miércoles, 17 de febrero de 2010

NUESTROS RÍOS: HENARES (y III)



Dejamos atrás los fecundos llanos de la vega del Henares a la salida de Carrascosa. El río nos ha venido siguiendo, o dicho mejor, lo hemos venido siguiendo a él, a lo largo de todo el vallejo por el que cruza hasta las puertas mismas de la villa de Espinosa. Por un momento hemos tenido como compañero de viaje a un tren descomunal cargado de viajeros, de coches sin estrenar y con una decena de vagones cerrados. Por uno de los carrizales que llegan hasta el camino, se junta con el Henares el arroyo Aliendre, casi siempre seco, que viene de Cogolludo. Estamos en la entrada de Espinosa.
El río Henares tiene en Espinosa un paso triunfal, como los emperadores romanos que entraban a la polis hartos de victorias. El río cuela sus aguas bajo los arcos de un puente que, salvando las distancias, me recuerda siempre que paso por allí la bellísima entrada a Salamanca que hay sobre las aguas del Tormes teniendo como fondo las torres de su catedral. Aquí, en Espinosa de Henares, todo es menor si lo comparamos con la conocida estampa de la docta ciudad salmantina, pero podría no serlo, al menos en importancia histórica si algún día se pudiera demostrar con documentación fidedigna que fue en esta villa campiñesa donde vino al mundo Cristóbal Colón, suposición ésta que por el momento no va más allá de ser una más de la lista de ciudades que se discuten el haber sido cuna del descubridor de las Américas, aunque, puesta la mano en el corazón y la mente sobre la verdad objetiva, la villa de Espinosa no necesita de tan honroso título para ser considerada en justicia como una de las poblaciones más importantes de la tierra de Guadalajara.
El Henares a su paso por Espinosa magnifica la imagen de la villa, aunque cuando se consultan documentos de más allá de un siglo no se cuente con el río como importante benefactor del pueblo y de sus habitantes, pues sólo hemos encontrado como afirmación en favor del vecindario que en sus aguas se pescaban barbos y bogas, y que la corriente hacía mover las piedras de un molino harinero que, según se hace constar, no estaba autorizado. En fin, dejamos las cosas como nos las han contado, y no como nos parece a la vista de las anchas superficies de tierra junto a los cauces del río, tierra generosa para el cultivo que algo, o bastante quizás, se habrán favorecido a lo largo de los años y de los siglos del manso Henares que a su lado se esconde entre las choperas.
Antes de llegar a la altura de Cerezo el río abandona definitivamente el talante serrano que arrastra desde su nacimiento en las fuentes de Horna, y en los espejales de sus remansos comienza a teñirse con el azul claro del cielo campiñés, riberas de explotación que habrán de acompañarle hasta su desembocadura en el Jarama todavía muy lejos de allí, por los llanos de Mejorada y de San Fernando en pleno Corredor.
Y el Henares sigue y sigue. Montarrón, Cerezo, Humanes, Mohernando…, nombres arrancados de la vieja encomienda tan asidos al paisaje, al paisanaje, y a la rancia literatura con reminiscencias supervivas lo más lejanas en el tiempo: Por amor a esta dama hice trovas, cantares/ ¡Sembré avena loca ribera del Henares!/ Los refranes antiguos resultan ejemplares:/ Quien arenales siembra no trilla pegujares/. Así cantó el Arcipreste Juan Ruiz, inspirado en cualquiera de las mujeres de esta tierra tan vista y tan pisada por él, y hecha para cruzar el muro de los siglos en dos, en cuatro, en más de seis ocasiones hasta llegar a nosotros, con aquella tan peculiar manera de hacer echando mano al verso monorrimo, el más antiguo de todos, y que los más doctos han dado en llamar de cuaderna vía.
Muy cerca de Heras, el pueblo que tuvo huertas mendocinas, y palacio en el que cuentan las crónicas que llegaron a pasar alguna temporada los Reyes Católicos invitados por el Gran Cardenal; cerca de Heras, repito, recibe el Henares las aguas –siempre cuando las hay- de otro riachuelo con nombre y valle propio: el Badiel, que le viene desde las alcarrias de Almadrones vía Valfermoso, Utande, Valdearenas, y hasta el propio Heras, en cuyo término acaba por sucumbir.
Y así, más o menos cercano a las carreteras y a las vías por las que corre el tren, el Henares sigue su curso camino de la capital por mitad de una vega campiñesa que lleva su mismo nombre, dejando en las orillas pueblos importantes, villas a las que en siglos pasados no les faltó el toque señorial con el que las sellaron familias ilustres, cuyo recuerdo todavía prevalece en casonas y palacetes, en la tienta impresa de polvorientos legajos que, invalidados casi por el pasar del tiempo, continúan ostentando la categoría de primera seña de identidad; siendo tal vez la segunda la riqueza de sus campos, razón por la cual estas villas: Yunquera y Fontanar, principalmente, fueron capaces de soportar el tremendo tirón que durante las últimas décadas sufrieron nuestros pueblos, debilitados seriamente por el fantasma de la emigración desconsiderada hacia las ciudades en busca de nuevas y más cómodas maneras de vivir, hasta el punto de haberse quedado muchos de ellos con una docena, y aun con menos, de habitantes con residencia fija durante el invierno.
Y Guadalajara después, la capital de esta provincia variopinta. “Guad” es río para los árabes. Guadalajara fue “Río de piedras” para los musulmanes que anduvieron por aquí, y el nombre que ellos le impusieron -Wad-al-hayara- perduró sobre el primitivo de Arriaca que debió de tener durante civilizaciones anteriores. La referencia al río de piedras, fue sin duda al Henares, unido desde los primeros pobladores de la misma a la vida, a la economía, al paisaje, y a la personalidad de esta Guadalajara tan diferente en la que nos ha tocado vivir. Y ¿qué decir de Guadalajara? Es demasiado conocida como para detenerse a hablar de ella con el río que la cruza como pretexto. No, lo dejaremos continuar su viaje en andar apresurado, bordeando discretamente los pueblos y las fábricas del Corredor, a cuyo paso van quedando atrás lugares importantes de vieja tradición agrícola, convertidos hoy en paradas industriales de cierta relevancia, como parte del llamado polígono de descongestión de Madrid que llega hasta nosotros. Merecen ser nombrados esos pueblos aunque el río en la actualidad signifique muy poco para ellos; la vida es así de caprichosa, pero sí que años atrás fue el producto de la vega por donde pasa la principal fuente de supervivencia para todos ellos. Cabanillas del Campo, Alovera y Azuqueca de Henares, son los pueblos a los que me refiero, hoy auténticas ciudadelas que, a riesgo de pecar de exagerados, casi nos atreveríamos a decir que han multiplicado por diez, o por veinte quizás, su número de habitantes en los últimos quince años.
El Henares dejará muy pronto la tierra en la que tuvo su origen, su juventud, y hasta una buena parte de su edad madura: la tierra de Guadalajara, para buscar su final más allá de esa Alcalá a la que apellida, después de haber dejado sobre su margen derecha a la antigua Complutum, la ciudad de los saberes y de los recuerdos.
Y así concluyo mi recorrido por el Henares, después de tres entregas, con una frase más que centenaria, pero que me parece oportuna como sello final a la hora del cierre. La he tomado del Diccionario Madoz, donde al hablar del Henares como río de Castilla, termina así: «Es este río uno de los objetos de nuestra geografía que recuerdan con sus nombres aquella transmigración oriental, que dirigida por el prototipo de todos los Hércules tantas memorias dejó por lo largo de la antigua Iberia: la voz oriental nahar es la apelativa que equivale a la nuestra río.» Creo que al aplicarlo al Henares no estoy del todo de acuerdo con lo que se dice en Madoz, pero la frase es hermosa.

(En la fotografía: Puente árabe sobre el río Henares en Guadalajara)

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