domingo, 2 de enero de 2011

LA ALCARRIA DE ANTONIO PONZ



Antonio Ponz, valenciano de Bechi, fue uno de aquellos autores que, en pleno siglo XVIII, sintió la fiebre de otros muchos eruditos europeos que dedicaron parte de su vida a viajar y a dejar escrito lo que veían, tomando como punto de mira preferente a nuestro país, a España en casi todas sus regiones, a la cual dedicó nada menos que dieciocho tomos de literatura viajera en la que se destaca no sólo la descripción de paisajes y lugares, sino la impresión muy a su manera que solía sacar en cada sitio según pensaba cómo en cada sitio los lugareños se portaban con él, cómo resultaba acogido con sus acompañantes en cada lugar, sin ir más allá de lo que en una primera mirada veían sus ojos. Ponz, experto en viajes como queda dicho, cayó en uno de los errores más frecuentes en los que suelen caer los escritores viajeros: en creer a pie juntillas lo primero que le venían a contar, sin detenerse a contrastar el qué y el porqué de lo que le decían, sacando pues como consecuencia una literatu­ra más o menos interesante, pero de poco rigor.
Las cartas séptima y octava de su primer libro las dedica, casi por completo, a su paso por Guadalajara, que escribió durante los últimos días de julio del año 1769, momento aquel en el que los ánimos del viajero no rebosaban del sentido de complacencia que a las gentes de aquí nos hubiese gustado lo distinguiese. Guadalajara, tanto la capital de provincia como los pueblos por donde pasó camino de Cuenca, no quedan del todo bien parados en el famoso "Viaje de España" de Antonio Ponz.
Visitó, apenas de pasada, el convento de San Francisco con sus inexpresivos altares de madera, sus gradas y pavimento jaspeados de la Capilla Mayor, y el célebre panteón de la Casa del Infantado, que tuvo la suerte de conocer cuarenta años antes de que la francesada lo profanase y lo convirtiese en ruina, más o menos como ahora puede verse. Lo compara, no obstante, con algunos detalles a su favor y otros a su contra, con el de los reyes del monasterio de El Escorial. Del palacio de los duques del Infantado desestima una buena parte de su ornamentación, desprecia la arquitectura del patio, sacando a relucir -nunca mejor dicho- que vio «algunos salones con techos de tanta madera y oro, que me parecieron pinares de oro».
Por aquellos años aún no se habían concluido las obras del puente sobre el río Henares, roto por su mitad doce años antes, y que desde entonces se andaba a vueltas con su restauración, para lo cual, dice Ponz: «habían contribuido los pueblos hasta de treinta leguas en contorno; añadiendo que con aquellos caudales y con los que hasta ahora habían pagado los pasajeros para pasar por el puente de barcas, se podría haber hecho uno nuevo, aunque hubiera sido de mármol».
Desde Guadalajara, pasando por Horche y por Armuña, el autor come y sestea en una humilde posada de Renera, donde comió bien, durmió mejor, y pagó a la mesonera con generosidad. Un buhonero que enseñaba su mercancía a la puerta de la fonda, le anunció que un enjambre de tábanos y mosquitos le esperaban en el camino de Pastrana, para «comerse vivos a hombres y bestias», como, según cuenta más adelante, así fue.
A Pastrana ni siquiera entra, se limita a decir que era un lugar con más de quinientos vecinos, muy bien cultivado de olivares por aquellos cerros inmediatos, y que pasó fuera de la villa junto a uno de los primeros conventos que los Carmelitas Descalzos tuvieron en España «y aunque yo tenía especie -dice- que en su iglesia había algunas pinturas de Juan Narduk, llamado en esta religión fray Miseria, era tanta la que yo llevaba entonces conmigo, que no estaba para fiestas ni curiosidades».
Más abajo, junto al río, después de perderse y de no encontrar a nadie a quien preguntar por el camino de Almonacid al ser día de fiesta, consiguió llegar a la barca cerrada ya la noche. Luego explica que junto a la villa de Zorita, «lugar de veinticinco vecinos», había otra barca. Entra, por fin, con las personas que le acompañaban, en Almonacid; una vez allí se apean en un mesón "que por fuera no parecía malo". Había sido la fiesta de Santiago el día aquel. El colmo de la desatención, dejó escrito en su crónica del día, lo sufrieron por parte de la dueña de la casa: «No hubiera sido más mal recibida, ni con igual descortesía, una plaga de langostas. Preguntele que si había dónde poner las maletas; respondiome que no; pero con tanta gracia como haría un arráez a sus esclavos. Repetí que si tenía cama, si había qué cenar para personas y animales, y a todo respondió como al principio.; pero siempre más desabrida y descortés; de manera que, falto de paciencia, prorrumpí sobre semejante arpía, diciéndole en lengua que me entendiese lo que el pretextato de Horacio a la hechicera Canidia, con todo lo demás que me vino a la boca; y tomando el trote a la casa del corregidor, le alabé su buena providencia, a quien yo atribuía la hospitalidad del mesón».
Nadie, más de dos siglos después, podría dar norte en Almonacid acerca de quién fue la aludida mesonera de Ponz, ni tampoco sobre la personalidad del corregidor de turno que «me tapó la boca -dice- procurándome alojamiento en casa de un honrado hidalgo, en quien hallé de sobra la cortesía, generosidad y todo cuanto le faltaba a la crudísima mesonera. Me dio cama y gustosa cena, y al día siguiente, de Santa Ana, cuyo nombre tenía su mujer, me instó de mil maneras a no salir de su casa sin hacerle compañía a la mesa; en vista de lo cual y de lo que en ella se puso, créame usted, quedé muy contento, agradecido y satisfecho.»
El caminante sigue su camino al hilo de la media tarde del día 26. Apenas cuenta nada de aquellos diez o quince kilómetros de Alcarria guadalajareña que todavía le faltan por andar hasta llegar a Huete. De Albalate se limita a reseñar que era un pueblo corto -pequeño, supongo que quiso decir- pero que tenía una linde -entiendo acequia- muy antigua, que sus habitantes consideraban superior a la de Ocaña; pues con su agua se conseguían regar sus tierras y las de almonacid. Ensalza las buenas parcelas de olivar, y señala como un desacierto que no tuviesen aquellos campos la abundancia de fruta que deberían tener.
La Alcarria, al fin, lector amigo. Una tierra para ver, para andar, y sobre todo para contar de ella. En la Literatura andará escondida mientras que el mundo sea mundo. Sequedales, solanillas pedregosas, lomeras áridas y algún riachuelo cuyas aguas no siempre llegan hasta el Tajo, ni siquiera hasta el Tajuña, porque se pierden antes. Es lo nuestro, y en las buenas gentes que la poblaron o que siguen viviendo en ella, quién sabe si olcades en su origen casi todos ellos, encontramos, sombra y luz, nuestra propia imagen.

(La fotografía nos muestra un detalle del panteón de los duques del Infantado en su estado actual)

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