lunes, 12 de noviembre de 2012

TARDE DE OTOÑO EN SIGÜENZA



            «Hace un año, por este tiempo, me hallaba yo en Sigüenza; una tierra muy roja, por la cual cabalgó Rodrigo, llamado Mi Señor, cuando venía de Atienza, una peña muy fuerte. Hay allí una vieja catedral de planta románica con dos torres foscas, almenadas, dos castillos guerreros, construidos para dominar en la tierra, llenos de pesadumbre, con sus cuatro paredes lisas, sin aspira­ciones irrealizables. Posee aquel terreno un relieve tan rico de planos que, a la luz temblorosa del amanecer, tomaba una ondulación de mar potente, y la catedral, toda oliveña y rosa, me parecía una nave que sobre aquel mar castizo venía a traerme la tradición religiosa de mi raza condensada en el viril de su tabernáculo». (Ortega y Gasset)

            El párrafo que destaco pertenece a un artículo del maestro Ortega y Gasset publicado en "El Imparcial" el 24 de julio de 1911, con el título "Arte de este mundo y del otro". Hoy, más de una vida por medio, la visión de Sigüenza se corresponde casi toda ella con lo que el insigne pensador nos dejó escrito; mucho, por cierto, sobre estos campos adustos del Alto Henares, y en general sobre la franja norteña de la provincia de Guadalajara en donde todavía se conserva, etérea, pero real, la impronta del Campeador.
            Desde Imón hasta Sigüenza las tierras van dejando de ser rojas paulatinamente a partir del torreón de Señigo, que ya no existe; no obstante, todavía quiere verse el tono sanguino del campo en las barbeche­ras que bajan de los cerros, desde los cerros mondos y grises que rodean a Sigüenza, donde los agricultores se emplean en hurgar con las rejas de sus maquinarias las pequeñas parcelas.
            Perdona, lector, que vuelva a insistir sobre un asunto que no me acaba de gustar y mucho menos de convencer, que me enfada y entristece cada vez que paso por aquí; y es que en las calles de estos pueblos que nos acercan a Sigüenza, como en otros de su entorno, más al norte, algún poderoso con carácter oficial empleó el dinero de todos en confundir a la gente. “Ruta de don Quijote” han colocado a centenares en indicadores de carreteras y en las esquinas de casi todas las calles. ¿A qué Quijote se refieren?, me pregunto yo. Al de Cervantes, es seguro que no; y al de Avellaneda es hasta muy posible  que tampoco. Sigüenza, la histórica Sigüenza, sí, al apócrifo referido en segundo lugar. La “Ruta de Don Quijote” está definida y todos sabemos muy bien adonde está, y no es ésta precisamente, es otra de reconocido interés paisajístico y literario, que viene a estar a trescientos kilómetros de distancia más al sur, en la mitad más meridional de nuestra comunicad autónoma, es decir, en la comarca manchega, detalle que supongo debería conocer el iluminado promotor de la idea.
    
Sigüenza, cinco de la tarde
            Al abrir la tarde, la ciudad se ofrece al visitante bajo su uniforme caparazón de tonalidades bermejas, destacando en mitad, no sé si como una nave gigantesca o como una torre de babel, la fachada de la catedral con forma de castillo. Unos cuantos obreros trabajan en la carretera con máquinas de las que mueven la tierra. Abajo los vagones del ferrocarril; al fondo el castillo de los obispos convertido en parador nacional, y en medio, Sigüenza, con sus plazuelas recónditas y los pináculos de sus iglesias encendidos por el sol de las cinco, con sus arquillos y sus soportales; con sus calles pinas, henchidas de un singular encanto e invitan a quedarse allí; con su historia, son su arte, con su leyenda, con sus gentes… Con sus pocas gentes; pues el verano pasó para Sigüenza y en estas tardes de octubre apenas quedan los que son, y no son tantos.


