lunes, 29 de diciembre de 2014

UNA VILLA CASTELLANO-MANCHEGA: Chinchilla de Montearagón


            "Chinchilla es un pueblo ruin, como todos los manchegos, agobiado como por una honda pena, gris y macilento como todos los poblados donde la gente no asoma los hocicos al tiempo, y en ella no estuve sino el tiempo justo que necesité para tomar el tren que me había de devolver al pueblo, a mi casa, a mi familia" (C.J.C. "La familia de Pascual Duarte")

            La opinión de Pascual Duarte sobre Chinchilla, y en general sobre los pueblos manchegos, no es otra que la de un preso recién salido de la cárcel en la que acaba de pasar tres años, sin que tuviera los ojos ni el corazón como para ternezas y mucho menos como para deleites paisajísticos. Por supuesto que el párrafo es fruto de la imaginación de un joven gallego hasta entonces desconocido, Camilo José Cela, quien puso su primera pica en Flandes con la publica­ción de aquella novela, revolucio­nando en plena posguerra el arte de la narrativa que no es un mérito menor, pero que nada tiene que ver con la realidad de las cosas puestas sobre el terreno, y menos aún con lo que en la novela se dice acerca de Chinchilla, considerado hoy como uno de los pueblos más bellos de España.
            Si nos ponemos a considerar la enorme diferencia que existe entre los pueblos más meridionales de nuestra región y los de las sierras del norte en la provincia de Guadalajara, nos daremos cuenta de que Castilla-La Mancha es una tierra de contrastes, quizás la más variada por cuanto a tipos y paisajes de todas las comunidades autónomas de nuestro país.
            Es verdad que mi estancia en Chinchilla de Montearagón fue breve, unas cuantas horas tan sólo de una tarde plácida de otoño. Digamos que una escapadilla a los confines casi de la región por las comarcas más alejadas de las nuestras.
            Chinchilla es un pueblo antiguo. De las diversas opiniones acerca de su origen, me quedo con la más romántica e increíble de todas, con aquella que asegura que fue fundada por Hércules en el siglo séptimo antes de Cristo. Sus nombres: Cincilia, Teichea, Saltigis y Sintila, entre algunos más que se le atribuyeron en el pasado, sólo nos dan idea de una antigüedad que se advierte enseguida, cuando uno se pone en contacto con el núcleo urbano, incluso antes de haber entrado en él.
            Las construcciones añosas, la inclinación de sus calles, la estampa férrea del castillo colocado en el extremo poniente de la colina sobre la que asienta el pueblo, todo nos habla -en el más libre y el más espontáneo de los lenguajes, que es el de la imaginación- de una ciudad medieval adaptada a las modernas maneras de vivir, pero sobre la que flota el espíritu de pasados siglos en su eterna condición de pueblo vigía, cima de roca y tierra sobre el altiplano desde el que Chinchilla domina, como desde los viejos faros de los puertos se domina el mar, el espectáculo indescriptible de la gran llanura manchega. Monteara­gón, Monte Arrago, que en el hablar de los griegos que anduvieron por allí, no significaba otra cosa que monte de esparto, en referen­cia a la planta textil que tanto abunda en las laderas del Castillo y en los baldíos de toda la comarca.

            El castillo de Chinchilla se nos antoja desangelado en la distancia; le falta la torre del homenaje que desapareció en uno de los momentos aciagos de la Historia. En la torre, que ya no está, del castillo, dicen que pasó una larga temporada en calidad de preso el célebre cardenal, luego clérigo y guerrero, Cesar Borgia, acusado culpable de la muerte del duque de Gandía.
            Pueblo y mirador, atalaya sobre el horizonte infinito, que con acierto supremo describe la seguidilla que todavía cantan las gentes del lugar, y bailan en los aconteceres festivos los grupos folclóricos de aquel rincón sin par de las tierras manchegas:

                           Desde el alto Chinchilla
                          se ve La Roda,
                          se ve La Roda,
                          Albacete y Almansa,
                          la Mancha toda.

            Pero démonos una vuelta (ligera y a nuestro modo, como cuando advertimos momentos antes que la noche se nos echa encima) por las calles más céntricas y más antiguas de la vieja Cincilia. En la Plaza Mayor está el Ayuntamiento, que se timbra con un elegante medallón de piedra en altorrelieve desde el que se asoma en efigie Carlos III bajo una corona real. Junto al Ayuntamiento, obra del siglo XVI, bello por cuanto a fachada y rico por su interior en salas capitulares, queda la iglesia de Santa María del Salvador, trabajo modélico del siglo XV que, dicho sea como fue, se construyó sobre otro templo cristiano de finales del siglo XIII. La mandó levantar el marqués de Villena, don Juan Pacheco, señor de una porción inmensa de tierras y villas manchegas en tiempos de Enrique IV. En la iglesia se advierte variedad de estilos: portada gótica, cabecera renacentista, e interior barroco. Dentro de la iglesia, además de la bellísima reja de la capilla mayor, debemos referirnos a la imagen en alabastro de la Virgen de las Nieves, del siglo XV, que el pueblo de Chinchilla venera como Patrona.
            En la calle que dicen Obra Pía hay un palacio del que se deben destacar los escudos de armas que sostienen sus muros y la formidable rejería de los balcones. No lejos, como residuo musulmán de tiempos de reconquista, existen unos baños árabes a los que no pude entrar por falta de tiempo. Calle de Diablos y Tiradores, del Hondón, Baja Despacio y calle del Infierno, son algunos de los nombres que anoté en mi cartera al andar por el casco viejo de Chinchilla.

            De compras y recuerdos, el pueblo es un verdadero zoco en donde adquirir todo lo que se desee. Las piezas de cerámica y las alfombras urdidas al modo musulmán, deben de ser las estrellas del artesanado local. Allí se ven cuerveras expuestas a la admiración y a la venta, morteros para la salsa y el atascabu­rras, jarrones de ordeño, jarras comunes en diferentes modelos para servir en fondas y mesones el rico vino manchego, y no sé cuántos tipos de objetos más, todos ellos al gusto de nuestros antepasados, al hilo de la tradición, evocadores de usos y de costumbres ya idos.
            Y queda para final del relato la visión fantástica de las casas-cueva que hay en el barrio del Hondón, cuando se sale de Chinchilla con el sol puesto. Es la sorpresa final que ofrece al visitante la ciudad antigua, y que aunque sólo sea por ello, bien vale la pena darse una vuelta por allí en el tiempo y en la hora oportunos. El otoño es para mi gusto el momento recomen­dable, aunque quienes no conocen Chinchilla suelen pasearse por él en temporada turística, es decir, en pleno verano, cuando el misterio que siempre esconden las ciudades de corte medieval, se aminora de un modo sensible. Las casas-cuevas, minadas en la roca, fueron en otro tiempo habitáculo de mendigos y de familias pobres. Alguien tuvo la idea feliz de pintar de cal las fachadas y las chimeneas de las cuevas, lo que dio como resultado en su conjunto un espec­táculo increíble, cuya imagen, remarcada por la luz tenue de las farolas que iluminan los toscos muros de enjalbegue cuando la penumbra apenas permite distin­guir las almenas del castillo, la visión se torna confusa entre lo real, lo fantástico, y el complicado mundo de los sueños. Hoy son artistas y poetas los que las habitan.

            El campo de la Mancha se pierde en la oscuridad poco más tarde. La ciudad de Albacete deslumbra al viajero con reflejos diamantinos cuando, cerrada la noche, la pasa de largo por una de sus orillas. Aún queda mucha Mancha y mucha noche para caminar. 

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