolas que iluminan los toscos muros de enjalbegue cuando la penumbra apenas permite distin­guir las almenas del castillo, la visión se torna confusa entre lo real, lo fantástico, y el complicado mundo de los sueños. Hoy son artistas y poetas los que las habitan.

            El campo de la Mancha se pierde en la oscuridad poco más tarde. La ciudad de Albacete deslumbra al viajero con reflejos diamantinos cuando, cerrada la noche, la pasa de largo por una de sus orillas. Aún queda mucha Mancha y mucha noche para caminar. 

sábado, 15 de noviembre de 2014

A VUELTAS CON CERVANTES




            Que uno se sienta entusiasta del autor de “El Quijote” es una razón de justicia fácilmente comprensible. Nadie hasta el momento, ni antes ni después, ha dado tanta categoría nuestro idioma como él le dio, y muy pocos han viajado por los caminos de la literatura con la profundidad y con el señorío que él lo hizo. Cervantes, amigo lector, es uno de esos personajes que aparecen de forma casual en las páginas del tiempo, en un lugar determinado y en unas circunstancias muy especiales, y que después vuelven a desaparecer dejando a sus semejantes una huella contra la que no puede el pasar de los siglos, a no ser para reavivar su esplendor, para poner más de manifiesto en el juego de las generaciones su condición de divo.
            Muy poco, pero es posible que algo sí, toque para la azarosa biografía de Cervantes como escenario estas tierras de Guadalajara. Consta que las conoció medianamente bien, que fue amigo personal de uno de los ilustres de su siglo, el poeta Luis Gálvez de Montalvo, cuya obra ensalza en “El Quijote”; que sirvió en Lepanto a las órdenes de un capitán de Guadalajara, don Diego de Urbina, en la galera Marquesa, y que muy probablemente anduvo por aquí siendo niño debido al oficio de su padre don Rodrigo de Cervantes, el zurujano (entre médico y curandero) quien recorrió varias ciudades de España, entre ellas Guadalajara, ejerciendo su quehacer oficial, como así consta en todas sus biografías.
            Pues bien, poco a poco, y sin base alguna de apoyatura dotada de rigor, de hace tiempo a hoy viene cundiendo la idea de que don Miguel de Cervantes, el alcalaíno autor de la más celebrada pieza de nuestra Literatura Castellana, no fue natural de la vecina ciudad del Henares, ni hijo del zurujano don Rodrigo de Cervantes ni nada que se le parezca, en contraposición de lo bien documentado de tantos testimonios de su tiempo, tales como el de su propia partida de bautismo, a la que más adelante nos tendremos que referir, o al acta de su liberación como cautivo de Argel, a la que pertenece la siguiente transcripción: «El 19 de Septiembre de 1580 se rescató a Miguel de Cervantes, natural de Alcalá, de edad de 31 años, hijo de don Rodrigo Cervantes  y de doña Leonor de Cortinas, vecino e la villa de Madrid, mediano de cuerpo, bien barbado, estropeado del brazo y mano izquierda.» Creo que existen varios documentos más en los que apoyarse, y que, dada la evidencia de su origen, ni siquiera vale la pena hurgar en, pues antes muchos otros lo hicieron para llegar a la definida y única verdad acerca de su origen.

            No obstante, la pequeña bola de nieve sigue rodando. Al principio fue sólo un decir, a la vista de una partida de bautismo correspondiente a otro Miguel de Cervantes, hijo de Blas Cervantes Sabedra y de Catalina López, encontrada en la iglesia de Santa María la Mayor de Alcazar de San Juan. Luego -aunque no tomase parte en el pleito dialéctico con opinión personal alguna-, Azorín dejo en boca de los miguelistas de El Toboso, frases como ésta: «¡Pero no será lo que dicen los Académicos, señor Azorín! ¡No lo será! Miguel era de Alcazar, aunque diga lo contrario todo el mundo. Blas también era de allí y el abuelo era de El Toboso.» Expresión rotunda y terminante, pero vacía en absoluto de razón y de argumento sobre el que apoyarse. Son ahora los autores de algunos libros de texto los que omiten el lugar de nacimiento de Cervantes, temerosos, creo yo, de que en tierras de la Mancha se puedan tomar represalias y lo acuse la venta de su producto, al tomar partido en una controversia carente de toda razón de ser, lo que va en perjuicio de la correcta formación de los estudiantes. La Mancha toda, a la que por vocación y por naturaleza me siento vinculado, debe mostrarse satisfecha más que nada con la obra del autor, y por su repercusión universal en favor de aquella tierra incomparable, como aquí lo procuramos, salvando las distancias, con la obra viajera de C.J.Cela; pero de ahí, a regatear algo tan sagrado como la naturaleza de Cervantes, hay una distancia, un trecho que cuando sobre él se hurga, se comete un acto de desconsideración, de ingratitud con la persona hacia la que todos los que hablamos su idioma, todavía más las gentes de la Mancha, deberíamos sentirnos en deuda.
            Tengo sobre la mesa de mi escritorio la fotografía de ambas partidas de bautismo: la de Alcalá (Parroquia de santa María), y la de Alcazar de San Juan, documento que me ha sido de utilidad máxima para disipar cualquier duda en lo que pudiera referirse al lugar de nacimiento de Miguel de Cervantes.
            En la partida alcalaína de la iglesia de Santa María, dice lo siguiente: «Domingo nueve días del mes de octubre año del Señor de 1547, año que fue bautizado Miguel, hijo de Rodrigo de Cervantes y su mujer doña Leonor, fueron sus padrinos Juan Pardo, bautizole el reverendo señor bachiller Serrano, cura de Nuestra Señora siendo Baltasar Vázquez sacristán y yo que le bauticé y firmé de mi nombre el bachiller Serrano.» Aseguran algunos de sus biógrafos que el suyo fue un bautizo sin fiesta ni derroche, un bautismo de niño pobre.
            La partida de Alcazar de San Juan, se conserva en el archivo parroquial de la iglesia de Santa María la Mayor en aquella ciudad manchega. Dice, con letra algo más clara que la anterior, lo siguiente: «En nueve días del mes de noviembre de mil quinientos cincuenta y ocho, bautizó el licenciado señor Alonso Díaz Pajares un hijo de blas Cervantes Sabedra y de Catalina López, que le puso nombre Miguel. Fue su padrino de pila Sánchez de Ortega acompañando Julián de Quirós y Francisco Almendros y las mujeres de dichos.» Al margen del acta lleva una anotación, manuscrita con otro tipo de letra, en la que se lee: «Este fue el autor de la Historia de Dn. Quixote.» Un añadido tal vez de otra época, escrito por mano diferente.

