«Hace
un año, por este tiempo, me hallaba yo en Sigüenza; una tierra muy roja, por la
cual cabalgó Rodrigo, llamado Mi Señor, cuando venía de Atienza, una peña muy
fuerte. Hay allí una vieja catedral de planta románica con dos torres foscas,
almenadas, dos castillos guerreros, construidos para dominar en la tierra,
llenos de pesadumbre, con sus cuatro paredes lisas, sin aspiraciones
irrealizables. Posee aquel terreno un relieve tan rico de planos que, a la luz
temblorosa del amanecer, tomaba una ondulación de mar potente, y la catedral,
toda oliveña y rosa, me parecía una nave que sobre aquel mar castizo venía a
traerme la tradición religiosa de mi raza condensada en el viril de su tabernáculo».
(Ortega y Gasset)
El párrafo que destaco pertenece a un artículo del
maestro Ortega y Gasset publicado en "El Imparcial" el 24 de julio de
1911, con el título "Arte de este mundo y del otro". Hoy, más de una
vida por medio, la visión de Sigüenza se corresponde casi toda ella con lo que
el insigne pensador nos dejó escrito; mucho, por cierto, sobre estos campos
adustos del Alto Henares, y en general sobre la franja norteña de la provincia
de Guadalajara en donde todavía se conserva, etérea, pero real, la impronta del
Campeador.
Desde Imón hasta Sigüenza las tierras van dejando de ser
rojas paulatinamente a partir del torreón de Señigo, que ya no existe; no
obstante, todavía quiere verse el tono sanguino del campo en las barbecheras
que bajan de los cerros, desde los cerros mondos y grises que rodean a
Sigüenza, donde los agricultores se emplean en hurgar con las rejas de sus
maquinarias las pequeñas parcelas.
Perdona, lector, que vuelva a insistir sobre un asunto
que no me acaba de gustar y mucho menos de convencer, que me enfada y
entristece cada vez que paso por aquí; y es que en las calles de estos pueblos
que nos acercan a Sigüenza, como en otros de su entorno, más al norte, algún
poderoso con carácter oficial empleó el dinero de todos en confundir a la
gente. “Ruta de don Quijote” han colocado a centenares en indicadores de
carreteras y en las esquinas de casi todas las calles. ¿A qué Quijote se
refieren?, me pregunto yo. Al de Cervantes, es seguro que no; y al de
Avellaneda es hasta muy posible que
tampoco. Sigüenza, la histórica Sigüenza, sí, al apócrifo referido en segundo
lugar. La “Ruta de Don Quijote” está definida y todos sabemos muy bien adonde
está, y no es ésta precisamente, es otra de reconocido interés paisajístico y
literario, que viene a estar a trescientos kilómetros de distancia más al sur,
en la mitad más meridional de nuestra comunicad autónoma, es decir, en la
comarca manchega, detalle que supongo debería conocer el iluminado promotor de
la idea.
Sigüenza, cinco de la tarde
Al abrir la tarde, la ciudad se ofrece al visitante bajo
su uniforme caparazón de tonalidades bermejas, destacando en mitad, no sé si
como una nave gigantesca o como una torre de babel, la fachada de la catedral
con forma de castillo. Unos cuantos obreros trabajan en la carretera con
máquinas de las que mueven la tierra. Abajo los vagones del ferrocarril; al
fondo el castillo de los obispos convertido en parador nacional, y en medio,
Sigüenza, con sus plazuelas recónditas y los pináculos de sus iglesias
encendidos por el sol de las cinco, con sus arquillos y sus soportales; con sus
calles pinas, henchidas de un singular encanto e invitan a quedarse allí; con
su historia, son su arte, con su leyenda, con sus gentes… Con sus pocas gentes;
pues el verano pasó para Sigüenza y en estas tardes de octubre apenas quedan
los que son, y no son tantos.
A la sombra de los árboles casi desnudos en el parque de
la Alameda, hay grupos de hombres jugando animadamente una partida de cartas.
Alrededor, en corrillo, opinan y discuten los mirones. No se ven clientes en
los puestos de bebidas de la Alameda; los encargados se entretienen hojeando
revistas con los codos apoyados sobre el mostrador; las sillas y las mesas se
ven en torno al establecimiento como un rebaño de ovejas aburridas. Desde las
Ursulinas hasta la ermita del Humilladero, pasa una moto a todo correr por el
Paseo haciendo un ruido estremecedor. Uno sabe muy bien que no es ésta la hora
de la Sigüenza del siglo XXI; pero sí la hora de sorprenderla en su intimidad,
de conocerla en el silencio de la media tarde en un día cualquiera, lejos del
bullicio del gentío en las épocas y en los momentos más propicios para la
concentración de residentes y de visitantes venidos de fuera, junto a los bares
de las esquinas. No es necesario en tardes como la de hoy andar por las calles
ojo avizor, ni acercar el oído a las piedras roídas de las casonas centenarias
o de las iglesias para sentir el latido acorde y acompasado del corazón de la
vieja ciudad.
