martes, 31 de agosto de 2010

PUEBLOS MORIBUNDOS Y PUEBLOS MUERTOS



En marzo de 1990 publiqué un largo artículo al que titulaba “Los pueblos muertos". Aunque hubo algún lector del periódico que se molestó por la cruda realidad de aquellas columnas dedicadas a los pueblos abandonados de esta nuestra tierra -quizás por un simple remordimiento de conciencia, del que uno no siempre se acaba de convencer-, no estaba la acción centrada, por lo menos en el referido escrito de marras, en pueblo alguno de manera específica, sino en varios al mismo tiempo. A mitad de aquel trabajo se daban los nombres de dieciséis pueblos de la provincia de Guadalajara en los que habitualmente y de manera continua no vive nadie. Es posible ver en cualquiera de ellos, sobre todo durante los fines de semana y en el buen tiempo, algún alma solitaria moverse por sus calles; pero es sólo entonces, ocasionalmente, de tarde en tarde y coinci­diendo con las temporadas que preludian el estío, que son ya propio verano, o que se alargan por inercia para los más avanzados en edad hasta el día de Difuntos o sus fechas inmediatas, cuando los vientos fríos comienzan a soplar por el llano de las eras. Las casas y las calles a partir de entonces se convierten en auténticos cementerios al aire libre, y en esos pueblos, guste o no a quienes un día se marcharon de él dejándolo solo, apenas se siente el silbido del viento en las esquinas o el estruendo de alguna cubierta que se viene abajo arrancada por el ímpetu del huracán, por el efecto demoledor de la carcoma, por la humedad de tantos inviernos en desamparo, y siempre por el abandono de quienes antes vivieron en él; pero jamás se oye el grito de un niño, el ladrido de un perro ni el canto madrugador del gallo desde lo alto de la barda en el lejano corral. Son los pueblos muertos con todo nuestro pesar, de los que Castilla sabe tanto y nosotros también.

Silencio y ruina
Aprovechando la bonanza de las tardes del verano, tuve a bien hace algunos meses dar un paseo por una de las zonas más olvidadas de la provincia, por donde las viviendas abandonadas de los pueblos se van desmoronando poco a poco, donde hay una fuente que corre sin que su manar constante sirva para nada ni para nadie. Alrededor, tierras de cultivo, tierras frías que de una o dos décadas a hoy trabajan con potente maquinaria agricultores que vienen de fuera. Querencia, Tobes, Torrecilla del Ducado, se llaman estos pueblos situados al norte de nuestra provincia; una lista que podría completarse con otros cuarenta o cincuenta nombres más. Son los pueblos muertos, los pueblos en los que durante todo el año no vive nadie, y las vientos, las lluvias, las fuertes heladas y otras inclemencias, por nombrar tan sólo algunos elementos puramente naturales, van acabando por convertirlos en ruina sin que nadie, ni siquiera sus propios dueños, mueva una mano por ponerle remedio.
No hace mucho he tenido ocasión de releer un hermoso artículo de Miguel Delibes, publicado en un periódico nacional de gran tirada hace más de cincuenta años, cuando la tormenta de la despoblación se comenzaba a cerner sobre los pueblos de Castilla. El ilustre escritor habla en aquel trabajo un pueblo burgalés, Cortiguera, en el que por entonces aún alentaba la vida, una vida lánguida, feble, apenas perceptible -decía él-, donde en sus abandonadas casas de piedra, muchas de ellas con blasón en sus fachadas y airosos arcos de dovelas en sus zaguanes, habitaban dos matrimonios de viejos y dos mujeres viudas, viejas también. Un pueblo moribundo, un pueblo en agonía. Titulaba a su interesante comentario "Los pueblos moribundos".
Ignoro, pero confieso que me gustaría saber, que ha sido de Cortiguera pasado medio siglo de la visita del notable periodista; qué fue de sus dos matrimonios de viejos y de sus dos viudas viejas también; qué fue de los recios muros amarillos de sus casas; qué de aquel aliento de vida lánguida, feble, apenas perceptible.
Justo por aquellos años visité en dos o en tres ocasiones uno de nuestros pueblos muertos, uno de aquellos que integraban la fatídica lista de dieciséis que en 1990 se me ocurrió tildar por muertos. Tenía el pueblo por entonces más de doscientas almas, y pasaban de veinte los niños que a diario acudían a su escuela mixta que regentaba, como Dios le daba a entender, una maestra anciana.
Volví algunos años después y lo encontré completamente vacío, sin una sola alma. Ocho o diez puerta cerradas a cal y canto, nada más, y por toda compañía el ruido del viento al chocar contra las cuatro paredes del campanario. Hice muchas fotografías, eso sí; fotos y más fotos de la bellísima portada románica de la iglesia. Hubiera querido arrancarla de allí, piedra a piedra, y lo hice foto a foto, que es una manera velada de robar para que sirva de alimento al estómago furtivo de los buenos deseos.

