La provincia de Guadalajara, toda ella, entera o por comarcas, tiene infinidad de motivos como para sentirse verdaderamente honrada. Quien esto dice, que la conoce por razones de trato un poco más que en su mera superficie, sabe muy bien que el guadalajareño debiera unir de forma inseparable a su propia personalidad el sano orgullo de haber nacido en una tierra admirable, capaz de ennoblecer por sí sola a todo cuanto en ella por primera vez viese la luz. El comportamiento de la provincia en cualquier periodo de la Historia; la variedad incomparable de sus cuatro comarcas características, y el paisaje, sobre todo, tan heterogéneo y desigual, son razones que obligan en justicia a pensar así.
No siempre llueve a gusto de todos, esa es la verdad. Como rama del tronco común de la raza ibera, tan propensa a infravalorar lo que es suyo, suele ser frecuente entre los hijos de esta tierra el no acusar demasiado el impacto que pudiera suponer un acto de reconocimiento a la patria chica, tan acusado entre los habitantes de otras latitudes, cuya posición al respecto uno no tiene más remedio que elogiar.
Guadalajara, entidad perfectamente definida tanto en lo geográfico como en lo humano, late, a pesar de los pesares, bajo su propia piel repleta de vida. Alma castellana avezada a soles de justicia y a heladas insufribles, a sentir en sus entrañas el vacío que dejaron tantos hijos que se fueron en busca de fortuna hasta amenazar casi con un práctico despoblamiento de sus campos, a páginas gloriosas de mil anales en las que directa o indirectamente contó con un singular protagonismo, y a duras dentelladas del destino, ¡faltaría más!, de aquellas que marcan para siempre con el sello del dolor, en el que toda esta tierra, sus gentes también, es maestra por oficio.
Abundando en lo dicho, uno piensa que son muy pocos los tragos amargos que Guadalajara ha tenido que soportar con el correr de los siglos que puedan compararse a lo que allá por el año 1930 mermó impunemente, inevitablemente, un trocito de lo mejor de su patrimonio; lo que vino a suceder en extrañas circunstancias con uno de nuestros más valiosos monumentos medievales, cuya desaparición supuso, y sigue suponiendo, una pérdida irreparable: la enajenación y posterior traslado a las Américas de una buena parte del monasterio cisterciense de Santa María de Óvila, en pleno corazón de la Alcarria, muy cerca de la villa ribereña del Trillo a la vera del Tajo.
Sin abundar en detalles los hechos debieron suceder de la forma siguiente:
Cuando la desamortización de Mendizábal, de tan nefastas consecuencias para el patrimonio artístico español, el monasterio de Óvila, fundado al parecer por el rey Alfonso VIII de Castilla hacia el año 1181, pasó a depender del Estado, que en febrero de 1928 vendería por la exigua cantidad de 3.130 pesetas a don Francisco Beloso Ruiz, vecino de Madrid, persona que se comprometió ha hacer efectivo el total de su importe en cuatro plazos anuales, como así vino cumpliendo según consta en la cancelación de hipoteca efectuada en Cifuentes el 6 de marzo de 1931, cuyo asiento en el registro de esta villa aparece con fecha 17 del mismo mes y año.
En 1930, un caprichoso y desaprensivo multimillonario estadounidense, que ya había adquirido y trasladado a su país algún otro monasterio castellano con el fin de volverlo a reconstruir en su rancho de California, tuvo noticia del interés artístico y de las condiciones de semiabandono en que se encontraba el referido cenobio alcarreño. A Mr. Hearts, que así se llamaba el adinerado en cuestión, debió gustarle esta pieza capital de la arquitectura del siglo XIII para completar los planes, que en su mente habían ido tomando forma, de reconstruir en la finca de San Simeón una ciudad artística que perpetuara su nombre, sin ninguna clase de escrúpulos y aprovechando, tanto él como sus colaboradores e intermediarios, las circunstancias especiales en cada caso que se prestasen al juego sucio.
Lo cierto, y lo triste al mismo tiempo, es que W.R.Hearts compró el monasterio de Óvila a su dueño, procediendo de inmediato a su demolición, piedra a piedra, con intención, como queda dicho, de volverlo a reconstruir al otro lado del Atlántico. En el verano de 1931 el expolio del monasterio estaba concluido.
