Una amable lectora, doña Nieves L. Arroyo, a la que no tenía el gusto de conocer, me sirvió en bandeja, sin pretenderlo, el poder escribir con cierta periodicidad acerca de los ríos que en todas direcciones, y en cualquiera de sus cuatro comarcas, surcan nuestra provincia. En carta personal me pidió doña Nieves que le informase (y así lo hice) sobre algunas cuestiones elementales que me planteaba en relación con el Mesa, uno de nuestros ríos de escaso relieve que, desde que el mundo es mundo, o por lo menos desde que el hombre habita la tierra, va dejando al pasar por tierras molinesas unos valles irrepetibles, pueblecitos pintorescos cargados de historia y de costumbres ya idas, en mitad de un entorno natural que nadie debiera morirse sin haber andado por ellos alguna vez. Yo lo hice en distintas ocasiones, y su estampa jamás ha escapado de mi memoria.
No sé si alguien podría asegurar con certeza si aquí o allá, si es éste o es aquél, cuál de todos los pequeños manaderos que brotan en el vallejo de los huertos de Selas, debe considerarse en realidad como el nacimiento del río Mesa. Nadie podría asegurarlo, pienso yo; pero nace allí, teniendo por cuna, como casi siempre ocurre, unas piedras y unos yerbajos húmedos.
Por la plana praderilla viaja el regato. Tiene las puestas del sol como destino inmediato, o al menos lo parece. Corre lentamente con dirección a la pequeña villa de Anquela, la del Ducado, no la del Pedregal que nada tiene que ver con esto y desde allí coge demasiado lejos. Sobre las casas blancas de Anquela, el pueblo en escalera, se solaza en la media mañana la iglesia de San Martín, y también desde lo alto, ahora mirando al norte y noreste, se deja ver en la caída un nuevo valle: el principio del Valle del Mesa propiamente dicho, por cuyo fondo escapa el joven arroyuelo después de haberse vuelto sobre sí, después de haber dado un giro violento al otro lado del pueblo porque así lo quieren los cánones de la ley física, de la ley que siempre se cumple porque no anda el hombre de por medio, y así, sumiso y obediente, el arroyo continúa su viaje hacia Turmiel, recogiendo a menudo sobre su delicado lecho el sudor de las laderas por los suaves canalillos que de un lado y otro vienen hacia él.
Turmiel al instante. El pueblo cae a mano izquierda, a muy escasa distancia del río. La carretera corta al pueblo por mitad a todo lo largo. En Turmiel vive de continuo muy poca gente, un par de docenas de habitantes nada más. Las torretas de los palomares, que antes fueron torres vigías, muestran sobre lo alto las piedras del abandono. El río se aparta del pueblo y de la carretera para jamás volverse a encontrar, prefiere seguir su camino a campo través. De allí en adelante parece no querer nada de hombres ni de pueblos. No volverá a encontrarse con carretera alguna hasta las inmediaciones de Mochales, donde se deja ver vitalizando un valle fecundo desde las primeras curvas del camino que bajan desde Amayas. Según la época del año, la vega presenta por allí un aspecto diferente: blanco en primavera cuando los frutales están en flor, verde y carmín de hojas y cerezas cuando entra el verano, tristón y entrañable en otoño, gélido y silencioso en invierno, pero siempre hermoso, provocador, exuberante o escuálido, qué más da; el milagro del agua que pasa se cumple en él escrupulosamente a lo largo de los días y de las estaciones.
Mochales, medio escondido por los cerros y la vegetación de su propia vega, es la patria chica de la beata María Teresa del Niño Jesús y del alcalde Antonio Alba, muertos de manera violeta los dos: la primera por defender su fe como religiosa del convento carmelita de Guadalajara un 24 de julio de 1936; y el segundo por defender a su pueblo y a su patria contra la francesada en aquella guerra sin cuartel de 1808; para mayor humillación, murió ahorcado públicamente delante sus paisanos; la plaza del lugar, como no podía ser menos, lleva su nombre.
El río Mesa, al que ya va mereciendo se le trate de usted cuando pasa por Mochales, brama y salta al pasar regando huertos, abriendo zanjas entre las peñas, distinguiendo y hermoseando un paisaje por pocos conocido.
Hace años me pidieron para la radio —perdona amigo lector que entre en los pasillos de lo personal— que escribiera un guión sobre alguna comarca poco conocida de nuestro país. Elegí el Valle del Mesa para trabajar con él, y he de decir que gocé hasta lo infinito cumpliendo el encargo; pues no es nada frecuente el encontrarse con unas tierras vírgenes tan cargadas de encantos paisajísticos y con tanto interés humano por mucho que se busquen.
Desde Mochales a Villel, la diferencia en altura de las plazas de ambos pueblos va más allá de los cincuenta metros, en tanto que la distancia que los separa apenas supera los tres kilómetros; ello quiere decir que serán muy pocos los remansos, que el agua corre en función de entrenamiento para saltar en cascada, como luego veremos.