            Teniendo delante de los ojos las fotografías correspondientes a las dos actas de bautismo, enseguida se llega  al conclusión de que el Miguel de Cervantes nacido en Alcalá de Henares y el de su homónimo de la ciudad manchega son personas diferentes, y que el autor de “El Quijote” es el primero de ellos, el que la ciudad de Alcalá Viene honrando desde hace más de cuatro siglos como su hijo preclaro; y el Miguel de Cervantes de Alcazar de San Juan no pasa de ser una pura coincidencia, como posiblemente habrían podido aparecer varios más con el mismo nombre y apellido en otros lugares de España. Si comprobamos las fechas de nacimiento de ambos, el Cervantes de Alcalá contaba con 24 años recién cumplidos en 1571, fecha de la batalla de Lepanto, en la que participó y perdió uno de sus brazos. El de Alcazar de San Juan, según su propia acta de bautismo que tantos manchegos dan por buena, tenía 13 todavía sin cumplir en tan memorable fecha para la Historia; edad impropia como para tomar parte como soldado en los ejércitos de Felipe II, rey de las Españas.

            Como ampliación a ese cúmulo de datos relacionados con el nacimiento de Cervantes, baste decir que la casa de la calle de Imagen número 2, en la que vino al mundo el 29 de abril de 1527, según el calendario antiguo, fue localizada en el año 1941 por el reconocido cervantista conquense don Luis Astrana Marín, y destruida después por orden de la Diputación Provincial de Madrid. En el mismo solar se ha edificado otra que pretende guardar el mismo estilo. De la vivienda original sólo se conserva el pozo.  
(En las fotografías: Fachada de la Casa de Cervantes en Alcalá de Henares; litografía de Miguel de Cervantes; Monumento al "Quijote" en Alcazar de San Juan.    

viernes, 7 de noviembre de 2014

RECORDANDO AL PINTOR RAFAEL PEDRÓS


De los artistas vivos -refiriéndome al arte de la Pintura, naturalmente-, y casi, casi, de los pintores de todos los tiempos, me atrevería a decir que el madrileño Rafael Pedrós, es el que cuenta con el mayor número de cuados repartidos por toda la provincia de Guadalajara. Los nuevos retablos de casi el cien por cien de las iglesias, que durante las últimas décadas han renovado o restaurado sus antiguos monumentos en madera y óleo, que preside los impresionantes presbiterios de tantas de ellas, son obra de Pedrós; aparte, claro está de los muchos más que existen en otras provincias de España, y aun del extranjero. Sin contar con sus pinturas de ambiente no religioso. De esto hablamos hoy.  

Momentos antes de ponerme a este trabajo, dedicado a él y a su obra un poco de manera sucinta, hemos mantenido una amigable conversación telefónica. Hacía tiempo que no lo veía, ni tenía noticias suyas desde las pasadas fiestas de Navidad que, como en él es costumbre, casi todos los años se me adelanta con la acostumbrada e ilustrada felicitación. La última vez que estuvo en casa lo encontré un poco desmejorado, aunque suponía que con los atentos cuidados de Pilar, su esposa, haya podido hacer frente  a los achaques que la edad -Rafael ya ha pasado el umbral de los ochenta-nos viene a recordar que no somos eternos, aunque él sí que lo será en el perpetuo legado de su obra. Lo he encontrado bien, por cuanto a su voz, por cuanto a la vista es otra cosa, según me ha dicho, hasta el punto de no poder conducir el coche, lo que le priva de venir al pueblo, como en ellos era costumbre, muchos de los fines de semana. Buena parte del verano lo han pasado en el pueblo, eso sí, con su hija Marina como conductora y compañera de viaje.
            Rafael Pedrós es pintor, un excelente pintor nacido en Madrid, quien desde la década de los años setenta se afincó en el pueblo alcarreño de Yálamos de Abajo, ribera del río San Andrés, donde a temporadas comparte estancia con la Capital de España. Por su carácter, y porque se siente feliz entre nosotros, a Rafael Pedrós podemos considerarlo como un producto de nuestra tierra, en la que, por otra parte, ya ha dejado para la posteridad una buena muestra de su obra distribuida en diferentes iglesias, ermitas y oratorios, repartidos por toda la provincia, además de en colecciones particulares como se puede ver en algunas de las fotografías que dan categoría y prestigio a este trabajo.
            Datos acerca de su personalidad y de su obra los encontramos en diversos medios, tanto escritos como gráficos, además de la Red, de la que digamos no es demasiado entusiasta, pero que está llena de referencias a su persona, como corresponde a uno de los artistas más distinguidos del último medio siglo. Pedrós figura en muchas publicaciones sobre  arte y sobre artistas de nuestro tiempo, en los Diccionarios de Madrid y de Guadalajara, con referencias y comentarios al hombre y al artista, en tanto que su obra, variadísima por cuanto a temática se refiere, ha encontrado digno acomodo en museos y en colecciones no sólo de España, sino de otros muchos países del mundo, dígase en Francia, Méjico, Japón, Siria o Estados Unidos, entre otros más, a los que llegó en diferentes momentos y por distintas causas  el regalo de su arte.
            No conozco toda su obra; pues los creadores tan fecundos como él lo ha sido,  llevan consigo ese inconveniente a la hora de juzgar con total precisión el valor de su trabajo. No obstante, me atrevería a decir que mucho de lo mejor que ha hecho, de lo más inspirado y de lo más ortodoxo que salió de su paleta por cuanto a técnica y perfección, se encuentra en nuestro país, y de un modo muy particular en Guadalajara y su provincia, de lo que podría servirnos como muestra admirable su famoso “Cristo de la Miel”, en el que se recoge no sólo la escena del Gólgota según los Evangelios, sino por añadidura un algo de la Historia Provincial, con varios de los personajes más importantes que ha dado esta tierra a través de los siglos, representando a aquellos del primer Viernes Santo en Jerusalén, con del campo de Guadalajara como fondo, en una recreación oportuna donde figuran los más destacados detalles paisajísticos que le dan carácter.

