Hace poco tiempo anduve por Cifuentes en cuyo castillo nació el año 1540 Ana de Mendoza, princesa de Éboli, y hace menos tiempo aún he visitado Pastrana por enésima vez, villa donde murió en febrero de 1592 y donde reposan sus restos en sólida urna de piedra dentro la cripta de la Colegiata, mandada edificar por su propio hijo. La coincidencia, y el recuerdo siempre candente de doña Ana de Mendoza, tan unido a su vida novelesca, casi me obliga a escribir acerca de su personalidad una vez más, quizá sin aportar nada nuevo a lo que ya conoce sobre ella el ávido lector; pero al menos sí con el deseo de intentarlo.
Se ha escrito mucho sobre la princesa de Éboli, yo creo que desde el día siguiente al de su fallecimiento, pero sobre todo durante los últimos cinco o diez años por plumas bien diferentes y con intenciones bien distintas. Es verdad que esta mujer llevó una vida agitada en exceso, fue noticia permanente en su tiempo y los sigue siendo siglos después. Hizo y le ocurrieron muchas cosas fuera de lo corriente en una personalidad de su condición, pero estoy seguro de que su vida no dio para tanta elucubración, para tanta crónica y tanto relato como se ha escrito a costa de ella, haciendo rotar la imaginación de continuo en torno a cuatro o seis detalles principales que marcaron su existencia y olvidando otros, principales también, que la acompañaron hasta el día de su muerte.
Tengo por seguro que casi siempre se han utilizado como ingrediente unas gotitas de hiel para amargar su memoria, y que sobre su persona encontraron el terreno mullido y bien abonado los autores de la leyenda negra en su época y en los siglos posteriores, de manera que su figura se ha marcado en las páginas de la Historia maltrecha y fatal. Es verdad que su temperamento la llevó frecuentemente al escepticismo, como veremos después, pero algo en su favor debiera aparecer a la hora de juzgarla, cosa que casi nunca ocurre. Por mi parte la he defendido siempre en lo que su comportamiento tenía de defendible: había sufrido desde niña con aquel fatal accidente que la marcó durante toda su vida: se casó, o la casaron, con un hombre que por la edad podría haber sido su padre; dio a luz diez hijos que con más o menos ayuda fue sacando adelante; actuó de juguete de los poderosos hasta morir abandonada y recluida en su propio palacio por mandato del Rey a la edad de 52 años. Son razones que me han movido siempre a tratarla con respeto y con benevolencia, a reconocer el porqué de su conducta a la que los historiadores se suelen asir de forma despiadada.
Hoy quiero evocar el recuerdo de la Princesa de Éboli con referencia a los últimos meses de su vida encerrada en las habitaciones de su palacio de Pastrana, donde parece ser que le era permitido recibir visitas, previo paso por la censura real.
Se ha escrito mucho sobre la princesa de Éboli, yo creo que desde el día siguiente al de su fallecimiento, pero sobre todo durante los últimos cinco o diez años por plumas bien diferentes y con intenciones bien distintas. Es verdad que esta mujer llevó una vida agitada en exceso, fue noticia permanente en su tiempo y los sigue siendo siglos después. Hizo y le ocurrieron muchas cosas fuera de lo corriente en una personalidad de su condición, pero estoy seguro de que su vida no dio para tanta elucubración, para tanta crónica y tanto relato como se ha escrito a costa de ella, haciendo rotar la imaginación de continuo en torno a cuatro o seis detalles principales que marcaron su existencia y olvidando otros, principales también, que la acompañaron hasta el día de su muerte.
Tengo por seguro que casi siempre se han utilizado como ingrediente unas gotitas de hiel para amargar su memoria, y que sobre su persona encontraron el terreno mullido y bien abonado los autores de la leyenda negra en su época y en los siglos posteriores, de manera que su figura se ha marcado en las páginas de la Historia maltrecha y fatal. Es verdad que su temperamento la llevó frecuentemente al escepticismo, como veremos después, pero algo en su favor debiera aparecer a la hora de juzgarla, cosa que casi nunca ocurre. Por mi parte la he defendido siempre en lo que su comportamiento tenía de defendible: había sufrido desde niña con aquel fatal accidente que la marcó durante toda su vida: se casó, o la casaron, con un hombre que por la edad podría haber sido su padre; dio a luz diez hijos que con más o menos ayuda fue sacando adelante; actuó de juguete de los poderosos hasta morir abandonada y recluida en su propio palacio por mandato del Rey a la edad de 52 años. Son razones que me han movido siempre a tratarla con respeto y con benevolencia, a reconocer el porqué de su conducta a la que los historiadores se suelen asir de forma despiadada.
Hoy quiero evocar el recuerdo de la Princesa de Éboli con referencia a los últimos meses de su vida encerrada en las habitaciones de su palacio de Pastrana, donde parece ser que le era permitido recibir visitas, previo paso por la censura real.
Teresa de Jesús, la Santa de Ávila que honró a Pastrana con su presencia y fundó en la villa dos conventos carmelitas, hacía diez años que había muerto en Alba de Tormes. Muy seguido al fallecimiento de la Madre Reformadora la opinión popular urgió de la Jerarquía de la Iglesia que se iniciara de inmediato su proceso de beatificación. Al Padre Gracián, superior de la Orden, le pareció prudente que pasaran algunos años más antes de iniciar el proceso; pero ante la reiterada insistencia de tantos fieles y de tantos clérigos que conocían de su labor y de su virtud, accedió a que comenzaran los trabajos de investigación y de estudio acerca de la personalidad, la vida, y en este caso también de los milagros debidos a la intervención de la Madre Teresa, a la vez que nombraba postulador a fray Martín de Almonacid, un joven carmelita descalzo, docto y virtuoso, discípulo de San Juan de la Cruz, sobre quien desde entonces (finales del año 1591) cayó la responsabilidad de buscar testimonios entre las personas que conocieron en vida a la futura beata, y que sirviesen para justificar su fallecimiento en olor de santidad, que todos conocían pero que era preciso demostrar ante el órgano competente de la Iglesia con rigurosa documentación.
Fray Martín de Almonacid quiso ser auxiliado en tan costoso quehacer por un antiguo escribiente de notaría llamado Juan Betanzos, hombre entrado en edad, de carácter libertino y en ocasiones malicioso, al que se le advirtió que en sus escritos no se anduviese por las ramas y que fuese objetivo y veraz hasta el extremo en el resultado de sus investigaciones. La recomendación sería cumplida unas veces y otras no. Al final de su vida se le dio la oportunidad de ingresar en la Orden con el nombre de Juan Betanzos de la Madre de Dios.
Pues fue este curioso personaje al que se le dio el encargo de llegarse hasta Pastrana y recabar de la Princesa testimonios personales que pudiesen pasar, como tantos más, a las páginas del postulador. Dejó escrito que la de Éboli lo recibió en su palacio muy justa de servidumbre, para lo que ella había sido en vida de su marido. Vigilaban la puerta del palacio una pareja de alabarderos, no precisamente en honor de la Princesa, sino más bien debido a su condición de encarcelada: «vivía muy encerrada, y aunque podía recibir visitas, nadie quería visitarla no se fuera a entender que ponían en tela de juicio la justicia de su católica majestad de tenerla así presa. Había que conformarse con el trato de criados, con los que jugaba a cartas, y la única ilusión que le quedaba estaba en ganarlos en un juego que llamaban quiñolas, que era del que más gustaba. Así que supo que le pedía hospitalidad caballero que llegaba en carruaje con postillón, no dudó en concedérmela, y aunque bien le aclaré que no era caballero sino servidor, no por eso se mostró menos afanosa para con mi persona. Enferma estaba, aunque no parecía que su mal fuera de muerte; cuidaba de mantener el rostro apartado de la luz, sobre todo por la parte del ojo cubierto. En lo que se dejaba ver no le faltaban afeites y adornos, y en todo iba trajeada como si fuera a ser recibida en la corte. Mucho me dio que pensar en lo que vienen a parar las glorias humanas, pues quien tanto fue y tan halagada, recibía como un homenaje la visita de quien pocos años atrás no le serviría ni para criado. Cualquier cosa que le contara de su tía doña Luisa la embelesaba, y en cuanto a hablar de la Madre al comienzo torció el gesto, pero luego se avino a prestar el testimonio que le pedí.»