La carretera sigue paralela al río camino de Villel, cruzándose de un lado al otro alguna vez antes de llegar al pueblo. Villel de Mesa se ofrece ante los ojos del espectador descolgado en la solana de un cerro que baja a refrescar sus pies en la ribera. Al otro lado del río Pequeño, frente a los jardines de la plaza, hay viejas heredades de hortaliza con las que los campesinos del lugar llenaron cada verano sus despensas. Ahora también, pero no tanto, La falta de manos jóvenes se echa de menos en estos recónditos paraísos que no hace tanto tiempo triplicaron su población sin que faltara el alimento para todos. El río Pequeño vitaliza las huertas más próximas al pueblo. El río Pequeño nace allí mismo, debajo de una roca que los lugareños conocen como la Fuente de la Toba. Paralelo a él, y muy juntos los dos, baja el río Cavero, que es en realidad el río Mesa, pero con otro nombre a su paso por Villel. Se unen los dos poco más adelante. Las ruinas del castillo sobre unas peñas dominan el paisaje río abajo. El pueblo, con su plaza ajardinada y su histórica fortaleza que en mala hora arruinó una chispa el día de la fiesta de San Bartolomé de una año ya lejano, va quedando atrás, mostrando al caminante que se aleja la elegancia de sus viviendas más antiguas y los arcos de la iglesia allá en lo alto. Como fondo, el cerro de las Casas y el llano de la Cueva, bajo un cielo que tiñe de azul en las primeras charcas el agua del río, el Mesa adulto ya que adivina, no lejos de allí, las chorreras de Algar sobre las que ya se asoma.
Algar de Mesa figura en los archivos de mi memoria como uno de los pueblos más bellos de toda la tierra molinesa. Imagínense al pequeño caserío, a manera de anfiteatro, colgado en escalón sobre la profunda vega o barranquera en la que ruge el agua al despeñarse, de una en una, en las cascadas que dibuja el cauce del río al pasar. A veces, los ancianos del pueblo, cuando la ley lo permite, bajan hasta las praderillas que hay al lado del río y tiran el anzuelo de sus cañas en la espuma corriente que se forma al pie de las chorreras. Las truchas pican alguna vez y los pescadores se dan por bien pagados. El pueblo, Algar, acostumbrado al continuo soniquete de las aguas, se alza sobre la orilla izquierda, con la torre parroquial de su iglesia de Santo Domingo por enseña y las casas de los vecinos a un lado y a otro. Aguas abajo, siempre a la vera del río, la ermita patronal de la Virgen de los Albares, solitaria y silenciosa, con algún ramito de flores secas atado al ventanillo, marca el punto final de nuestro recorrido en este día, porque la provincia de Guadalajara acaba allí y preferimos ser respetuosos con lo que no es nuestro.
El Mesa, que no entiende de límites ni de fronteras, sigue abriéndose camino por tierras de Aragón creando paisajes nuevos: Calmarza, Jaraba, el embalse de la Tranquera donde se une al Piedra (otro de nuestros ríos, al menos en su origen) en un cauce común, para concluir entregando sus aguas y su nombre al Jalón muy cerca de la villa de Ateca.
No sé si alguien podría asegurar con certeza si aquí o allá, si es éste o es aquél, cuál de todos los pequeños manaderos que brotan en el vallejo de los huertos de Selas, debe considerarse en realidad como el nacimiento del río Mesa. Nadie podría asegurarlo, pienso yo; pero nace allí, teniendo por cuna, como casi siempre ocurre, unas piedras y unos yerbajos húmedos.
Por la plana praderilla viaja el regato. Tiene las puestas del sol como destino inmediato, o al menos lo parece. Corre lentamente con dirección a la pequeña villa de Anquela, la del Ducado, no la del Pedregal que nada tiene que ver con esto y desde allí coge demasiado lejos. Sobre las casas blancas de Anquela, el pueblo en escalera, se solaza en la media mañana la iglesia de San Martín, y también desde lo alto, ahora mirando al norte y noreste, se deja ver en la caída un nuevo valle: el principio del Valle del Mesa propiamente dicho, por cuyo fondo escapa el joven arroyuelo después de haberse vuelto sobre sí, después de haber dado un giro violento al otro lado del pueblo porque así lo quieren los cánones de la ley física, de la ley que siempre se cumple porque no anda el hombre de por medio, y así, sumiso y obediente, el arroyo continúa su viaje hacia Turmiel, recogiendo a menudo sobre su delicado lecho el sudor de las laderas por los suaves canalillos que de un lado y otro vienen hacia él.
Turmiel al instante. El pueblo cae a mano izquierda, a muy escasa distancia del río. La carretera corta al pueblo por mitad a todo lo largo. En Turmiel vive de continuo muy poca gente, un par de docenas de habitantes nada más. Las torretas de los palomares, que antes fueron torres vigías, muestran sobre lo alto las piedras del abandono. El río se aparta del pueblo y de la carretera para jamás volverse a encontrar, prefiere seguir su camino a campo través. De allí en adelante parece no querer nada de hombres ni de pueblos. No volverá a encontrarse con carretera alguna hasta las inmediaciones de Mochales, donde se deja ver vitalizando un valle fecundo desde las primeras curvas del camino que bajan desde Amayas. Según la época del año, la vega presenta por allí un aspecto diferente: blanco en primavera cuando los frutales están en flor, verde y carmín de hojas y cerezas cuando entra el verano, tristón y entrañable en otoño, gélido y silencioso en invierno, pero siempre hermoso, provocador, exuberante o escuálido, qué más da; el milagro del agua que pasa se cumple en él escrupulosamente a lo largo de los días y de las estaciones.