            Una inspirada alegoría a la familia de los Mendoza cuenta así mismo entre sus mejores trabajos, tema de carácter histórico-social tan ligado a nuestro pasado, con referencia a la más importante de las familias que pasaron por aquí a lo largo de todos los tiempos, que tendrá su culmen en la recientemente aparecida “Baraja Mendocina”, todo un alarde que en música se podría llamar divertimento, y en pintura sencillamente genialidad, exclusiva de los grandes maestros; y Rafael Pedrós es uno de ellos.
            Durante sus estancias en Yélamos nuestro pintor se dedicó a disfrutar de la vida como él sabe hacerlo: pintando, gozando de la naturaleza, tocando el armonium que guarda en la quietud de su estudio, donde si no recuerdo mal, aparecen toda clase de piezas recogidas y clocadas convenientemente por él a modo de museo. Allí podemos ver varios instrumentos de cuerda, estatuillas de diferentes tamaños y estilos, libros antiguos, pequeños arcones, cuadros de su propia producción e infinidad de objetos, a la vista de los cuales nos resulta fácil adivinar no sólo su exquisita personalidad, sino también los caminos por los que le ha gustado transitar a lo largo de su vida.


            Dentro de la diversidad de motivos que integran la extensa obra de Pedrós, destacan en número los de carácter religioso, sobre todo tomando parte de la estructura final de importantes retablos de iglesias repartidas por pueblos y ciudades de España, entre los que es justo destacar como modelo por su grandiosidad el de la iglesia de Santa María Magdalena de Mondéjar, construido sobre madera policromada en los talleres Artemartínez de Horche, donde aparecen catorce lienzos de nuestro pintor sobre escenas de la Vida, Muerte y Pasión de Cristo, admirable monumento que por sí mismo vale la pena ser conocido. Lo demás de la obra de Pedrós se reparte entre los diferentes géneros relacionados con el Bello Arte: paisajes, bodegones, estampas urbanas, alegorías, retratos, de los que sirvo como muestra algunos ejemplos.
            Una vida dedicada a la pintura casi al cien por cien. Me ha hablado de hasta mil retratos, o tal vez más, de personalidades que ha pintado a lo largo de su vida, y no menos de setenta retablos para iglesias. De su biografía podemos sacar ciertos datos de juventud en los que se habla de su formación en la Escuela Superior de Artes y Oficios de Madrid, del Casón del Buen Retiro, de los museos de Arte Moderno y del Prado, donde pintó y se formó durante diez años como copista, de la italiana Escuela de Siena, en donde se versó en la pintura del Renacimiento, y en fin, lo que unido a su vocación y amor al trabajo, hacen de él un personaje de los que ha de quedar para la posteridad firme memoria. Más en esta Guadalajara en la que él siente como suya y Guadalajara -no dada a mostrarse excesivamente abierta en reconocimientos- también se honra con él.     

                                                         

viernes, 31 de octubre de 2014

EN LA FIESTA MAYOR DE LA COLONIA PERUANA


Tuvo lugar el domingo día 19 en la iglesia de San Juan de Ávila de Guadalajara. Una fiesta de auténtico color y sabor peruano en honor del Señor de los Milagros, ínfimo apéndice de la gran fiesta que en ese día se celebra en todo el país andino, con especial relieve en la ciudad de Lima, en donde a la procesión asisten más de un millón de fieles. En España viven actualmente muchos miles de peruanos y en Guadalajara varios centenares. Un rito, una devoción arraigada en torno a su imagen, un sentimiento patrio…, no lo sé. Pero es cierto que el nutrido grupo de hijos de aquellas tierras tuvieron en nuestra ciudad una jornada de convivencia, de la que aquí damos cuenta.  