            A la sombra de los árboles casi desnudos en el parque de la Alameda, hay grupos de hombres jugando animadamente una partida de cartas. Alrededor, en corrillo, opinan y discuten los mirones. No se ven clientes en los puestos de bebidas de la Alameda; los encargados se entretienen hojeando revistas con los codos apoyados sobre el mostrador; las sillas y las mesas se ven en torno al establecimiento como un rebaño de ovejas aburridas. Desde las Ursulinas hasta la ermita del Humilladero, pasa una moto a todo correr por el Paseo haciendo un ruido estremecedor. Uno sabe muy bien que no es ésta la hora de la Sigüenza del siglo XXI; pero sí la hora de sorprenderla en su intimidad, de conocerla en el silencio de la media tarde en un día cualquiera, lejos del bullicio del gentío en las épocas y en los momentos más propicios para la concentración de residentes y de visitantes venidos de fuera, junto a los bares de las esquinas. No es necesario en tardes como la de hoy andar por las calles ojo avizor, ni acercar el oído a las piedras roídas de las casonas centenarias o de las iglesias para sentir el latido acorde y acompasado del corazón de la vieja ciudad.
            He subido hasta las puertas de la Catedral por la calle que Sigüenza dedicó en su día a don Manuel Serrano Sanz. En la esquina de la casa donde vivió el ilustre polígrafo, hay una placa de mármol que recuerda sus temporadas de estancia en esta ciudad. Las torres de la Catedral, gemelas y diferentes, me han parecido más esbeltas que otras veces, y las balaustradas de piedra y las almenas adornadas de bolones, más elegantes y artísticas que en ninguna otra ocasión, tal vez porque todas las tengo para mí, porque nadie compartirá  conmigo su visión en este momento.
            La Catedral está sola en su interior. No se advierte el olor a incienso, ni los cantos de los canónigos en las grandes solemnidades. Entre las sombras vamos recorriendo las naves, a una y otra mano los retablos, las imágenes, los cuadros con escenas piadosas en pintura tierna todavía junto a otras con antigüedad de siglos, los escudos episcopales y los epitafios de los enterramientos, tantos y tan difíciles de interpretar. La estatua de don Martín, el Doncel, medita sin que nadie le interrumpa al frío de la piedra, en la penumbra de su propio sepulcro, desde la hornacina que guarda sus huesos dentro la capilla familiar de los Arce. Hay un hombre rezando en silencio, perdido en la oscuridad dentro de la capilla del Santísimo; está sentado sobre uno de los bancos que se alinean por delante de la lamparilla. La falta de luz se acrecienta, se hace casi absoluta al cruzar la girola. Luego las venerables tumbas de los obispos, con sus estatuas yacentes de piedra revestida de pontifical: la de don Bernardo de Agèn, el primero de todos, sobre un lateral de la nave, y la de don Eustaquio Nieto, el obispo mártir, en la capilla de la Purísima. Y sólo a un paso, el altar de Santa Librada, la Patrona de la ciudad, con la urna que contiene lo que queda de sus restos; y el retablo a manera de mausoleo del obispo don Fadrique, capricho del barroco catedrali­cio. Un sacristán, al que rodea un reducido grupo de personas, sale hasta la nave por una puerta y se mete por otra, explicando en voz baja los pormenores históricos y mostrando los artísticos que guarda la Catedral.

Por los viejos barrios

            Otra vez en la calle la pupila ha de acomodarse a la luz natural de la Plaza Mayor, con su larga cadena de arcos guardando el soportal, y la doble galería, también arqueada, del ayuntamiento. Y ahora, buscando nuevas impresiones, hacia el barrio más antiguo, siguiendo la Calle Mayor. A un lado y al otro de la calle empedrada quedan los talleres y las exposiciones de los artesanos seguntinos aprovechando la subida hacia el Castillo. La iglesia de Santiago, con su llamativa portada del XII; las Travesañas, que son dos: la Baja y la Alta, salen a nuestra mano derecha. Por la Travesaña Alta están la Casa del Doncel, la iglesia románica de San Vicente y la plazuela de la Cárcel, por ese orden. Uno teme, a la vista de los últimos retoques en la Plaza del Doncel, que tal vez no se tuvo el cuidado suficiente por conservar la estampa general de aquel rincón en su conjunto; temor que se confirma en el arquillo que dicen de Puerta de Hierro. A estas ciudades hay que tratarlas con mimo, como piezas delicadas de vieja orfebrería a las que puede dañar el más pequeño desliz. El Arco del Portal Mayor, un rincón para estampa de calendario; y luego la calle de Valencia, otro mundo, hemos salido de la Sigüenza medieval y hemos vuelto otra vez a la de varios siglos más tarde.
            Por la calle de San Roque -estamos en el barrio del obispo Díaz de la Guerra- me viene a la memoria el recuerdo de la familia Santos, los pintores de Sigüenza: don Fermín, y sus hijos Antonio y Raúl, de tan feliz memoria. Más adelante, para concluir y descansar si se quiere al pie de los plataneros en unos bancos de piedra, la plazuela de las Cruces, uno de los rincones más apetecibles y románticos de la ciudad, cuyo encanto se acentúa al caer la tarde, fría ya, de un otoño desigual y cambiante.
            Sigüenza es demasiado para reconocer en el espacio corto de un par de horas; pero es bueno volverla a recordar, pisando aunque sea de tarde en tarde, sus calles empedradas en horas de silencio; un ejercicio gratificante que me atrevería a recomendar, incluso a los propios seguntinos.
            Comenzará a anochecer de un momento a otro. Sigüenza iluminará sus calles dentro de un instante. La cafetera del bar sopla al calentar la leche como las de los viejos tiempos. Me esperan unos cuantos kilómetros de carretera, una hora de camino, o quizá más. A la salida, el espejo retrovisor recoge por un momento a la ciudad levítica con las luces encendidas y con las torres de sus iglesias perdidas en la oscuridad. Es de noche. 

No hay comentarios: