Andualem me mira con una sonrisa viva, de hombrecillo feliz, desde la fotografía que
tengo delante de los libros en la biblioteca de mi despacho. El niño levanta
sus manitas de color chocolate con los dedos pulgares alzados en señal de
victoria. Andualem nació en el Cuerno de África hace tres años, y por vía de
adopción es mi nieto, oficial y legalmente, desde hace cuatro semanas. De
huérfano de la tribu gumuz -al oeste de Etiopía- a hijo de profesores de
educación Secundaria en España, hay un abismo, un cambio inimaginable que a su
corta edad Andualem ha sabido asimilar con rapidez sin que para él haya
supuesto el menor trauma. La adopción de niños en desamparo es una muestra
evidente de que en los países del llamado primer mundo, entre ellos el nuestro,
todavía emerge algún valor efectivo en medio de una irrupción de ambientes
infectos, de comportamientos corruptos, egoístas y desconsiderados, como notas
características que nos distinguen y que algún día para mal nuestro la historia
se encargará de airear.
Como
es fácil suponer, he seguido de cerca el escabroso trámite que desde el verano
del año 2010 han tenido que bandear mis hijos para dar la gestión por concluida
y contar con el deseado infante como hijo suyo. Un coste económico considerable
que no todo el mundo se puede permitir; una pelea continua contra los
inconvenientes impuestos por la burocracia, empeñada en estorbar los pasos en
favor de nadie y en perjuicio de todos; un sí a cada paso, oscurecido al día
siguiente con un no, para amargar la espera, hasta que por fin, con un poco de
suerte y un mucho de paciencia: un primero y un segundo juicio en el que son
citados los padres biológicos del niño, si es que los hay, y la adjudicación
definitiva llegado el momento. Toma del avión en viaje de ida; estancia en el
país de origen entre diez y treinta días, conviviendo con el niño en un hotel;
nuevos trámites a resolver en la Embajada, y si no surgen otros impedimentos
ajenos al sistema, la aventura concluirá con la vuelta a casa en compañía del
nuevo miembro de la familia.
Las
razones que suele argüir la oficialidad cuando se le pregunta el porqué de
tanta complicación frente a un acto voluntario de piedad suprema, por tratarse
nada menos que de una persona con toda su dignidad lo que anda en juego; las
razones, digo, no acaban por convencer a nadie. Son varios los matrimonios o
parejas que pretenden adoptar y desisten en su empeño debido a las múltiples
complicaciones, muchas de ellas abusivas, que a la larga impiden contribuir con
hechos a lograr un mundo mejor, una humanidad más justa. Son millones de niños
en desamparo los que siguen llenando los orfanatos en tantos países de la
tierra, los cuales, si se eliminaran muchas de las barreras que imponen los
Estados, podrían correr la misma suerte que el pequeño Andualem, quien después
de cumplir por parte de sus padres con los trámites legales de última hora una
vez en nuestro país -inscripción en el Registro Civil con su nuevo nombre y
apellidos- ha pasado a llamarse Andrés, su equivalente en nuestro idioma, que,
feliz coincidencia, es el nombre de su padre.
("Nueva Alcarria" 29.XI.2014)
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