He subido hasta las puertas de la Catedral por la calle
que Sigüenza dedicó en su día a don Manuel Serrano Sanz. En la esquina de la
casa donde vivió el ilustre polígrafo, hay una placa de mármol que recuerda sus
temporadas de estancia en esta ciudad. Las torres de la Catedral, gemelas y
diferentes, me han parecido más esbeltas que otras veces, y las balaustradas de
piedra y las almenas adornadas de bolones, más elegantes y artísticas que en
ninguna otra ocasión, tal vez porque todas las tengo para mí, porque nadie
compartirá conmigo su visión en este
momento.
La Catedral está sola en su interior. No se advierte el
olor a incienso, ni los cantos de los canónigos en las grandes solemnidades.
Entre las sombras vamos recorriendo las naves, a una y otra mano los retablos,
las imágenes, los cuadros con escenas piadosas en pintura tierna todavía junto
a otras con antigüedad de siglos, los escudos episcopales y los epitafios de
los enterramientos, tantos y tan difíciles de interpretar. La estatua de don
Martín, el Doncel, medita sin que nadie le interrumpa al frío de la piedra, en
la penumbra de su propio sepulcro, desde la hornacina que guarda sus huesos
dentro la capilla familiar de los Arce. Hay un hombre rezando en silencio,
perdido en la oscuridad dentro de la capilla del Santísimo; está sentado sobre
uno de los bancos que se alinean por delante de la lamparilla. La falta de luz
se acrecienta, se hace casi absoluta al cruzar la girola. Luego las venerables
tumbas de los obispos, con sus estatuas yacentes de piedra revestida de pontifical:
la de don Bernardo de Agèn, el primero de todos, sobre un lateral de la nave, y
la de don Eustaquio Nieto, el obispo mártir, en la capilla de la Purísima. Y
sólo a un paso, el altar de Santa Librada, la Patrona de la ciudad, con la urna
que contiene lo que queda de sus restos; y el retablo a manera de mausoleo del
obispo don Fadrique, capricho del barroco catedralicio. Un sacristán, al que
rodea un reducido grupo de personas, sale hasta la nave por una puerta y se
mete por otra, explicando en voz baja los pormenores históricos y mostrando los
artísticos que guarda la Catedral.
Por los viejos barrios
Otra vez en la calle la pupila ha de acomodarse a la luz
natural de la Plaza Mayor, con su larga cadena de arcos guardando el soportal,
y la doble galería, también arqueada, del ayuntamiento. Y ahora, buscando
nuevas impresiones, hacia el barrio más antiguo, siguiendo la Calle Mayor. A un
lado y al otro de la calle empedrada quedan los talleres y las exposiciones de
los artesanos seguntinos aprovechando la subida hacia el Castillo. La iglesia
de Santiago, con su llamativa portada del XII; las Travesañas, que son dos: la
Baja y la Alta, salen a nuestra mano derecha. Por la Travesaña Alta están la
Casa del Doncel, la iglesia románica de San Vicente y la plazuela de la Cárcel,
por ese orden. Uno teme, a la vista de los últimos retoques en la Plaza del
Doncel, que tal vez no se tuvo el cuidado suficiente por conservar la estampa
general de aquel rincón en su conjunto; temor que se confirma en el arquillo
que dicen de Puerta de Hierro. A estas ciudades hay que tratarlas con mimo,
como piezas delicadas de vieja orfebrería a las que puede dañar el más pequeño
desliz. El Arco del Portal Mayor, un rincón para estampa de calendario; y luego
la calle de Valencia, otro mundo, hemos salido de la Sigüenza medieval y hemos
vuelto otra vez a la de varios siglos más tarde.
Por la calle de San Roque -estamos en el barrio del
obispo Díaz de la Guerra- me viene a la memoria el recuerdo de la familia
Santos, los pintores de Sigüenza: don Fermín, y sus hijos Antonio y Raúl, de
tan feliz memoria. Más adelante, para concluir y descansar si se quiere al pie
de los plataneros en unos bancos de piedra, la plazuela de las Cruces, uno de
los rincones más apetecibles y románticos de la ciudad, cuyo encanto se acentúa
al caer la tarde, fría ya, de un otoño desigual y cambiante.
Sigüenza es demasiado para reconocer en el espacio corto
de un par de horas; pero es bueno volverla a recordar, pisando aunque sea de
tarde en tarde, sus calles empedradas en horas de silencio; un ejercicio gratificante
que me atrevería a recomendar, incluso a los propios seguntinos.
Comenzará a anochecer de un momento a otro. Sigüenza
iluminará sus calles dentro de un instante. La cafetera del bar sopla al calentar
la leche como las de los viejos tiempos. Me esperan unos cuantos kilómetros de
carretera, una hora de camino, o quizá más. A la salida, el espejo retrovisor
recoge por un momento a la ciudad levítica con las luces encendidas y con las
torres de sus iglesias perdidas en la oscuridad. Es de noche.
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