            Debo advertir que la ceremonia me cogió por sorpresa en la misa de diez el pasado domingo, la habitual a la que suelo asistir en la iglesia de San Juan de Ávila. Tenía idea de algo que por estas fechas, en años precedentes tenía lugar en esta iglesia de la capital, promovido por la colonia de peruanos residentes en Guadalajara: varios centenares posiblemente; pero no tenía de ello una información concreta. Ahora, y con la ayuda de don Pedro Pablo Carvajal que me ha prestado las tres fotografías que ilustran este reportaje, puedo permitirme el dar cuenta los lectores del cómo y el porqué de lo que allí vi, y que de manera muy especial dedico a los peruanos de aquí -y de allá, a través de la Red- en fechas aún próximas a la gran fiesta de la Hispanidad que celebramos el pasado día doce.
            Minutos antes se había congregado un importante grupo de personas, de ambos sexo y de todas las edades, en la pequeña explanada junto a la verja y a las escaleras que dan paso puerta de entrada. El aspecto físico de muchos de ellos era el característico de los habitantes de los países andinos. Varios de los varones iban ataviados de un extraño hábito talar de color azul oscuro, con un grueso cordón blanco pendiente del cuello.
            Fue una ceremonia prolongada, muy peculiar e interesante por el carácter festivo y costumbrista que se le dio en todo su desarrollo. A un lado del presbiterio, colocada sobre unas andas y rodeada de flores, una réplica procesional de la verdadera imagen del Señor de los Milagros (Cristo en la Cruz) que se venera en el altar mayor del Santuario de Las Nazarenas de la ciudad de Lima, con la imagen de Nuestra Señora de la Nube al respaldo. Las lecturas fueron proclamadas por dos de los nativos peruanos y la Misa presidida por el párroco, don Fidel Blasco.
            A lo largo de la función religiosa tuvo lugar el acto de admisión y juramento de seis nuevos miembros de la Hermandad, cuatro hombres y dos mujeres, así como la bendición de hábitos. En el momento de las ofrendas, que fueron varias, destacó la de dos banderas, una de España y otra de Perú, que quedaron extendidas al pie del altar durante toda la ceremonia. La procesión por las calles del entorno parroquial, lenta, pausada, con música de dulzainas y canto del Himno al Señor de los Milagros, tuvo lugar al terminar la misa, con la réplica del cuadro patronal a hombro de los hermanos.
                                                                                    

            En todo su país y en otras muchas ciudades del mundo suelen celebrar los peruanos actos como éste, destacando sobre todos los demás la procesión que en ese día se celebra en la ciudad de Lima, a la que han llegado a asistir en distintas ocasiones cantidades de público que superan en mucho el millón de personas, sin duda la más multitudinaria en todo el orbe católico. A la verdadera imagen, antes aludida, pintada sobre una pared de adobe por un esclavo angoleño de nombre Pedro Dalcón, se le conoce también como el “Cristo Moreno”, en alusión a que la mayor parte de sus devotos debieron ser de la raza negra, habida cuenta de que los africanos, esclavos o libres de otros tiempos, encontraron en este tipo de cofradías una especie de consuelo frente a la opresión a la que se les sometió en Perú durante los siglos XV y XVI. Los naturales de aquel país cuentan y no acaban acerca de los muchos milagros, que no sólo en su tierra, sino también fuera de ella, se han atribuido a la intervención de Cristo en esta advocación tan querida y tan venerada por todos.
            Como enseña permanente de su devoción en Guadalajara, hace ya tiempo que en un lateral de la iglesia de San Juan de Ávila, los miembros de la Hermandad colocaron un cuadro del Señor de los Milagros por encima de una mesita en la que hay un pequeño jarrón, donde nunca suelen faltar las flores que a lo largo del año ofrecen sus devotos.

            Me hubiera gustado en aquel momento, más que cambiar impresiones con alguno de los componentes de la Hermandad, haberlo hecho con el “mayordomo”, Jaime Manrique, del que saqué la impresión de que podía ser la persona más indicada para responder a mis preguntas. No lo consideré posible en aquel momento, en plena procesión a la salida de la iglesia; pero sí que tuve la oportunidad, sin abusar de la importancia del momento, de que me diera un número de teléfono para ponerme en con tacto con él en otro momento y poderle hacer algunas preguntas relacionadas con aquella fiesta; compromiso que se ha cumplido al medio día de hoy, martes día 20, aprovechando, debió de ser, un breve alto en su trabajo. Esto fue lo que le pregunté y éstas fueron sus respuestas:
            - Creo que a todos nos ha sorprendido vuestra fiesta gratamente; también el número de asistentes al acto procedentes de vuestro país ¿Cuántos peruanos vivís en este momento en Guadalajara?
            - Aquí somos muchos, muchos. Puede ser que seamos más de mil.
            - Entonces los que habéis asistido al acto sólo sois una buena representación ¿NO?
            - Sí; ahora estamos un poco en periodo de organización. Es todo muy reciente. En Guadalajara somos muchos más.
            - Todos los que habéis venido, supongo que seréis miembros de la Hermanada.
            - Todos, por ahora, no. Recién juramentados estamos veinte. Pronto seremos muchos más.
            - ¿Es ésta la única ocasión en la que os reunís a lo largo del año?
            - Sólo nos juntamos en esta ocasión, sí, en la fiesta de octubre.
            - Tengo idea de que en Perú las procesiones del Señor de los Milagros son auténticos acontecimientos de multitudes.
            - Sí que lo son. En Lima que es la capital, con el Señor de los Milagros que sale Las Nazarenas, salen en procesión cantidades enormes de gente, millones de personas. Allí hay unas cincuenta cuadrillas, con doscientos juramentados cada una-
            - ¿Añoráis vuestro país?
            - Sí, que lo añoramos, mucho. Por eso es por lo que organizamos esta fiesta.
            - ¿Os sentís a gusto en Guadalajara?
            - Aquí nos sentimos muy a gusto. En Guadalajara la gente es muy acogedora.
            -¿Qué es lo que más echáis en falta de vuestra tierra?
            - Añoramos muchas cosas. Echamos en falta a la familia que se quedó allá, y también nuestras costumbres y nuestras comidas peruanas.
            - ¿También las comidas?
            - En España las comidas son muy buenas, pero allí son distintas y muy variadas las frutas y hay más productos de origen vegetal. Por ejemplo, de patatas hay cincuenta clases diferentes.
            - ¿La mayor dificultad que encontráis en España?
            - El trabajo, como en todas partes.
            - Pues nada, amigo Jaime Manrique, impulsor y mayordomo de esta fiesta peruana en la capital de la Alcarria. Esperamos volver a estar con vosotros al año que viene.