Mochales, medio escondido por los cerros y la vegetación de su propia vega, es la patria chica de la beata María Teresa del Niño Jesús y del alcalde Antonio Alba, muertos de manera violeta los dos: la primera por defender su fe como religiosa del convento carmelita de Guadalajara un 24 de julio de 1936; y el segundo por defender a su pueblo y a su patria contra la francesada en aquella guerra sin cuartel de 1808; para mayor humillación, murió ahorcado públicamente delante sus paisanos; la plaza del lugar, como no podía ser menos, lleva su nombre.
El río Mesa, al que ya va mereciendo se le trate de usted cuando pasa por Mochales, brama y salta al pasar regando huertos, abriendo zanjas entre las peñas, distinguiendo y hermoseando un paisaje por pocos conocido.
Hace años me pidieron para la radio —perdona amigo lector que entre en los pasillos de lo personal— que escribiera un guión sobre alguna comarca poco conocida de nuestro país. Elegí el Valle del Mesa para trabajar con él, y he de decir que gocé hasta lo infinito cumpliendo el encargo; pues no es nada frecuente el encontrarse con unas tierras vírgenes tan cargadas de encantos paisajísticos y con tanto interés humano por mucho que se busquen.
Desde Mochales a Villel, la diferencia en altura de las plazas de ambos pueblos va más allá de los cincuenta metros, en tanto que la distancia que los separa apenas supera los tres kilómetros; ello quiere decir que serán muy pocos los remansos, que el agua corre en función de entrenamiento para saltar en cascada, como luego veremos.
La carretera sigue paralela al río camino de Villel, cruzándose de un lado al otro alguna vez antes de llegar al pueblo. Villel de Mesa se ofrece ante los ojos del espectador descolgado en la solana de un cerro que baja a refrescar sus pies en la ribera. Al otro lado del río Pequeño, frente a los jardines de la plaza, hay viejas heredades de hortaliza con las que los campesinos del lugar llenaron cada verano sus despensas. Ahora también, pero no tanto, La falta de manos jóvenes se echa de menos en estos recónditos paraísos que no hace tanto tiempo triplicaron su población sin que faltara el alimento para todos. El río Pequeño vitaliza las huertas más próximas al pueblo. El río Pequeño nace allí mismo, debajo de una roca que los lugareños conocen como la Fuente de la Toba. Paralelo a él, y muy juntos los dos, baja el río Cavero, que es en realidad el río Mesa, pero con otro nombre a su paso por Villel. Se unen los dos poco más adelante. Las ruinas del castillo sobre unas peñas dominan el paisaje río abajo. El pueblo, con su plaza ajardinada y su histórica fortaleza que en mala hora arruinó una chispa el día de la fiesta de San Bartolomé de una año ya lejano, va quedando atrás, mostrando al caminante que se aleja la elegancia de sus viviendas más antiguas y los arcos de la iglesia allá en lo alto. Como fondo, el cerro de las Casas y el llano de la Cueva, bajo un cielo que tiñe de azul en las primeras charcas el agua del río, el Mesa adulto ya que adivina, no lejos de allí, las chorreras de Algar sobre las que ya se asoma.
Algar de Mesa figura en los archivos de mi memoria como uno de los pueblos más bellos de toda la tierra molinesa. Imagínense al pequeño caserío, a manera de anfiteatro, colgado en escalón sobre la profunda vega o barranquera en la que ruge el agua al despeñarse, de una en una, en las cascadas que dibuja el cauce del río al pasar. A veces, los ancianos del pueblo, cuando la ley lo permite, bajan hasta las praderillas que hay al lado del río y tiran el anzuelo de sus cañas en la espuma corriente que se forma al pie de las chorreras. Las truchas pican alguna vez y los pescadores se dan por bien pagados. El pueblo, Algar, acostumbrado al continuo soniquete de las aguas, se alza sobre la orilla izquierda, con la torre parroquial de su iglesia de Santo Domingo por enseña y las casas de los vecinos a un lado y a otro. Aguas abajo, siempre a la vera del río, la ermita patronal de la Virgen de los Albares, solitaria y silenciosa, con algún ramito de flores secas atado al ventanillo, marca el punto final de nuestro recorrido en este día, porque la provincia de Guadalajara acaba allí y preferimos ser respetuosos con lo que no es nuestro.
El Mesa, que no entiende de límites ni de fronteras, sigue abriéndose camino por tierras de Aragón creando paisajes nuevos: Calmarza, Jaraba, el embalse de la Tranquera donde se une al Piedra (otro de nuestros ríos, al menos en su origen) en un cauce común, para concluir entregando sus aguas y su nombre al Jalón muy cerca de la villa de Ateca.
(En la foto: "El río Mesa bajo el puente de Agar")
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