Señora y
bien señora lo es de todas las Alcarrias. Pastrana. La Villa de los Duques. La
que se introdujo en las páginas de la Historia impulsada por dos nombres de
mujer: Ana y Teresa. A Pastrana hay que vivirla, e imaginarla caminando por
aquella encrucijada de calles angostas y cuestudas en cualquiera de sus
barrios. Eran aquellos tiempos, antiguos como ella, en los que se vieron
envueltos dentro del complicado juego del vivir de cada día, hombres y mujeres
de las más distintas condiciones y procedencias, gentes de diferentes credos,
de razas dispares, comprometidos, en cambio, en un a tarea común: la de
embellecer la villa al amparo y a costa de sus señores duques.
Ana y
Teresa. Ana de Mendoza, la Éboli, un carácter de bronce irresistible; una mujer
que había nacido para sembrar la discordia por donde pisaran sus pies, y, sobre
todo, había nacido para sufrir, para ser víctima de las circunstancias, de sus
propias circunstancias, desde que fue niña… Y Teresa de Jesús, Teresa la
Grande, demasiada Teresa para haber nacido mujer y para ser santa, maestra de
espiritualidad donde las haya, doctora insigne de la Iglesia, renovadora
eficiente de la Orden del Carmelo, “fémina inquieta y andariega”, y mujer de Dios
sobre todas las cosas.
La sombra
de estas dos damas, a las que la casualidad quiso poner frente a frente,
precisamente aquí, se mece de día y de noche sobre Pastrana como latido de su
viejo corazón de Señora de la Alcarria.
Algo de Historia
Hay que
descubrirse, amigo lector, o cuando menos dedicar un gesto de reconocimiento
antes de entrar en Pastrana. A la Villa Ducal conviene acercarse con el corazón
repleto de buenos propósitos y con el alma limpia de toda perversa inclinación.
Pastrana es una pequeña ciudad que tiene la virtud de enamorar a quienes a ella
se acercan con el ánimo libre de prejuicios. Los romanos la llamaron Palaterna
allá por tiempos del Imperio, y Paterniana después. Durante los cuatro o cinco
primeros siglos de nuestra era, Pastrana debió de ser una ciudad distinguida,
de la que quiere la tradición que fuese San Avero su primer obispo hacia los
años medios del siglo quinto.
Un largo
silencio en el correr del tiempo nos pone en 1174, año en el que el rey Alfonso
VIII de Castilla dona a la Orden de Calatrava el castillo de Zorita, y con él
todas sus tierras, sus villas y sus caseríos anejos, entre los que se contaba
Pastrana. Algunos siglos mas tarde el emperador Carlos I la vendió a doña Ana
de la Cerda, viuda a la sazón de don Diego de Mendoza, conde de Melito, con lo
que comenzaría a resplandecer para tiempos venideros por aquellas vegas de la
Alcarria una nueva estrella de la constelación Mendocina. En el año 1569, una
nieta de su compradora, doña Ana de Mendoza y de la Cerda, “Princesa de Éboli”,
y su esposo Ruy Gómez de Silva, consiguieron del rey Felipe II el título de
Duques de Pastrana, lo que les dio la oportunidad de emprender de inmediato la
urbanización y el embellecimiento de la villa sin reparar en gastos, para lo
que les fue necesario buscar donde los hubiere a los más diestros peritos en el
arte de la ornamentación y del tejido, mozárabes muchos de ellos, que se fueron
estableciendo en el barrio morisco del Albaicín.
La
costosa puesta en pie del palacio de los duques es una muestra palpable del
gusto exquisito y del potente poder económico de sus primeros duques, y muy en
especial de doña Ana de Mendoza, la Princesa, mujer de complicado carácter, a
la que el tiempo se encargó de acrecentar sus ya abultados defectos y de juzgar
con injustificada parcialidad.
El
arzobispo Fray Pedro González de Mendoza, hijo de los Príncipes de Éboli,
emprendió allá por los albores del siglo XVII la ampliación de su iglesia, la
actual Colegiata, con el doble fin de convertirla en un templo dedicado al
culto, digno de la renacida villa, y en panteón familiar para él y para sus
padres, a los que amó y admiró con reverencia.
Los tres barrios de
Pastrana
Por
cualquiera de las calles de Pastrana se respiran al pasar los viejos aires de
la España del Renacimiento. “Pastrana recuerda, de una manera imprecisa, a
Toledo, y algunas veces, a Santiago de Compostela”, dejó escrito como primera
impresión de la villa C.J.Cela, el día que descubrió Pastrana.
Son tres,
contados y diferentes, los barrios que aquí recuerdan al visitante la vida
española en la Castilla del siglo XVI, tal como fue o como nosotros la
imaginamos: Albaicín, Palacio, y el viejo barrio cristiano de San Francisco,
que muestra como culmen la voluminosa fábrica de la Colegiata.