Por tanto al testimonio que doña Ana dio al amanuense Juan Betanzos -ya en vísperas de su muerte, que tendría lugar dos o tres meses más tarde-, me hubiese gustado transcribirlo íntegro, pero por sí solo ocupa doble o más que este trabajo completo, por lo que intentaré resumirlo haciendo referencia a algunos de los puntos más significativos. Todo, cabía suponer conociendo el carácter de la Princesa y sus relaciones con la Madre Reformadora, un compendio incansable de despropósitos, tales como que era nieta de un judío converso de la peor clase y del que heredó la afición a los enredos, que ya por entonces los tenía aunque sabía disimularlos muy bien. Por cuanto al Libro de su vida, que la Madre consintió dejarle leer a ruegos del príncipe Ruy Gómez, la Princesa declaró: «Procedí a su lectura, como es costumbre, acompañada de alguna de mis damas, y aun sin torcida intención no pudimos por menos de reirnos viendo cómo contaba de visiones que nosotras no veíamos por ningún lado».
Cuando la Princesa, viuda ya, quiso ingresar de monja en el convento, “por ver de encontrar en el Carmelo la felicidad que no me había dado el mundo”, con todas las damas a su servicio dentro de su propio palacio, la Madre Teresa que estaba por entonces en Segovia ordenó a las monjas del recién fundado convento que se marcharan de allí. Lo hicieron de noche para evitar las complicaciones que, sabida las formas de reaccionar de doña Ana, ya habían previsto. En su declaración al mensajero dijo algo como: «Mas no terminó ahí la venganza de esta mujer, quien no contenta de echarme de mi monasterio lo clausuró amparándose en la noche, como hacen los criminales para sus crímenes. Mandó sayones que sacaran de él, por la fuerza, a las monjas, y de nada valieron los ruegos de mis mayordomos y criados para que volvieran. ¿Qué daño hacían aquellas pobres monjas en Pastrana, para obligarlas a salir de tan ruin manera?»
Cuando el escribano Juan Betanzos entregó el resultado de su trabajo al Padre Gracián para que lo leyera, el Superior sólo le encareció que pidiesen mucho por su alma, que los hombres no somos quienes para juzgarla, y que después de tanto como había padecido es posible que tuviera trastornado el juicio, y que las falsedades que le contó y allí figuraban escritas, es posible que debido a su estado para ella fueran verdades.
Un episodio más de aquel encuentro que bien quedó marcado en el registro general de nuestra Historia. Ana y Teresa, Ana de Mendoza y Teresa de Jesús, una horquilla de damas que coincidieron en un tiempo y en un mismo lugar. Dos caracteres de hierro con ideales distintos, dos maneras dispares de entender y de comportarse en la vida; dos polos opuestos de un conductor de corriente que al juntarse saltan y producen luz; dos damas que con su presencia, a pesar de los pesares, honraron la historia de Pastrana.
Fray Martín de Almonacid quiso ser auxiliado en tan costoso quehacer por un antiguo escribiente de notaría llamado Juan Betanzos, hombre entrado en edad, de carácter libertino y en ocasiones malicioso, al que se le advirtió que en sus escritos no se anduviese por las ramas y que fuese objetivo y veraz hasta el extremo en el resultado de sus investigaciones. La recomendación sería cumplida unas veces y otras no. Al final de su vida se le dio la oportunidad de ingresar en la Orden con el nombre de Juan Betanzos de la Madre de Dios.