            - Si Dios quiere. Espero que sí.    

sábado, 23 de agosto de 2014

LA RUTA GUADALAJAREÑA DE ÁLVARO DEL PORTILLO

           


 A falta de un mes para que se celebre en Madrid la solemne ceremonia de beatificación de un madrileño insigne, Álvaro del Portillo, el que en su día, como sucesor inmediato de san Josemaría Escrivá, fuese obispo-prelado del Opus Dei desde el 15 de septiembre de 1975, hasta el mismo día de su fallecimiento en Roma, el 23 de marzo de 1994, tan inesperado como providencial, a cuyo velatorio en la Sede Central del Opus Dei, asistió en persona para rezar ante su cadáver el papa Juan Pablo II. Esto nos da idea de su personalidad y de su fidelidad a la Iglesia, como habrá ocasión de comprobar el día de su beatificación, a la que está previsto acudan a Madrid cristianos procedentes de más de cincuenta países.
            Se ha escrito mucho, y se seguirá escribiendo acerca de la virtud, de la santidad, y del servicio a la Iglesia de don Álvaro del Portillo, un español universal cuyo lema no fue otro que el de servir, haciéndose notar lo menos posible. Dios lo llamó al día siguiente de su regreso de Tierra Santa, horas después de haber celebrado la Santa Misa en el Cenáculo, donde Cristo instituyó la Eucaristía en la noche del primer Jueves Santo, víspera de su muerte.
            A nosotros, habitantes de esta tierra, nos deberá interesar, como dato muy personal de su vida, la relación que tuvo con la provincia de Guadalajara en plena Guerra Civil; episodio del que él mismo dejó noticia escrita en una serie de apuntes tomados sobre la marcha, que, con el título “De Madrid a Burgos por Guadalajara”, se conservan en la sede central del Opus Dei en la Ciudad Eterna.

            La narración es larga, y en ella se repiten a cada instante hechos que escapan de toda lógica humana. Álvaro del Portillo, Vicente Rodríguez Casado y Eduardo Alastrué, eran tres jóvenes universitarios, miembros del Opus Dei, que cumplían su Servicio Militar en la zona republicana. Verano de 1938. Josemaria Escrivá, el Padre, los esperaba en Burgos, después de librar un sinfín de dificultades en la más que expuesta aventura del conocido como Paso de los Pirineos. Álvaro, Eduardo y Vicente, servían en diferentes destacamentos, y con Eduardo hacía mucho tiempo que no se veían ni tenían noticias suyas. Lo que sí tenían muy claro fue que su intención no podía ser otro que tramar una escapada para reunirse con el Padre.

            Por razones que no cabe explicar con mayor detalle por escasez de espacio, Álvaro y Vicente se encontraron en Anchuelo formando parte de un mismo batallón. Al cabo de unos días, fueron sacados del batallón como parte de un lista de doscientos soldados con la orden de marchar a Chiloeches; pero faltaba Eduardo, del que seguían sin tener noticias desde que un mes antes salieron de Madrid. En Chiloeches, nuestros dos hombres fueron nombrados cabos. Dos días después (el primero de noviembre), el destacamento de Chiloeches partió hacia Fontanar, donde permanecieron un par de semanas haciendo instrucción de orden cerrado y después de combate. El día 19 de septiembre ocurrió algo inesperado; pues mientras Vicente descansaba en una sombra, observó cómo un grupo de otros doscientos soldados se acercaba hacia ellos. Venían a completar el batallón, y al frente del grupo descubrió que venía Eduardo. Un día después, Álvaro consiguió de los oficiales más cercanos a él, que Eduardo fuese incorporado a su compañía. Los tres se habían vuelto a encontrar juntos en Fontanar, donde permanecieron hasta finales de septiembre.
            Llegado su momento el batallón salió camino del frente, que se encontraba a uno y otro lado de la sierra del Ocejón. En Razbona se detuvieron a comer un poco y enseguida reanudaron la marcha. A Tamajón llegaron a las diez de la noche, una cena de urgencia y de nuevo se pusieron en camino, por pista primero y después a campo través, hasta situarse sobre un leve altiplano junto al pueblecito de Roblelacasa, donde una vez instalados, fueron advertidos de que no se acercasen a Majaelrayo, porque hasta allí llegaban las incursiones del enemigo.
            Al día siguiente, los soldados de la escuadra a la que Álvaro relevó, le dieron el encargo de que había que bajar hasta Campillo de Ranas para hacer unas compras. Álvaro consultó al teniente si podía él hacer aquel encargo. El oficial le dio permiso, advirtiéndole que fuera armado y que llevase un acompañante. Esto lo habló con Eduardo, por lo que ya eran dos para escapar. Faltaba Vicente, quien, como cabo que era, pidió permiso para bajar al pueblo con el encargo de comprar unas medicinas.
            Por aquellos días, el Padre había pedido a varios miembros de la Obra con los que tenía relación cercana, que encomendasen de manera especial a los que estaban en la zona republicana, para que pudiesen estar con ellos en Burgos el día 12, fiesta de la Virgen del Pilar.
          