En el
barrio de Palacio queda abierta,
mirando a todos los soles de la Alcarria, la Plaza de la Hora, con sólo tres
caras y una sólida barbacana que da vista hacia la vega del Arlés. El nombre de
esta señorial plaza, le viene dado por haber sido una hora cada día el tiempo
que a la desdichada Princesa de Éboli se le permitía contemplar el mundo desde
la famosa reja que todavía existe; y así durante largos años de prisión en su
propio palacio, que hubo de cumplir por expreso mandato del rey Felipe II hasta
el día de su muerte. De la Plaza de la Hora, sale bajo arco de piedra la Calle
Mayor que llega hasta la plazuela de la Colegiata.
El Albaicín, como antes se ha dicho y
es fácil adivinar por su nombre, es el barrio morisco, el barrio en el que
residieron los granadinos acarreados por los primeros duques para instalar en
la villa la industria de la seda. Fue el barrio de los tejedores y de los
artesanos, cuyo producto, hasta bien entrado el siglo XVIII, gozó de justa
estima en los mercados de toda la península y de ultramar. No faltan quienes
aseguran que “Las Hilanderas” de Velázquez representan un telar del viejo
barrio morisco de Pastrana.
El
Albaicín se encuentra al noreste de villa, separado del resto de la población
por la carretera que baja hacia la vega. Al volver de una curva, con su galana
estampa de piedra sillar orientada al saliente, se encuentra la recia mansión,
dos veces centenaria, de Moratín. El autor de la “Comedia nueva” pasó largas
temporadas en Pastrana. Su abuela paterna, doña Inés González Cordón, dama
bellísima, hija de modestos labradores, era natural de Pastrana. Se dice que
don Leandro Fernández de Moratín escribió en su casa de la Alcarria “La
Mojigata” y una buena parte de “El sí de las niñas”.
En el
barrio de San Francisco destaca como
edificio principal la iglesia Colegiata. Es el barrio con más sabor a siglos
que tiene la villa. Muy cerca de la plazuela de la Iglesia y del Ayuntamiento
está la plaza de los Cuatro Caños, nombre que le presta su fuente en forma de
copa estriada de la que penden cuatro chorros sobre un pilón octogonal de
piedra labrada. Hasta hace muy poco se creyó que la fuente de los Cuatro Caños
era obra del siglo dieciocho, pero en la reciente restauración se ha
descubierto, y así queda a la vista de todos inscrita sobre la piedra del
pilón, la de 1588 como año de su construcción, lo cual viene a despejar al
respecto todas las dudas. Cuenta la tradición que en una de las más antiguas
viviendas -ahora restaurada- de esta típica plaza, habitó durante algún tiempo la
reina doña Berenguela de Castilla, madre del rey Fernando III el Santo.
Y a
partir de aquí callejones perdidos en cuesta, aleros envejecidos que casi se
tocan unos con otros, dejando entre su oscuro maderaje un simple firlacho de
luz por el se cuela a intervalos el cielo azul de la Alcarria, sin permitir
siquiera que el sol llegue a besar las piedras del pavimento. Esquinas con la
señal acaso de candilejas que alumbraron, en las noches de lejanas centurias,
alguna cruz de palo o el nicho sombrío donde los antiguos colocaron a devoción,
como protector de sus vidas y de sus hogares, la imagen de algún
bienaventurado. En la Calle de la Palma luce su portada de dovelas la Casa de
la Inquisición, con escudo incluido; y en la del Heruelo la Casa de los Canónigos,
y a cuatro pasos de allí la del Dean, mientras que el Callejón del Toro llega
en vertiente hasta la Plaza de la Hora.
Por todas
partes, aunque la villa poco a poco va cambiando de aspecto, la presencia viva
de pasados siglos, hecha recuerdo en casonas anónimas y en conventos donde el
tiempo parece haberse detenido para siempre.
Los monumentos
Es ahí, en sus monumentos, donde se manifiesta de
manera más real el poso de las glorias pasadas. El Palacio Ducal, ahora
restaurado y para tantos desconocido; la Iglesia Colegiata, con su famosa
colección de tapices flamencos de Alfonso V de Portugal -la más importante del
mundo en estilo y época-, y la cripta enterramiento de varios de sus duques; el
Convento Franciscano, antes de Carmelitas, fundado por Santa Teresa, dedicado
hoy a menesteres bien distintos, quedan ahí para hablar de ellos en otra
previsible ocasión. En ésta es el alma silente de Pastrana, sus calles y sus
rincones más característicos, los que nos han entretenido el tiempo y el
espacio del que disponemos.
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