No obstante, las circunstancias muy especiales del momento hicieron que el proyecto no resultara al final como estaba previsto. Por un lado la escasez de medios económicos disponibles por parte del magnate, y por otra la situación política, tampoco demasiado a su favor, hicieron que los venerables sillares de Óvila encontrasen acomodo definitivo, luego de mil vicisitudes en las que muchas de ellas se fueron perdiendo, cinco incendios y otros tantos cambios de lugar, en un almacén de San Francisco, si no demolidas pavimentando calles, o amontonadas entre la hojarasca del Golden Gate Park californiano, añorando -pienso que como la misma alcarria- aquellos siglos últimos de la Edad Media, en los que fueron gala de Trillo e importante centro de devoción para los habitantes de las vegas altas del Tajo.
La sinrazón humana acabó con todo. Hoy, cuando un poco como peregrino acudo a nuestro particular muro de las lamentaciones, apenas si me encuentro como reliquia en el soberbio valle del río unos cuantos paredones en pie, inicios de bóveda y algunos ventanales apuntados en ojiva, restos de lo que fuera la iglesia del monasterio, de la bodega, del claustro con doble arquería en ruinas construido seguramente a mediados del siglo XVII, y la maltrecha espadaña de la iglesia también de la misma época. A su alrededor uno de los rincones más escondidos y bellos de la Alcarria, al que el Tajo se encarga de añadir el toque preciso del que nunca suelen carecer los parajes que llegan más allá de los ojos.
Hace casi cuarenta años se consiguió reconstruir en el interior del Young Museum de San Francisco (Patio Hearts) la portada principal del monasterio, obra al parecer de la escuela de Covarrubias con influencia de Jamete, la cual, pese a su elevado coste, queda muy lejos de ser lo que fue cuando asida a sus verdaderos muros y en el propio lugar de origen, admitía cada temporada bajo su arco a los cientos de peregrinos y de romeros que solían acudir con frecuencia hasta Óvila para descansar y para alimentar su fe en la paz de la alcarria.
A la vista del interesante trabajo publicado en su día por el profesor Merino de Cáceres, en el que se dan a conocer fechas y toda suerte de detalles precisos acerca de este lamentable atentado contra nuestra riqueza monumental, uno se siente dolorosamente impotente, incapaz de sacar otro propósito que no sea aquel que produce en su ánimo la personal indignación que, al fin y al cabo, para nada sirve, si no se traduce de alguna forma en cuidar mejor lo que todavía nos queda. Las instituciones, por supuesto, tienen el deber legal y moral de hacer frente con seriedad a esos retazos del pasado, pero también tú y yo, amigo lector, y el que se acerca no demasiado respetuosamente a contemplarlos en esta época fatal de pérdida de valores, también todos nosotros.
(Nueva Alcarria, febrero de 1995)
No siempre llueve a gusto de todos, esa es la verdad. Como rama del tronco común de la raza ibera, tan propensa a infravalorar lo que es suyo, suele ser frecuente entre los hijos de esta tierra el no acusar demasiado el impacto que pudiera suponer un acto de reconocimiento a la patria chica, tan acusado entre los habitantes de otras latitudes, cuya posición al respecto uno no tiene más remedio que elogiar.
Guadalajara, entidad perfectamente definida tanto en lo geográfico como en lo humano, late, a pesar de los pesares, bajo su propia piel repleta de vida. Alma castellana avezada a soles de justicia y a heladas insufribles, a sentir en sus entrañas el vacío que dejaron tantos hijos que se fueron en busca de fortuna hasta amenazar casi con un práctico despoblamiento de sus campos, a páginas gloriosas de mil anales en las que directa o indirectamente contó con un singular protagonismo, y a duras dentelladas del destino, ¡faltaría más!, de aquellas que marcan para siempre con el sello del dolor, en el que toda esta tierra, sus gentes también, es maestra por oficio.
Abundando en lo dicho, uno piensa que son muy pocos los tragos amargos que Guadalajara ha tenido que soportar con el correr de los siglos que puedan compararse a lo que allá por el año 1930 mermó impunemente, inevitablemente, un trocito de lo mejor de su patrimonio; lo que vino a suceder en extrañas circunstancias con uno de nuestros más valiosos monumentos medievales, cuya desaparición supuso, y sigue suponiendo, una pérdida irreparable: la enajenación y posterior traslado a las Américas de una buena parte del monasterio cisterciense de Santa María de Óvila, en pleno corazón de la Alcarria, muy cerca de la villa ribereña del Trillo a la vera del Tajo.