La fuerza de la razón
Como a Delibes, me hubiera gustado topar a la vuelta de cualquier esquina con la única viejita de la calle, y lamentarme en su presencia como él se lamentó delante de aquella superviviente de Cortiguera, y hablarle del despoblamiento, y de la desolación, y de la ruina que cunde irreversible.
- Qué pena -le dice a la buena mujer en su artículo el autor de El Camino.
Y la viejita del pelo estoposo y la punzante mirada azul, argumenta en seguida:
- A ellos no les dio pena marchar.
Una lección de profunda filosofía en la que ahora y en la distancia me detengo a recapacitar. Y sigo caminando con la imagina­ción calle arriba por el pueblo abandonado. A derecha e izquierda veo haces apretados de florecillas lila y de malvas en flor; flores silvestres bordeando el pequeño muro de piedras movedizas que entornan la callejuela y a las que nadie mira. Al final, una detrás de otra, las fuentes públicas junto al lavadero chorrean en los pilones de ovas, cantando a duo su rutinaria e inútil salmodia. Sobre mí la bandada de buitres al acecho de la carne muerta que ventean por encima de las nubes. Y advierto con agrado que, como al olmo viejo de Machado, algunas hojas verdes le han salido. Son las viviendas rehabilitadas de última hora, las que los que se fueron, o tal vez sus hijos, han vuelto a poner en orden pensando en el pueblo como terapéutica contra los males del siglo que cada día amenazan con mayor virulencia. Pero el pueblo, éste y otros más, se vuelven a quedar solos apenas el otoño comienza a imponer su ley avistando el invierno.
Los cantos de sirena de los nuevos tiempos dieron lugar, en cuestión de muy pocos años, al éxodo imparable del medio rural que dejó en cuadro a cientos de lugares por toda Castilla con un antiquísimo historial, con siglos y aun con decenas de siglos de existencia. Los duros a seis pesetas es posible que tuvieran su época, pero fue efímera y pienso que engañosa. Se saturó el mercado, por razones que no vienen al caso, y es tiempo de balances, hora de ponerse a echar cuentas con tantos años de historia, de ilusiones por parte de nuestros antepasados que rara vez se llegaron a cumplir, de reflexión ante triste realidad de los campos baldíos y las recias casonas de nuestros abuelos criando amapolas, y malvas, y jaramagos, y zarzas, en el mismísimo suelo del zaguán, o en el de la cocina donde se hacía la vida, recuerdo hoy perdido para tantos de nuestros años de niñez. Es el momento de ajustar cuentas con nosotros mismos, y no de exigir responsabilidades que sólo las podremos encontrar en el loco correr de los años y de las modas, creadores de circunstancias que, a la larga, apenas sirven como filón de experiencias para quienes tengan a bien emplearlas y aprender de ellas.
Ante el efecto cambiante en la vida del hombre, víctima al fin del caprichoso movimiento pendular de los tiempos que en tantas ocasiones sacude con fuerza irresistible, uno se pregunta si todo ha merecido la pena, si habremos acertado dejando morir el viejo escenario de tantos años de nuestro pasado, al que tan reacios somos a renunciar sólo de palabra. Ni las piedras de junto al camino, ni los campos que entornan el ejido, ni el aplomo de las viejas campanas sobre la torre, ni el halo de respeto y de piedad que inspira el solitario cementerio a la caída tarde, me han sabido dar respuesta.

(En la fotografía: Aspecto actual del pueblo de Tobes)

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