            Horas de tregua, de planes para la huida en una tierra complicada y desconocida. Y en la mañana del día 11, cada uno con diferente encargo y por distinto camino para evitar sospechas, salieron hacia Campillo de Ranas con el uniforme reglamentario, y de allí a Majaelrayo. Rodeo del Ocejón en desapacible tarde de lluvia. Descenso hacia las vegas del río Sonsaz y vuelta a subir, siempre en dirección norte. Laderas y pendientes difíciles de matorral y lajas de pizarra humedecida. Cesa la lluvia al tiempo que la sierra se va oscureciendo a la caída de la tarde. Los tres fugitivos, con el temor constante de que pudieran ser perseguidos, cruzan trochas y barrancos. Atraviesan arroyos. Cierra la noche. Imposible seguir caminando. Divisan una cueva al otro lado de la vega, donde deciden pasar la noche.


            Se levantaron con los primeros claros el día del Pilar. Juntos reinician la marcha. Encontraron rodadas de carros. Más adelante les sorprende el toque de campanas. Desde un alto descubren a distancia un pueblo. Unos pastores les informan de que el pueblo es Cantalojas y que está en poder de los nacionales. Se desplegaron para no llamar la atención. Unos lugareños que vigilaban armados en tierra de nadie, con orden de disparar ante la menor sospecha, desobedecen la orden y les dejan seguir su camino.
            En Cantalojas asistieron a la Misa Mayor, y después de declarar y tomar algo de alimento, desde el pequeño a modo cuartel que había montado en una casa de la plaza, llamaron por teléfono al padre de Vicente, coronel del ejército nacional. Al día siguiente los llevaron a Jadraque, donde ya había acudido el padre de Vicente. Nuevas declaraciones, y traslado a Burgos donde les aguardaba el Padre.

            Los detalles de carácter sobrenatural se omiten, aunque son fáciles de advertir, y aun leer en alguna de las biografías que existen sobre el inminente beato de la Iglesia, de lo que puedo dar fe por su propio testimonio, de quien en vida recordó con especial cariño a todos estos pueblos.

(En las fotografía: Paisaje de los alrededores del Pico Ocejón; Don Álvaro del Portillo, y vista parcial del Cantalojas.  

lunes, 27 de enero de 2014

ANDUALEM


            Andualem me mira con una sonrisa viva, de hombrecillo feliz, desde la fotografía que tengo delante de los libros en la biblioteca de mi despacho. El niño levanta sus manitas de color chocolate con los dedos pulgares alzados en señal de victoria. Andualem nació en el Cuerno de África hace tres años, y por vía de adopción es mi nieto, oficial y legalmente, desde hace cuatro semanas. De huérfano de la tribu gumuz -al oeste de Etiopía- a hijo de profesores de educación Secundaria en España, hay un abismo, un cambio inimaginable que a su corta edad Andualem ha sabido asimilar con rapidez sin que para él haya supuesto el menor trauma. La adopción de niños en desamparo es una muestra evidente de que en los países del llamado primer mundo, entre ellos el nuestro, todavía emerge algún valor efectivo en medio de una irrupción de ambientes infectos, de comportamientos corruptos, egoístas y desconsiderados, como notas características que nos distinguen y que algún día para mal nuestro la historia se encargará de airear.
            Como es fácil suponer, he seguido de cerca el escabroso trámite que desde el verano del año 2010 han tenido que bandear mis hijos para dar la gestión por concluida y contar con el deseado infante como hijo suyo. Un coste económico considerable que no todo el mundo se puede permitir; una pelea continua contra los inconvenientes impuestos por la burocracia, empeñada en estorbar los pasos en favor de nadie y en perjuicio de todos; un sí a cada paso, oscurecido al día siguiente con un no, para amargar la espera, hasta que por fin, con un poco de suerte y un mucho de paciencia: un primero y un segundo juicio en el que son citados los padres biológicos del niño, si es que los hay, y la adjudicación definitiva llegado el momento. Toma del avión en viaje de ida; estancia en el país de origen entre diez y treinta días, conviviendo con el niño en un hotel; nuevos trámites a resolver en la Embajada, y si no surgen otros impedimentos ajenos al sistema, la aventura concluirá con la vuelta a casa en compañía del nuevo miembro de la familia.
                                                                                    
            Las razones que suele argüir la oficialidad cuando se le pregunta el porqué de tanta complicación frente a un acto voluntario de piedad suprema, por tratarse nada menos que de una persona con toda su dignidad lo que anda en juego; las razones, digo, no acaban por convencer a nadie. Son varios los matrimonios o parejas que pretenden adoptar y desisten en su empeño debido a las múltiples complicaciones, muchas de ellas abusivas, que a la larga impiden contribuir con hechos a lograr un mundo mejor, una humanidad más justa. Son millones de niños en desamparo los que siguen llenando los orfanatos en tantos países de la tierra, los cuales, si se eliminaran muchas de las barreras que imponen los Estados, podrían correr la misma suerte que el pequeño Andualem, quien después de cumplir por parte de sus padres con los trámites legales de última hora una vez en nuestro país -inscripción en el Registro Civil con su nuevo nombre y apellidos- ha pasado a llamarse Andrés, su equivalente en nuestro idioma, que, feliz coincidencia, es el nombre de su padre. 
 ("Nueva Alcarria"  29.XI.2014) 

miércoles, 22 de enero de 2014

MANU LEGUINECHE EN EL RECUERDO

Ha fallecido Manu Leguineche, el escritor, el periodista, el amigo. Hoy mismo se me ocurrirían respecto a su persona las mismas cosas que hace diez años, cuando en 2004 le entregaron en Peñalver "su peso en miel" y publiqué al día siguiente un sentido comentario en cuanto a la personalidad del amigo. Lo hemos sentido mucho. Los últimos seis u ocho años de su vida los ha pasado en su casa de Brihuega, bien en su silla de ruedas, o bien postrado en la cama, según le permitía su penosa enfermedad. Ibamos a verlo, unos u otros, con relativa frecuencia y a pasar algún rato con él. Hoy nos ha dejado definitivamente. Éste es mi recuerdo y mi pequeño homenaje en su memoria. Ahí os lo dejo.


