A falta de un mes para que se
celebre en Madrid la solemne ceremonia de beatificación de un madrileño
insigne, Álvaro del Portillo, el que en su día, como sucesor inmediato de san
Josemaría Escrivá, fuese obispo-prelado del Opus Dei desde el 15 de septiembre
de 1975, hasta el mismo día de su fallecimiento en Roma, el 23 de marzo de
1994, tan inesperado como providencial, a cuyo velatorio en la Sede Central del
Opus Dei, asistió en persona para rezar ante su cadáver el papa Juan Pablo II.
Esto nos da idea de su personalidad y de su fidelidad a la Iglesia, como habrá
ocasión de comprobar el día de su beatificación, a la que está previsto acudan
a Madrid cristianos procedentes de más de cincuenta países.
Se ha escrito mucho, y se seguirá
escribiendo acerca de la virtud, de la santidad, y del servicio a la Iglesia de
don Álvaro del Portillo, un español universal cuyo lema no fue otro que el de
servir, haciéndose notar lo menos posible. Dios lo llamó al día siguiente de su
regreso de Tierra Santa, horas después de haber celebrado la Santa Misa en el
Cenáculo, donde Cristo instituyó la Eucaristía en la noche del primer Jueves
Santo, víspera de su muerte.
A nosotros, habitantes de esta
tierra, nos deberá interesar, como dato muy personal de su vida, la relación
que tuvo con la provincia de Guadalajara en plena Guerra Civil; episodio del
que él mismo dejó noticia escrita en una serie de apuntes tomados sobre la
marcha, que, con el título “De Madrid a Burgos por Guadalajara”, se conservan
en la sede central del Opus Dei en la Ciudad Eterna.
La narración es larga, y en ella se
repiten a cada instante hechos que escapan de toda lógica humana. Álvaro del
Portillo, Vicente Rodríguez Casado y Eduardo Alastrué, eran tres jóvenes
universitarios, miembros del Opus Dei, que cumplían su Servicio Militar en la
zona republicana. Verano de 1938. Josemaria Escrivá, el Padre, los esperaba en
Burgos, después de librar un sinfín de dificultades en la más que expuesta
aventura del conocido como Paso de los Pirineos. Álvaro, Eduardo y Vicente,
servían en diferentes destacamentos, y con Eduardo hacía mucho tiempo que no se
veían ni tenían noticias suyas. Lo que sí tenían muy claro fue que su intención
no podía ser otro que tramar una escapada para reunirse con el Padre.
Por razones que no cabe explicar con mayor detalle por escasez de espacio, Álvaro y Vicente se encontraron en Anchuelo formando
parte de un mismo batallón. Al cabo de unos días, fueron sacados del batallón
como parte de un lista de doscientos soldados con la orden de marchar a
Chiloeches; pero faltaba Eduardo, del que seguían sin tener noticias desde que
un mes antes salieron de Madrid. En Chiloeches, nuestros dos hombres fueron
nombrados cabos. Dos días después (el primero de noviembre), el destacamento de
Chiloeches partió hacia Fontanar, donde
permanecieron un par de semanas haciendo instrucción de orden cerrado y después
de combate. El día 19 de septiembre ocurrió algo inesperado; pues mientras
Vicente descansaba en una sombra, observó cómo un grupo de otros doscientos
soldados se acercaba hacia ellos. Venían a completar el batallón, y al frente
del grupo descubrió que venía Eduardo. Un día después, Álvaro consiguió de los
oficiales más cercanos a él, que Eduardo fuese incorporado a su compañía. Los
tres se habían vuelto a encontrar juntos en Fontanar, donde permanecieron hasta
finales de septiembre.
Llegado su momento el batallón salió
camino del frente, que se encontraba a uno y otro lado de la sierra del Ocejón.
En Razbona se detuvieron a comer un poco y enseguida reanudaron la marcha. A
Tamajón llegaron a las diez de la noche, una cena de urgencia y de nuevo se
pusieron en camino, por pista primero y después a campo través, hasta situarse
sobre un leve altiplano junto al pueblecito de Roblelacasa, donde una vez
instalados, fueron advertidos de que no se acercasen a Majaelrayo, porque hasta
allí llegaban las incursiones del enemigo.
Al día siguiente, los soldados de la
escuadra a la que Álvaro relevó, le dieron el encargo de que había que bajar
hasta Campillo de Ranas para hacer unas compras. Álvaro consultó al teniente si
podía él hacer aquel encargo. El oficial le dio permiso, advirtiéndole que
fuera armado y que llevase un acompañante. Esto lo habló con Eduardo, por lo
que ya eran dos para escapar. Faltaba Vicente, quien, como cabo que era, pidió
permiso para bajar al pueblo con el encargo de comprar unas medicinas.
Por aquellos días, el Padre había
pedido a varios miembros de la Obra con los que tenía relación cercana, que
encomendasen de manera especial a los que estaban en la zona republicana, para
que pudiesen estar con ellos en Burgos el día 12, fiesta de la Virgen del
Pilar.
Horas de tregua, de planes para la
huida en una tierra complicada y desconocida. Y en la mañana del día 11, cada
uno con diferente encargo y por distinto camino para evitar sospechas, salieron
hacia Campillo de Ranas con el uniforme reglamentario, y de allí a Majaelrayo.
Rodeo del Ocejón en desapacible tarde de lluvia. Descenso hacia las vegas del
río Sonsaz y vuelta a subir, siempre en dirección norte. Laderas y pendientes
difíciles de matorral y lajas de pizarra humedecida. Cesa la lluvia al tiempo
que la sierra se va oscureciendo a la caída de la tarde. Los tres fugitivos,
con el temor constante de que pudieran ser perseguidos, cruzan trochas y
barrancos. Atraviesan arroyos. Cierra la noche. Imposible seguir caminando.
Divisan una cueva al otro lado de la vega, donde deciden pasar la noche.
Se levantaron con los primeros
claros el día del Pilar. Juntos reinician la marcha. Encontraron rodadas de
carros. Más adelante les sorprende el toque de campanas. Desde un alto
descubren a distancia un pueblo. Unos pastores les informan de que el pueblo es
Cantalojas y que está en poder de los nacionales. Se desplegaron para no llamar
la atención. Unos lugareños que vigilaban armados en tierra de nadie, con orden
de disparar ante la menor sospecha, desobedecen la orden y les dejan seguir su
camino.
En Cantalojas asistieron a la Misa
Mayor, y después de declarar y tomar algo de alimento, desde el pequeño a modo
cuartel que había montado en una casa de la plaza, llamaron por teléfono al
padre de Vicente, coronel del ejército nacional. Al día siguiente los llevaron
a Jadraque, donde ya había acudido el padre de Vicente. Nuevas declaraciones, y
traslado a Burgos donde les aguardaba el Padre.
Los detalles de carácter
sobrenatural se omiten, aunque son fáciles de advertir, y aun leer en alguna de
las biografías que existen sobre el inminente beato de la Iglesia, de lo que
puedo dar fe por su propio testimonio, de quien en vida recordó con especial
cariño a todos estos pueblos.
(En las fotografía: Paisaje de los alrededores del Pico Ocejón; Don Álvaro del Portillo, y vista parcial del Cantalojas.
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