martes, 13 de abril de 2010

LA MIGAÑA: UN LENGUAJE PARA HABLAR FUERA DE CASA


Las cuadrillas de esquiladores abandonaron sus hogares del Alto Señorío Molinés a primeros de mayo. Los esquiladores, lugareños expertos en deslanar con profesionalidad admirable las ovejas, salieron de su tierra durante dos largos meses cada año, un poco a la ventura, por los lejanos mundos del vasto Aragón y de la ancha Castilla. Sus pueblos se quedaron sin hombres a una y otra mano del arroyo Guitón, a la sombra de sus viejos palacetes con escudo de armas que aún evocan añosas hidalguías de aquellas que dio a luz y alimentó el páramo. Milmarcos y Fuentelsaz, Fuentelsaz y Milmarcos, añoran en doloroso silencio (quién sabe si el último silencio y el último dolor de sus vidas), aquella raza de hombres emprende­dores e inteligentes que en otro tiempo sembraron por el mundo, líderes -lo dice el vítor descascarillado de la iglesia de Fuentelsaz- de la ciencia, de la milicia, de la religión y del orden. Tal vez herederos directos de aquella especie privilegiada fueron los músicos de viento y los esquiladores de ganado que invadieron a primeros de siglo, del veinte, entiéndase, y antes y después, a lomos de jamelgo o de carreta tirada por mulas, los senderos polvorientos de Castilla y las ruas desgastadas del viejo reino de Aragón.
Las cuadrillas de los esquiladores salían de aquellos campos grises del Señorío en grupos de a veinte; iban prepara­dos de tijeras y de otros artefactos primitivos con los que realizar su labor allá donde los quisiera la fortuna.
- El muleto acurva retozón.
- ¿Qué me ha querido decir? -pregunto a mi interlocutor en la plaza del pueblo.
- Le he dicho que la comida es mala.
Con frecuencia venía a suceder, sobre todo en las villas de Blesa, Numiesa, Belchite y algunos otros pueblos zaragoza­nos, que la ración alimenticia para estos trabajadores por parte de los dueños dejaba algo que desear. Un par de copas de vino dulce y cuatro galletas como desayuno, la comida improvi­sada sin abandonar el tajo, y la falta de consideración sufi­ciente con nuestros hombres, daban lugar a comentarios y críticas entre ellos que no convenía trascendieran más allá del propio grupo a fin de evitar males mayores. La razón es fácil de adivinar. Y de aquella manera nació, más como una necesidad que como un juego, la tan original manera de decir y de entenderse, que en Milmarcos llaman "migaña", y "mingaña" en Fuentelsaz para distinguirse. Entre una y otra se advierten pequeñas diferencias de matiz, más, si cabe, en riqueza de vocabulario que en valores morfológicos o semánticos que vienen a ser coincidentes. Ni qué decir que, tanto la una como la otra villa molinesas, se autoatribuyen el honroso título de haber sido cuna de la migaña o mingaña, un pleito hasta hoy imposible de resolver.
- Dica el vale, qué fila navega de manduga.
- Y ahora, ¿Qué me ha querido decir?
- Nada importante. Le he dicho "Mira qué cara de burro tiene el amo".
Es la otra cara en la moneda de la migaña: la burlesca e intrascendente que vuelve a funcionar como escape a presión contra el descontento propio del oficio, de la época y de las circunstancias. Siempre el amo -salvo en contadas ocasiones que propicia el viejo arte del servilismo- es persona a la que se mira con recelo, el poderoso, el individuo cargado de pérfidas connotaciones a quien el ojo del criado mira frun­ciendo el entrecejo.
Los migañaparlantes que todavía viven para poderlo contar son pocos, cada vez menos. Se trata de personas mayores que sufrieron en sus carnes todo el rigor de los años duros de posguerra, donde lo único que importaba era el sobrevivir a toda costa, capeando el temporal a base de penalidades sin cuento que, quien más quien menos, procuraba irlo sobrellevan­do con dignidad, con filosófico sentido del humor como recur­so.
A don Felipe Bernal lo encontré un día arreglando con el azadón los corrillos de jardín que había por entonces en la plazuela de los vítores, delante mismo de la iglesia de Fuen­tel­saz y de la casona de los Gálvez. Me acompañaba don Pablo, el cura, hijo del pueblo y amigo de quien esto escribe, que ahora nos mira desde el Cielo con el gesto bonachón que tuvo entre nosotros. Don Felix Bernal era uno de aquellos esquila­dores que cada primavera partían con sus trebejos hacia leja­nas tierras. Me contó que en muchos lugares de Castilla era una fiesta de primer orden en las familias el día del esqui­leo; pero que, desgraciadamente para ellos, no ocurría así siempre ni en todas partes, lo que con frecuencia les obligaba a montar el comentario en mingaña, mitad formal, mitad jocoso, y casi siempre a título de denuncia: El vale es romo (el dueño es malo). Cuando alguna mozuela de la vecindad, pechugona ella, acertaba a caer cerca de su vista, y con el pláceme de toda la cuadrilla, el comentario al caso podría ser éste: La cimila navega gallardas dianas (la chavala tiene una hermosa pechera), o éste otro, tal vez más acorde: Dica, la cimila acurva gallarda (mira, la chavala es guapa).
Enos, al fin, ante un fragmento con pretensiones litera­rias escrito en migaña. Está sacado de un poemilla que se publicó a finales de 1979 en la revista "Mill-Marcos" y que dice así:

Un lucera con amayas de juanrojo
del Guilache de limes acurvaron,
trinidad de tarines de rodajos
y a mochales de manfuros se dicaron.
Por galianas de arribudo navegaron
grajeando y apechando tutos vales,
y al dicar los manfuros se espicazaron
cirigalla en los quilos a mochales.
Tutos vales los rodajos acurvaron,
pues la oreta ploraba mú gallarda,
unas mitas de encalcetao jugaron
con las manceras sin acurvar gerarda.

Toco un acontecimiento, como puede verse, con profunda raíz en el pasado que enaltece a personas y a lugares muy concretos de la tierra de Guadalajara, al tiempo que contribu­ye a enrique­cer no poco el archivo cultural de las cosas olvidadas, de lo que ya no sirve, de lo que se marchó como siempre sin posibilidad alguna de volver a ocupar un sitio en donde antes lo tuvo; pero dejando como poso, bien alto, el pabellón de nuestro ingenio popular. La migaña o mingaña es una página nada despreciable de lo que en su propio ambiente -no se olvide que hasta el paisaje contribuye de manera activa en el porqué de las cosas- se ha querido recoger, recordando como en el canto del cisne, el último latido en la propia voz de alguno de sus protagonistas.
Bueno sería que, en un trabajo profundo acerca de esta curiosidad lingüística, y antes que sea demasiado tarde, alguien a quien le fuere factible, dedicase un tiempo a orga­nizar los muchos residuos que todavía quedan de la migaña, de una manera metódica y eficiente, completa y asequible, con el fin de no dejar perder otro más de nuestros grandes valores, de lo que tendríamos que dar cuenta a quienes en el tiempo nos sucedan.

(En la imagen, plaza-parque de la Iglesia. Milmarcos)

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