 "CIEN KILOS DE HUMANIDAD"
No fueron cien, sino ciento uno los que dio la romana con la que los mieleros de Peñalver pesan cada año a un famoso elegido por el jurado. Seguramente que ese kilo demás, y algún otro, es lo que pesó la capa que colocaron sobre los hombros al insigne periodista antes de someterle al consabido ritual de convertir su humanidad en una cifra factible de evaluar, capaz de ser convertida en un quintal de la miel más prestigiosa con la que regala al hombre la Madre Naturaleza. Kilo de hombre por kilo de miel, Manu Leguineche -que es diabético y la tiene prohibida- va, pero que muy bien servido.
            No obstante, cuando me he decidido a poner título a esta serie de ideas un poco deshilvanadas, no me he querido referir con la palabra “humanidad” a lo que es la persona humana como ser, más o menos afortunado, de los que entramos por propia condición en el llamado reino animal. Esa es la última de las acepciones con las que recoge el Diccionario de la R.A.L. dicho término, y que es común a todos los hombres, sea cual fuere su condición y la manera de comportarse entre sus semejantes. Al hablar, y ahora al escribir, sobre Manu Leguineche, me gusta tomar la palabra “humanidad” en otro sentido bien distinto, en el menos común de todos, en el que alude otra acepción del Diccionario de la Academia, pero quitándole o añadiéndole algún matiz para que ajuste al cien por cien con el carácter de ese personaje tan singular al que, en la mañana del sábado, homenajearon y regalaron con ciento un kilos de miel los cosecheros alcarreños, y con el calor de nuestro cariño y de nuestra amistad tantos más de los que estuvimos allí.
            Manuel Leguineche, periodista y trotador de mundos, que en su vida profesional ha alcanzado las cotas más altas que sea capaz de dar el oficio; escritor admirable, ante el que los demás nos sentimos con un algo de sana envidia; amigo cabal, que al cabo del tiempo sin haberlo visto te nombra haciendo uso del apelativo familiar y te pregunta por los tuyos; personaje que responde a los jóvenes colegas que se dirigen a él interesándose por el cómo de tantos y tan importantes premios, diciéndoles -sin que dentro le quede un ápice de doblez ni de humildad falsa- que todo ha sido por amistad con los jurados, no deja de ser, cuando menos, un ejemplar extraño en estos tiempos que corren.
            Quienes lo hemos tratado alguna vez, sabemos de su más exquisita transparencia, de su lealtad como persona y como amigo, de su saberse ocupar y preocupar por el que sufre, por el desdichado, por aquellos a quienes la vida les vuelve la espalda injustamente. Manu llegó a su homenaje afectado por un accidente grave de carretera que le tocó presenciar, y que retrasó su llegada durante unos minutos.

            Es a esa “humanidad” a la que me refiero, y que en la persona de nuestro último Peso en miel, no es de cien, sino de muchos más kilos en la romana de pesar el valor real de cada individuo; de cientos, o de miles, ¡qué sé yo!, si es que hubiese un instrumento capaz de convertirlo en datos evaluables.
                          (En "Nueva Alcarria" 4.II.204)

sábado, 4 de enero de 2014

PAEZ XARAMILLO, EL ALCARREÑO QUE DESCUBRIÓ LAS FUENTES DEL NILO AZUL



A mi nieto Andresito,
exquisito producto natural
de aquellas lejanas tierras.


            Fue la injusta situación de olvido en la que se tiene a este insigne alcarreño del siglo XVI, lo que movió mi interés por dar a conocer su personalidad y su vida de agitada entrega, conociendo su pueblo natal como principio para dar buena cuenta a los lectores, nunca mejor, viajando en una espléndida tarde de sol, aunque un poco fría, de las fechas finales del pasado mes de diciembre.
            El padre Pedro Páez Xaramillo S.J. nació en Olmeda de las Fuentes (antes de las Cebollas) en el año 1564. Es el suyo un pueblo de casas blancas, escalonado sobre la ladera sur de una ancha vega de la Alcarria, ya en tierras de Madrid, a sólo una hora de camino a pie de los límites con la provincia de Guadalajara. Campos ásperos de matorral y maleza los de sus alrededores y un pueblo singularmente bello, donde la mayor parte de los actuales propietarios de sus viviendas residen en Madrid habitualmente. El número de habitantes anda en torno los 300, según me informó un hombre que dijo venir al pueblo todos los fines de semana.
            Es mucho, muchísimo, lo que se puede decir de este misionero español, hombre culto y de familia acomodada, que por pura vocación desde muy joven, dedicó su vida al estudio (Belmonte de Cuenca, Alcalá de Henares y Coimbra), a la misión en tierra de infieles (China primero, y Etiopía después), y a la exploración de unas tierras africanas que todavía estaban sin descubrir, actividad por la que más se le conoce, si bien, su nombre no cuenta en la medida que debiera contar, entre esa lista de intrépidos occidentales que tuvieron por tarea dar a conocer el mundo a tantas generaciones como vendrían después. Así se lee escrito en un panel expuesto al público junto a la iglesia, soberbio mirador sobre la vega, donde se cuentan de manera sucinta algunos de los hechos más notables de su vida: “No se ha levantado un solo monumento a su memoria, ni ha sido objeto de estudio, ni se le ha brindado el reconocimiento que su obra merece”. Y en otro recuadro: “Yace en una tumba ignorada, junto a las monumentales ruinas de un lugar ya abandonado, sobre una colina que domina la fuente del Nilo Azul”.
            Es mucho lo que se conoce de la vida del P.Páez Xaramillo, debido a sus escritos de los que se han servido sus biógrafos y que constan, además, en interesantes páginas de la historia de la Orden. Y así sabemos que tras sus estudios de juventud en España y Portugal, y antes de haber sido ordenado sacerdote, solicitó al general de la Compañía de Jesús que se le enviara a las Misiones de Oriente, partiendo hacia Goa, en la India en el año 1588, con intención de pasar lo antes que le fuera posible a China y Japón; pero a ruego del provincial de la Orden, y en último término del rey Felipe II, se le expuso la conveniencia de misionar en Etiopía, donde hacía años que no entraba ningún religioso. Aceptó la petición de sus superiores, y en compañía de otro jesuita, el Padre Montserrat, emprendió de inmediato el viaje a nuevas tierras situadas en el costado oriental del continente africano.

