"Chinchilla
es un pueblo ruin, como todos los manchegos, agobiado como por una honda pena,
gris y macilento como todos los poblados donde la gente no asoma los hocicos al
tiempo, y en ella no estuve sino el tiempo justo que necesité para tomar el
tren que me había de devolver al pueblo, a mi casa, a mi familia" (C.J.C.
"La familia de Pascual Duarte")
La
opinión de Pascual Duarte sobre Chinchilla, y en general sobre los pueblos
manchegos, no es otra que la de un preso recién salido de la cárcel en la que
acaba de pasar tres años, sin que tuviera los ojos ni el corazón como para
ternezas y mucho menos como para deleites paisajísticos. Por supuesto que el
párrafo es fruto de la imaginación de un joven gallego hasta entonces
desconocido, Camilo José Cela, quien puso su primera pica en Flandes con la
publicación de aquella novela, revolucionando en plena posguerra el arte de
la narrativa que no es un mérito menor, pero que nada tiene que ver con la
realidad de las cosas puestas sobre el terreno, y menos aún con lo que en la
novela se dice acerca de Chinchilla, considerado hoy como uno de los pueblos
más bellos de España.
Si
nos ponemos a considerar la enorme diferencia que existe entre los pueblos más
meridionales de nuestra región y los de las sierras del norte en la provincia
de Guadalajara, nos daremos cuenta de que Castilla-La Mancha es una tierra de
contrastes, quizás la más variada por cuanto a tipos y paisajes de todas las
comunidades autónomas de nuestro país.
Es
verdad que mi estancia en Chinchilla de Montearagón fue breve, unas cuantas
horas tan sólo de una tarde plácida de otoño. Digamos que una escapadilla a los
confines casi de la región por las comarcas más alejadas de las nuestras.
Chinchilla
es un pueblo antiguo. De las diversas opiniones acerca de su origen, me quedo
con la más romántica e increíble de todas, con aquella que asegura que fue
fundada por Hércules en el siglo séptimo antes de Cristo. Sus nombres: Cincilia,
Teichea, Saltigis y Sintila, entre algunos más que se le atribuyeron en el
pasado, sólo nos dan idea de una antigüedad que se advierte enseguida, cuando
uno se pone en contacto con el núcleo urbano, incluso antes de haber entrado en
él.
Las
construcciones añosas, la inclinación de sus calles, la estampa férrea del
castillo colocado en el extremo poniente de la colina sobre la que asienta el
pueblo, todo nos habla -en el más libre y el más espontáneo de los lenguajes,
que es el de la imaginación- de una ciudad medieval adaptada a las modernas
maneras de vivir, pero sobre la que flota el espíritu de pasados siglos en su
eterna condición de pueblo vigía, cima de roca y tierra sobre el altiplano
desde el que Chinchilla domina, como desde los viejos faros de los puertos se
domina el mar, el espectáculo indescriptible de la gran llanura manchega.
Montearagón, Monte Arrago, que en el hablar de los griegos que anduvieron por
allí, no significaba otra cosa que monte de esparto, en referencia a la planta
textil que tanto abunda en las laderas del Castillo y en los baldíos de toda la
comarca.
El
castillo de Chinchilla se nos antoja desangelado en la distancia; le falta la
torre del homenaje que desapareció en uno de los momentos aciagos de la
Historia. En la torre, que ya no está, del castillo, dicen que pasó una larga
temporada en calidad de preso el célebre cardenal, luego clérigo y guerrero,
Cesar Borgia, acusado culpable de la muerte del duque de Gandía.
Pueblo
y mirador, atalaya sobre el horizonte infinito, que con acierto supremo
describe la seguidilla que todavía cantan las gentes del lugar, y bailan en los
aconteceres festivos los grupos folclóricos de aquel rincón sin par de las
tierras manchegas:
Desde el alto Chinchilla
se ve La Roda,
se ve La Roda,
Albacete y Almansa,
la Mancha toda.
Pero
démonos una vuelta (ligera y a nuestro modo, como cuando advertimos momentos
antes que la noche se nos echa encima) por las calles más céntricas y más
antiguas de la vieja Cincilia. En la Plaza Mayor está el Ayuntamiento, que se
timbra con un elegante medallón de piedra en altorrelieve desde el que se asoma
en efigie Carlos III bajo una corona real. Junto al Ayuntamiento, obra del
siglo XVI, bello por cuanto a fachada y rico por su interior en salas
capitulares, queda la iglesia de Santa María del Salvador, trabajo modélico del
siglo XV que, dicho sea como fue, se construyó sobre otro templo cristiano de
finales del siglo XIII. La mandó levantar el marqués de Villena, don Juan
Pacheco, señor de una porción inmensa de tierras y villas manchegas en tiempos
de Enrique IV. En la iglesia se advierte variedad de estilos: portada gótica,
cabecera renacentista, e interior barroco. Dentro de la iglesia, además de la
bellísima reja de la capilla mayor, debemos referirnos a la imagen en alabastro
de la Virgen de las Nieves, del siglo XV, que el pueblo de Chinchilla venera
como Patrona.
En
la calle que dicen Obra Pía hay un palacio del que se deben destacar los
escudos de armas que sostienen sus muros y la formidable rejería de los
balcones. No lejos, como residuo musulmán de tiempos de reconquista, existen
unos baños árabes a los que no pude entrar por falta de tiempo. Calle de
Diablos y Tiradores, del Hondón, Baja Despacio y calle del Infierno, son
algunos de los nombres que anoté en mi cartera al andar por el casco viejo de
Chinchilla.
De
compras y recuerdos, el pueblo es un verdadero zoco en donde adquirir todo lo
que se desee. Las piezas de cerámica y las alfombras urdidas al modo musulmán,
deben de ser las estrellas del artesanado local. Allí se ven cuerveras
expuestas a la admiración y a la venta, morteros para la salsa y el atascaburras,
jarrones de ordeño, jarras comunes en diferentes modelos para servir en fondas
y mesones el rico vino manchego, y no sé cuántos tipos de objetos más, todos
ellos al gusto de nuestros antepasados, al hilo de la tradición, evocadores de
usos y de costumbres ya idos.
Y
queda para final del relato la visión fantástica de las casas-cueva que hay en
el barrio del Hondón, cuando se sale de Chinchilla con el sol puesto. Es la
sorpresa final que ofrece al visitante la ciudad antigua, y que aunque sólo sea
por ello, bien vale la pena darse una vuelta por allí en el tiempo y en la hora
oportunos. El otoño es para mi gusto el momento recomendable, aunque quienes
no conocen Chinchilla suelen pasearse por él en temporada turística, es decir,
en pleno verano, cuando el misterio que siempre esconden las ciudades de corte
medieval, se aminora de un modo sensible. Las casas-cuevas, minadas en la roca,
fueron en otro tiempo habitáculo de mendigos y de familias pobres. Alguien tuvo
la idea feliz de pintar de cal las fachadas y las chimeneas de las cuevas, lo
que dio como resultado en su conjunto un espectáculo increíble, cuya imagen,
remarcada por la luz tenue de las farolas que iluminan los toscos muros de
enjalbegue cuando la penumbra apenas permite distinguir las almenas del
castillo, la visión se torna confusa entre lo real, lo fantástico, y el
complicado mundo de los sueños. Hoy son artistas y poetas los que las habitan.
El
campo de la Mancha se pierde en la oscuridad poco más tarde. La ciudad de
Albacete deslumbra al viajero con reflejos diamantinos cuando, cerrada la
noche, la pasa de largo por una de sus orillas. Aún queda mucha Mancha y mucha
noche para caminar.
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