jueves, 29 de abril de 2010

Nuestros ríos: EL DULCE


Hasta el nombre parece singularmente hermoso en este río. Las tierras por las que discurre también lo son, hermosas y diferentes. A pesar de su breve recorrido, ya que nace y muere en los entornos de Sigüenza, los parajes y los pueblos por los que arrastra su caudal son muy distintos. Muy poco tiene que ver su nacimiento humilde y confuso con la espectacular estampa de su juventud poco más adelante, y mucho menos con la suavidad de su final en una vega calmosa y fecunda al cabo de su curso.
Se le llama Dulce no precisamente por que sus aguas lo sean, aunque se haya dicho que alguna de las fuentes que lo sustentan parecía gozar de ese privilegio, no; sino para distinguirlo de otro hermano menor que tiene más arriba que se llama Salado, y aquel sí que tomó nombre del preciado mineral que lleva en sus corrientes, del que por fortuna vivieron durante años siglos algunos de los pueblos por los que pasa. Dulce y Salado, dos ríos señeros en las tierras más septentrionales de Guadalajara y cuyas aguas, uno antes y otro después, se llevará el Henares.
Si bien de fuentes inconcretas, el río Dulce debe de tener su origen en unos vallejos próximos al pueblo de Bujarrabal y vegas situadas al poniente de Sierra Ministra, más o menos por los límites de ambas Castillas allá por aquellos pagos. Es por tanto un río eminentemente guadalajareño y eje geográfico de una comarca bien definida, aunque comience a reconocerse y a tomar carácter propio algo más abajo, ya en los términos de Estriégana y de Jodra por donde viaja discreto, salpicado a trechos por junqueras y espadañas, sin marcar siquiera un ecosistema propio, como sí ocurrirá algo más adelante, cuando las condiciones del terreno sean distintas y la huella de su paso durante siglos y milenios se haya hecho notar en los cortes violentos que dejó a su paso.
El pueblecito de Jodra asienta en la solana sobre la margen derecha del pequeño arroyo que ya es el Dulce a tal altura. Un pueblo escaso en sombras, pero rico en tranquilidad y desde que lo conozco siempre en continua transformación. En el barrio de arriba muestra su pura estampa románica la iglesia parroquial, que con la fuente vieja de la vega justifica sobradamente el pasar por allí. El río escapa entre laderucas infecundas, a veces de roble y encinar, y vallejos suaves donde se dan el trigo y los girasoles, buscando en colaboración con el medio natural la razón primera de su importancia no sólo paisajística, sino ecológica e incluso histórica también, como así nos anuncia en la media distancia el famoso castillo de los Obispos, cuyas ruinas se distinguen sobre el alcor que domina al pueblo en estampa tan conocida como la de Pelegrina, el primero en interés de los varios más que destacan a lo largo de su recorrido a partir de allí.
Hay sendas para caminar a pie siguiendo desde Pelegrina las aguas del Dulce. A quienes gusta gozar de la naturaleza agreste, casi agresiva, como espectáculo, aquellos paseos deben de resultar en todo caso recomendables. Agua, roca, tremendos cortes sobre el abismo, aves rapaces que anidan en covachas que apenas alcanza la vista, aguas limpias que se cuelan por entre las piedras y los troncos de los arbustos, conducen hacia otro de nuestros lugares señeros en el escaparate de belleza natural: Aragosa. Por un lado, a todo lo largo, la calle principal del pueblo que sigue paralela al río; por la otra orilla se cruzan las sendas, se acrecienta la vegetación, resaltan los chalés, sobrecoge la fantástica grandiosidad de los cortes rocosos que hasta lo más sublime convierten en mínimo, y por mitad la corriente del río que baja escondido entre las hierbas y otras especies que nacieron y crecieron a su lado favorecida por el frescor y la humedad de las aguas, esa humedad que en tiempos antiguos -casi dos siglos atrás- sometió a los habitantes del lugar a enfermedades endémicas propias de tal ambiente, tales como los dolores reumáticos o las fiebres tercianas. Era un tiempo en el que la gente vivía un poco de las huertas, un poco del ganado, y no mucho de las tres pequeñas industrias movidas por el agua del río: dos molinos harineros y una fábrica de papel blanco, de aquel papel, según se ha dicho, en el que se imprimieron los primeros billetes emitidos por el Banco de España.
Desde Aragosa hasta La Cabrera continúan los parajes sugestivos, apenas comparables en interés con algunos otros de las sierras del norte y con tramos muy concretos y harto conocidos del cauce del Gallo en tierra de Molina. La vegetación y la fauna fluvial autóctona fueron de lo más sobresaliente y destacado que hubo en España. Nuestros abuelos seguramente que supieron de las truchas y de las anguilas del río Dulce por aquellos rincones enrevesados de su curso en mitad de roquedales tremendos.
La Cabrera es el tercero de los pueblos espectáculo por los que pasa el río. Éste quizás algo más suave, menos agreste, como más encajado en el variable paisaje por el que hoy nos movemos. Aunque desde la carretera que lleva hasta Sigüenza el pueblecito de La Cabrera surge semioculto en la hondonada sin que el viajero apenas se aperciba de lo que es o de lo que pueda ser, una vez dentro de él la realidad es otra. Si alguien pretende encontrar en alguna parte un paraíso de sombras, de rumores de corriente, de huertos y praderas, de roquedales abruptos en su contorno, de paz, de mucha paz y sosiego en callejuelas y rincones...; si alguien pretende encontrarse con un lugar así fuera del perdido mundo de la utopía, vaya hasta La Cabrera en una tarde del mes de agosto. Una plazuela escueta y solitaria por debajo del campanario y tres ancianas sentadas sobre un banco es lo único que encontré en mi último viaje. Sobre el muro unos versos escritos en azulejo, intentando decir con palabras lo que la Naturaleza explica allí de manera magistral con el agua del río, con el viento que choca sobre las peñas, con las sombras de la tarde y con el silencio que se palpa en los pliegues del alma. Por debajo del puente se cuela el pequeño canal abriendo horizontes nuevos que encontrará enseguida, una vez dejado atrás el último merendero.
Y el mundo se abre con nuevos espacios de aire puro a lo largo de la arboleda que flanquea las aguas del Dulce, siempre bajo la vigilancia, desde lo alto, de la torre de Mirabueno en la primera Alcarria. Luego las tierras llanas, las huertas, las parcelas del cereal y del girasol, los frutales, y en las laderas de suelo fresco todavía es posible encontrarse con alguna viña semiolvidada de cepas viejas, de aquellas con cuyo fruto cada otoño los campesinos de la comarca solían fabricar, con los medios al uso casi desde que el mundo es mundo, el rico vinillo de la comarca útil para el gasto, un vino anónimo y sin alaracas, pero de calidad excelente del que todavía cuentan y no acaban la gente mayor de aquellos pueblos.
Mandayona, Villaseca, Matillas, son testigos del pasar del río en su cauce más tranquilo hasta que desemboca en el Henares. Pueblos y parajes bien distintos a los que el Dulce nos llevó desde su nacimiento, incluso con cierta vocación industrial desde tiempos antiguos, y con ello quisiera referirme a título de muestra a las fábricas de papel y de harinas con sus derivados en Mandayona, y a la extinta de cementos de Matillas de la que aún queda pública señal.
A partir de aquí las aguas del Dulce viajan en cauce único junto a las del Henares, que viene recogiendo arroyos desde su nacimiento en las inmediaciones del pueblo de Horna. Río tan nuestro el Henares, que bien merece dedicarle otro reportaje en exclusiva cuando llegue el momento.
(Puente sobre el río Dulce en La Cabera)

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