     
     El viaje no les resultó nada cómodo. Tuvieron que bordear las costas de la India y las del sur de Arabia para llegar por el mar Rojo al puerto de Massawa, vigilado por los turcos con órdenes tajantes de detener o asesinar a todo cristiano que pasara por allí. Fueron delatados y cogidos prisioneros cuando se dirigían a las costas de Somalia. El cautiverio en Hadramaut al que fueron sometidos duró siete años, que culminaría llevándolos a galeras en Moka, de donde serían rescatados a expensas del rey de España, lo que les permitió llegar nuevamente a Goa en el año 1596. El P.Montserrat moriría tres años después sin haber visto cumplido su propósito de entrar en Etiopía, deseo que lograría el Padre Páez, disfrazado de armenio, en 1603. Su estancia en Goa le sirvió para aprender la lengua árabe, que junto al portugués que conocía desde su juventud y el castellano de sus origen, le proporcionó un importante bagaje para llevar a efecto su misión.
            De la estancia del Padre Páez Xaramillo en Etiopía, donde estaría el resto de su vida, conviene destacar algunos detalles importantes referidos a sus trabajos de evangelización, tales como la amistad personal que mantuvo con tres reyes del país, Jacob, Za Dengel y Susimios, convirtiendo al Cristianismo a los dos últimos. Si bien, entre la población etíope y entre los pocos estudiosos que se han interesado por la historia de aquel país, sea justo señalar el profundo estudio que el P.Páez llevó a cabo durante los diecinueve años que vivió allí, ya que a su muerte en mayo de 1622, tal vez de malaria, había concluido el cuarto volumen de su Historia de Etiopía, trabajo de investigación imprescindible para el completo conocimiento de aquel país africano.
            Debido a razones históricas que por motivo de espacio no es posible detallar, Etiopía era el único reino cristiano que existía en África Oriental , por lo que contaba con la enemistad perpetua de sus poderosos vecinos, los turcos, que en todo momento intentaban someterlos bajo una persistente violencia. Los portugueses acudieron en su ayuda, no por solidaridad, sino por interés, pues andaba en juego tener libres sus rutas hacia el lejano Oriente. En tales condiciones el P. Páez tomó el relevo en la labor apostólica de la Compañía de Jesús, que llevaba instalada en aquel país desde el año 1554.


            El misionero recién llegado consiguió muy pronto la amistad del pueblo, incluso el afecto del propio rey en correspondencia a su buen carácter, hasta el punto de que el rey solicitara su compañía en algunos de sus viajes. Y aquí cabe anotar el hecho de que en uno de estos viajes el rey le ofreció una bebida, que el tomó, siendo por lo tanto el primer europeo que probó el café, y de lo que daría cuenta después en sus escritos. En la primavera del año 1618 acompañó al monarca en una expedición con acampada junto al monte Ghich, lugar en donde los nativos aseguraban que se encontraban las fuentes del Nilo Azul, es decir, lo que en un principio se conocía como el río Nilo, que sólo ocupaba, más o menos, lo que en la actualidad es Etiopía, pero que aporta al Gran Nilo un ochenta por ciento de su caudal. Páez Xaramillo se comprometió en subir a la montaña en compañía de algunos lugareños y, en efecto, pudo dejar escrito en el primer tomo de su Historia de Etiopía que allí pudo ver "dos ojos redondos de cuatro palmos de largo”, lo que le alegró mucho, ya que “Ciro, Cambises, Alejandro Magno y Julio César, lo hubiesen querido contemplar muchos siglos antes. Texto que figura escrito sobre la placa de granito que sus paisanos de Olmeda de las Fuentes, han colocado en su memoria junto a la iglesia del pueblo.
            Como no hay éxito sin tormento, tenemos que llegar al año 1770, para que un viajero se apropiara el mérito de haber descubierto las fuentes del Nilo Azul, pese a que el P. Páez lo hubiera dejado escrito, y bien escrito, en su “Historia de Aethiopiae” ciento cincuenta años antes. 
            Es actualidad nuestro personaje en pleno siglo XXI, porque un autor español actual, ilustre escritor y destacado viajero, Javier Reverte, publicase no hace mucho un libro formidable sobre la aventura del Padre Páez Xaramillo por aquellas tierras, en donde se da preciso detalle, cargado de humanidad, de la hazaña misionera de nuestro personaje. El título del libro es “Dios, el diablo y la aventura”, un volumen de viajes de los que quedan en al memoria y que, como no puede ser menos, por su interés les recomiendo.

(En las fotografías: Panorámica de Olmeda de las Fuentes; P.Pedro Páez. Santuario de Loyola; y Lapida homenaje en su pueblo natal)