Pues fue este curioso personaje al que se le dio el encargo de llegarse hasta Pastrana y recabar de la Princesa testimonios personales que pudiesen pasar, como tantos más, a las páginas del postulador. Dejó escrito que la de Éboli lo recibió en su palacio muy justa de servidumbre, para lo que ella había sido en vida de su marido. Vigilaban la puerta del palacio una pareja de alabarderos, no precisamente en honor de la Princesa, sino más bien debido a su condición de encarcelada: «vivía muy encerrada, y aunque podía recibir visitas, nadie quería visitarla no se fuera a entender que ponían en tela de juicio la justicia de su católica majestad de tenerla así presa. Había que conformarse con el trato de criados, con los que jugaba a cartas, y la única ilusión que le quedaba estaba en ganarlos en un juego que llamaban quiñolas, que era del que más gustaba. Así que supo que le pedía hospitalidad caballero que llegaba en carruaje con postillón, no dudó en concedérmela, y aunque bien le aclaré que no era caballero sino servidor, no por eso se mostró menos afanosa para con mi persona. Enferma estaba, aunque no parecía que su mal fuera de muerte; cuidaba de mantener el rostro apartado de la luz, sobre todo por la parte del ojo cubierto. En lo que se dejaba ver no le faltaban afeites y adornos, y en todo iba trajeada como si fuera a ser recibida en la corte. Mucho me dio que pensar en lo que vienen a parar las glorias humanas, pues quien tanto fue y tan halagada, recibía como un homenaje la visita de quien pocos años atrás no le serviría ni para criado. Cualquier cosa que le contara de su tía doña Luisa la embelesaba, y en cuanto a hablar de la Madre al comienzo torció el gesto, pero luego se avino a prestar el testimonio que le pedí.»
Por tanto al testimonio que doña Ana dio al amanuense Juan Betanzos -ya en vísperas de su muerte, que tendría lugar dos o tres meses más tarde-, me hubiese gustado transcribirlo íntegro, pero por sí solo ocupa doble o más que este trabajo completo, por lo que intentaré resumirlo haciendo referencia a algunos de los puntos más significativos. Todo, cabía suponer conociendo el carácter de la Princesa y sus relaciones con la Madre Reformadora, un compendio incansable de despropósitos, tales como que era nieta de un judío converso de la peor clase y del que heredó la afición a los enredos, que ya por entonces los tenía aunque sabía disimularlos muy bien. Por cuanto al Libro de su vida, que la Madre consintió dejarle leer a ruegos del príncipe Ruy Gómez, la Princesa declaró: «Procedí a su lectura, como es costumbre, acompañada de alguna de mis damas, y aun sin torcida intención no pudimos por menos de reirnos viendo cómo contaba de visiones que nosotras no veíamos por ningún lado».
Cuando la Princesa, viuda ya, quiso ingresar de monja en el convento, “por ver de encontrar en el Carmelo la felicidad que no me había dado el mundo”, con todas las damas a su servicio dentro de su propio palacio, la Madre Teresa que estaba por entonces en Segovia ordenó a las monjas del recién fundado convento que se marcharan de allí. Lo hicieron de noche para evitar las complicaciones que, sabida las formas de reaccionar de doña Ana, ya habían previsto. En su declaración al mensajero dijo algo como: «Mas no terminó ahí la venganza de esta mujer, quien no contenta de echarme de mi monasterio lo clausuró amparándose en la noche, como hacen los criminales para sus crímenes. Mandó sayones que sacaran de él, por la fuerza, a las monjas, y de nada valieron los ruegos de mis mayordomos y criados para que volvieran. ¿Qué daño hacían aquellas pobres monjas en Pastrana, para obligarlas a salir de tan ruin manera?»
Cuando el escribano Juan Betanzos entregó el resultado de su trabajo al Padre Gracián para que lo leyera, el Superior sólo le encareció que pidiesen mucho por su alma, que los hombres no somos quienes para juzgarla, y que después de tanto como había padecido es posible que tuviera trastornado el juicio, y que las falsedades que le contó y allí figuraban escritas, es posible que debido a su estado para ella fueran verdades.
Un episodio más de aquel encuentro que bien quedó marcado en el registro general de nuestra Historia. Ana y Teresa, Ana de Mendoza y Teresa de Jesús, una horquilla de damas que coincidieron en un tiempo y en un mismo lugar. Dos caracteres de hierro con ideales distintos, dos maneras dispares de entender y de comportarse en la vida; dos polos opuestos de un conductor de corriente que al juntarse saltan y producen luz; dos damas que con su presencia, a pesar de los pesares, honraron la historia de Pastrana.
(En la foto: Palacio Ducal de Pastrana)
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