domingo, 18 de abril de 2010

DE VUELTA AL ALTO JARAMA


Salir. Después de un otoño y de un largo invierno de lluvias, como en aquellos años que de tan lejos nos obligan a echar mano a las estadísticas, la mañana invita a salir, a tirarse al campo bajo este sol de abril sin una sola nube que manche el cielo, y con una dirección imprecisa, sin un rumbo previsto a sabiendas de lo mucho que conocemos como escenario de placer en esta bendita tierra nuestra.
Al fin decido tomar el Pico Ocejón como punto de referencia que marque mi dirección hacia la sierra. Hace muchos meses que no ando por allí y el ánimo se hace deseo. La sierra al otro lado. No queda ni una sola brizna de nieve en la cara de las montañas que mira hacia nosotros, tal vez en los ribazos que dan al norte haya todavía ventisqueros de nieve apelmazada a los que la hora del deshielo les llegará más tarde. El Ocejón resplandece al fondo de todas las miradas con su característico color plomizo, como la inmensa joroba de un mamut ciclópeo inamovible, sobre cuya áspera piel crecieron las jaras y las estepas que, ya a mi paso y en ambas márgenes del camino, comienzo a observar naciendo de la tierra oscura.
Puebla de Beleña, chiquito y coquetón, se solaza al descubierto con sus calles en cuesta, con el ocre de los tejados y el blanco de las paredes enfrentándose al sol de la media mañana. La carretera a estas alturas es estupenda para viajar; el verde intenso de la sementera invita al optimismo; el azul de la mañana garantiza esas horas de regocijo con las que soñaron los habitantes de los pueblos desde hace meses y meses. No me extraña que el bueno de Juan Ruiz, el mítico Arcipreste, mostrase hace siglos verdadera pasión por estas serrezuelas, por estos valles fecundos de junto al Jarama, por aquellas mozuelas serranas que pastoreaban en mañanas de abril como la nuestra por estos inmensos prados y de las que sólo queda el recuerdo en páginas de literatura rancia.
Desciendo, al fin, por una carretera estrecha que se pierde entre las encinas, hasta el pueblecito de Retiendas. No significa para mí novedad alguna este sencillo lugar, después de las tres o cuatro veces que en ocasiones precedentes pasé por él. Retiendas, con su puente sobre el arroyo a la entrada, con el canal de hormigón que parte en dos la ancha calle que sube, con su iglesita de mínimas proporciones en aquel color ocre rojizo de los viejos templos de la comarca, es para mí uno de los pueblos más bonitos de toda la sierra, un pueblo al que, sin detenerme a pensarlo, elegiría como motivo para una estampa de calendario.
La temperatura resulta agradable en la media mañana, un poco fresca quizás. Un indicador pone al corriente al recién llegado de que a mano izquierda está el camino del Vado, el mismo que hay que tomar en principio para bajar hasta Bonaval, el monasterio en Ruinas de las riberas altas del Jarama, al que, debido al mal estado del camino, se recomienda llegarse a pie: «Monasterio de Bonaval, bien de interés cultural, en beneficio de la conserva­ción del lugar se recomienda la bajada sin vehículos». El consejo es acertado, pues, a partir del letrerito que lo advierte, el camino no es apto para vehículos, salvo para aquello todoterreno que estén adaptados para andar por el campo.
En el viaje de vuelta, al final de otra carretera estrecha que se pierde entre pinos de repoblación y algunos olivos, queda extendido en la solana y al fondo de otra vega, el lugar de Puebla de Valles. Sería como de pecado grave pasar por allí y no bajar a Puebla, donde uno es siempre tan bien recibido por su amigo Manolo Sanz, el inquieto y celoso alcalde del pueblo, que a lo largo del año me llama o me escribe sin que, unas veces por hache y otras por be, nunca llega el momento oportuno de pasar a verlo.
Puebla de Valles es todo él como un paisaje estupendo -de casas y de cerros, de regatos y de terreras sanguinas, de calles bien pavimentadas que suben y bajan marcando la inclinación de la vertiente- plasmado sobre el lienzo natural de su propio campo, y que puede contemplarse a placer desde cualquiera de las curvas de la carretera que baja hasta el fondo del valle. En un día cualquiera, como el de hoy, apenas permanecen fieles al terruño tres docenas de almas viviendo en sus hogares; las demás son viviendas y chalés de temporada o de fin de semana a lo sumo, igual que en tantos y tantos pueblos de nuestro entorno perdidos en el medio rural. A partir del mes de mayo, y más aún cuando llega el verano, la población se triplica, o se multiplica por diez como en otros lugares de esta misma sierra.
Manolo Sanz, el alcalde de Puebla de Valles, se siente feliz con el nuevo edificio del ayuntamiento, levantado sobre la antigua fragua con materiales modernos y voluminosas guijarras de río al gusto campiñés. El edificio del ayuntamiento fue inaugurado en fechas todavía cercanas. No se siente lo mismo de feliz el alcalde de Puebla por cuanto se refiere a su iglesia; importante, entre otros motivos por los nueve enterramientos con epitafio que se alinean a lo largo del presbiterio, y que, sin duda, pertenecen a familias distinguidas del pasado que debieron vivir por aquellos pueblos. Las obras de acondicionamiento están paralizadas, sin que se vea luz al final del túnel que pudiera llevar en corto espacio de tiempo a una restauración medianamente digna, para que las imágenes de los santos tengan mejor cobijo que la hornacina de tierra y escombros en donde están, y las sillas de los fieles gocen de mejor asiento que la blanda tierra. Uno piensa que, incumba a quien incumba, la Casa de Dios merece un trato diferente, una delicadeza muy por encima de todo aquello.
Manolo Sanz se edificó su casa en una almazara de fabricar aceite, dejando en su interior la tosca maquinaria de la molienda. Uno no sabe si es casa, si es museo, si es capricho simplemente la casa de Manolo. Contando conque tenga algo de los tres supuestos, la casa de Manolo Sanz es una rareza envidiable que vale la pena conocer y que él, el dueño, enseña amablemente a quienes desean pasar a verla.
En Puebla de Valles se reza a San Miguel. Algunas de las casas adornan sus fachadas con un azulejo en el que aparece la imagen del Arcángel patrón del pueblo. Calle del Pilar, Calle de la Fuente, El Calicanto, Plaza del Olivo... La Plaza del Olivo, junto a la iglesia, tiene plantado en mitad un enorme ejemplar milenario de la especie, procedente de cierto sitio del término y trasplanta­do allí hace media docena de años. Desde que el corpulento olivo ocupa el centro de la plaza, se ha hecho merecedor de una importante fiesta local que en el pueblo celebran con solemnidad y entusiasmo a mediados del mes de marzo cada año.
A la salida la opción es doble: media hora de camino para volver a casa o tomar las de Villadiego: Tamajón, Campillo de Ranas, Majaelrayo, o los pueblos más apartados de aquella sierra al otro lado del Jaramilla, para lo que tenemos aún a nuestra disposición parte de la mañana y toda la tarde por delante.

(En la foto, salón-molino en la casa de Manolo Sanz. Detalle)

Guadalajara, año 2001

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