Sin abundar en detalles los hechos debieron suceder de la forma siguiente:
Cuando la desamortización de Mendizábal, de tan nefastas consecuencias para el patrimonio artístico español, el monasterio de Óvila, fundado al parecer por el rey Alfonso VIII de Castilla hacia el año 1181, pasó a depender del Estado, que en febrero de 1928 vendería por la exigua cantidad de 3.130 pesetas a don Francisco Beloso Ruiz, vecino de Madrid, persona que se comprometió ha hacer efectivo el total de su importe en cuatro plazos anuales, como así vino cumpliendo según consta en la cancelación de hipoteca efectuada en Cifuentes el 6 de marzo de 1931, cuyo asiento en el registro de esta villa aparece con fecha 17 del mismo mes y año.
En 1930, un caprichoso y desaprensivo multimillonario estadounidense, que ya había adquirido y trasladado a su país algún otro monasterio castellano con el fin de volverlo a reconstruir en su rancho de California, tuvo noticia del interés artístico y de las condiciones de semiabandono en que se encontraba el referido cenobio alcarreño. A Mr. Hearts, que así se llamaba el adinerado en cuestión, debió gustarle esta pieza capital de la arquitectura del siglo XIII para completar los planes, que en su mente habían ido tomando forma, de reconstruir en la finca de San Simeón una ciudad artística que perpetuara su nombre, sin ninguna clase de escrúpulos y aprovechando, tanto él como sus colaboradores e intermediarios, las circunstancias especiales en cada caso que se prestasen al juego sucio.
Lo cierto, y lo triste al mismo tiempo, es que W.R.Hearts compró el monasterio de Óvila a su dueño, procediendo de inmediato a su demolición, piedra a piedra, con intención, como queda dicho, de volverlo a reconstruir al otro lado del Atlántico. En el verano de 1931 el expolio del monasterio estaba concluido.
No obstante, las circunstancias muy especiales del momento hicieron que el proyecto no resultara al final como estaba previsto. Por un lado la escasez de medios económicos disponibles por parte del magnate, y por otra la situación política, tampoco demasiado a su favor, hicieron que los venerables sillares de Óvila encontrasen acomodo definitivo, luego de mil vicisitudes en las que muchas de ellas se fueron perdiendo, cinco incendios y otros tantos cambios de lugar, en un almacén de San Francisco, si no demolidas pavimentando calles, o amontonadas entre la hojarasca del Golden Gate Park californiano, añorando -pienso que como la misma alcarria- aquellos siglos últimos de la Edad Media, en los que fueron gala de Trillo e importante centro de devoción para los habitantes de las vegas altas del Tajo.
La sinrazón humana acabó con todo. Hoy, cuando un poco como peregrino acudo a nuestro particular muro de las lamentaciones, apenas si me encuentro como reliquia en el soberbio valle del río unos cuantos paredones en pie, inicios de bóveda y algunos ventanales apuntados en ojiva, restos de lo que fuera la iglesia del monasterio, de la bodega, del claustro con doble arquería en ruinas construido seguramente a mediados del siglo XVII, y la maltrecha espadaña de la iglesia también de la misma época. A su alrededor uno de los rincones más escondidos y bellos de la Alcarria, al que el Tajo se encarga de añadir el toque preciso del que nunca suelen carecer los parajes que llegan más allá de los ojos.
Hace casi cuarenta años se consiguió reconstruir en el interior del Young Museum de San Francisco (Patio Hearts) la portada principal del monasterio, obra al parecer de la escuela de Covarrubias con influencia de Jamete, la cual, pese a su elevado coste, queda muy lejos de ser lo que fue cuando asida a sus verdaderos muros y en el propio lugar de origen, admitía cada temporada bajo su arco a los cientos de peregrinos y de romeros que solían acudir con frecuencia hasta Óvila para descansar y para alimentar su fe en la paz de la alcarria.
A la vista del interesante trabajo publicado en su día por el profesor Merino de Cáceres, en el que se dan a conocer fechas y toda suerte de detalles precisos acerca de este lamentable atentado contra nuestra riqueza monumental, uno se siente dolorosamente impotente, incapaz de sacar otro propósito que no sea aquel que produce en su ánimo la personal indignación que, al fin y al cabo, para nada sirve, si no se traduce de alguna forma en cuidar mejor lo que todavía nos queda. Las instituciones, por supuesto, tienen el deber legal y moral de hacer frente con seriedad a esos retazos del pasado, pero también tú y yo, amigo lector, y el que se acerca no demasiado respetuosamente a contemplarlos en esta época fatal de pérdida de valores, también todos nosotros.
(Nueva Alcarria, febrero de 1995)
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