lunes, 2 de febrero de 2009

ELEGÍA A LAS PIEDRAS DE ÓVILA


La provincia de Guadalaja­ra, toda ella, entera o por comarcas, tiene infinidad de motivos como para sentirse ver­dadera­mente honrada. Quien esto dice, que la conoce por razones de trato un poco más que en su mera superficie, sabe muy bien que el guadalajareño debiera unir de forma inseparable a su propia personalidad el sano orgullo de haber nacido en una tierra admirable, capaz de enno­blecer por sí sola a todo cuanto en ella por primera vez viese la luz. El comportamiento de la provincia en cualquier periodo de la Historia; la variedad incomparable de sus cuatro co­marcas características, y el paisaje, sobre todo, tan hetero­géneo y desigual, son razones que obligan en justicia a pensar así.
No siempre llueve a gusto de todos, esa es la verdad. Como rama del tronco común de la raza ibera, tan propensa a infrava­lorar lo que es suyo, suele ser frecuente entre los hijos de esta tierra el no acusar dema­siado el impacto que pudiera suponer un acto de reconocimien­to a la patria chica, tan acusa­do entre los habitantes de otras latitudes, cuya posición al respecto uno no tiene más reme­dio que elogiar.
Guadalajara, entidad per­fectamente definida tanto en lo geográfico como en lo humano, late, a pesar de los pesares, bajo su propia piel repleta de vida. Alma castellana avezada a soles de justicia y a heladas insufribles, a sentir en sus entrañas el vacío que dejaron tantos hijos que se fueron en busca de fortuna hasta amenazar casi con un práctico despobla­miento de sus campos, a páginas gloriosas de mil anales en las que directa o indirecta­mente contó con un singular protago­nismo, y a duras dentelladas del destino, ¡faltaría más!, de aquellas que marcan para siempre con el sello del dolor, en el que toda esta tierra, sus gentes también, es maestra por oficio.
Abundando en lo dicho, uno piensa que son muy pocos los tragos amargos que Guadalajara ha tenido que soportar con el correr de los siglos que puedan compararse a lo que allá por el año 1930 mermó impunemente, inevitablemente, un trocito de lo mejor de su patrimonio; lo que vino a suceder en extrañas circunstancias con uno de nues­tros más valiosos monumentos medievales, cuya desaparición supuso, y sigue suponiendo, una pérdida irreparable: la enajena­ción y posterior traslado a las Américas de una buena parte del monasterio cisterciense de Santa María de Óvila, en pleno corazón de la Alcarria, muy cerca de la villa ribereña del Trillo a la vera del Tajo.
Sin abundar en detalles los hechos debieron suceder de la forma siguiente:
Cuando la desamortización de Mendizábal, de tan nefastas consecuencias para el patrimonio artístico español, el monasterio de Óvila, fundado al parecer por el rey Alfonso VIII de Castilla hacia el año 1181, pasó a depen­der del Estado, que en febrero de 1928 vendería por la exigua cantidad de 3.130 pesetas a don Francisco Beloso Ruiz, vecino de Madrid, persona que se comprome­tió ha hacer efectivo el total de su importe en cuatro plazos anuales, como así vino cumplien­do según consta en la cancela­ción de hipoteca efectuada en Cifuentes el 6 de marzo de 1931, cuyo asiento en el registro de esta villa aparece con fecha 17 del mismo mes y año.
En 1930, un caprichoso y desaprensivo multimillonario estadounidense, que ya había adquirido y trasladado a su país algún otro monasterio castellano con el fin de volverlo a recons­truir en su rancho de Califor­nia, tuvo noticia del interés artístico y de las condiciones de semiabandono en que se encon­tra­ba el referido cenobio alca­rreño. A Mr. Hearts, que así se llamaba el adinerado en cues­tión, debió gustarle esta pieza capital de la arquitectura del siglo XIII para completar los planes, que en su mente habían ido tomando forma, de recons­truir en la finca de San Simeón una ciudad artística que perpe­tuara su nombre, sin ninguna clase de escrúpulos y aprove­chando, tanto él como sus cola­boradores e intermediarios, las circunstancias especiales en cada caso que se prestasen al juego sucio.
Lo cierto, y lo triste al mismo tiempo, es que W.R.Hearts compró el monasterio de Óvila a su dueño, procediendo de inme­diato a su demolición, piedra a piedra, con intención, como queda dicho, de volverlo a re­construir al otro lado del At­lántico. En el verano de 1931 el expolio del monasterio estaba concluido.
No obstante, las circuns­tancias muy especiales del mo­mento hicieron que el proyecto no resultara al final como esta­ba previsto. Por un lado la escasez de medios económicos disponibles por parte del magna­te, y por otra la situación política, tampoco demasiado a su favor, hicieron que los venera­bles sillares de Óvila encontra­sen acomodo definitivo, luego de mil vicisitudes en las que mu­chas de ellas se fueron perdien­do, cinco incendios y otros tantos cambios de lugar, en un almacén de San Francisco, si no demolidas pavimentando calles, o amontonadas entre la hojarasca del Golden Gate Park califor­nia­no, añorando -pienso que como la misma alcarria- aquellos siglos últimos de la Edad Media, en los que fueron gala de Trillo e importante centro de devoción para los habitantes de las vegas altas del Tajo.
La sinrazón humana acabó con todo. Hoy, cuando un poco como peregrino acudo a nuestro particular muro de las lamenta­ciones, apenas si me encuentro como reliquia en el soberbio valle del río unos cuantos pare­dones en pie, inicios de bóveda y algunos ventanales apuntados en ojiva, restos de lo que fuera la iglesia del monasterio, de la bodega, del claustro con doble arquería en ruinas construido seguramente a mediados del siglo XVII, y la maltrecha espadaña de la iglesia también de la misma época. A su alrededor uno de los rincones más escondidos y bellos de la Alcarria, al que el Tajo se encarga de añadir el toque preciso del que nunca suelen carecer los parajes que llegan más allá de los ojos.
Hace casi cuarenta años se consiguió reconstruir en el interior del Young Museum de San Francisco (Patio Hearts) la portada principal del monaste­rio, obra al parecer de la es­cuela de Covarrubias con in­fluencia de Jamete, la cual, pese a su elevado coste, queda muy lejos de ser lo que fue cuando asida a sus verdaderos muros y en el propio lugar de origen, admitía cada temporada bajo su arco a los cientos de peregrinos y de romeros que solían acudir con frecuencia hasta Óvila para descansar y para alimentar su fe en la paz de la alcarria.
A la vista del interesante trabajo publicado en su día por el profesor Merino de Cáceres, en el que se dan a conocer fe­chas y toda suerte de detalles precisos acerca de este lamenta­ble atentado contra nuestra riqueza monumental, uno se sien­te dolorosamente impotente, incapaz de sacar otro propósito que no sea aquel que produce en su ánimo la personal indignación que, al fin y al cabo, para nada sirve, si no se traduce de algu­na forma en cuidar mejor lo que todavía nos queda. Las institu­ciones, por supuesto, tienen el deber legal y moral de hacer frente con seriedad a esos reta­zos del pasado, pero también tú y yo, amigo lector, y el que se acerca no demasiado respetuosa­mente a contemplarlos en esta época fatal de pérdida de valo­res, también todos nosotros.
(Nueva Alcarria, febrero de 1995)

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