domingo, 11 de octubre de 2009

GUADALAJARA, LA CIUDAD DE LAS ROSAS


(DEDICADO A LOS LECTORES DE LA GUADALAJARA TAPATÍA EN NUESTRA FIESTA COMÚN DE LA HISPANIDAD)


Guadalajara, Guadalajara...
Guadalajara, Guadalajara...,
Tienes el aire de provinciana,
hueles a linda rosa temprana...
(Canción popular mejicana)

Voces recias de bravos rancheros mejicanos y acordes de mariachi, acuden a la mente a la hora de tomar la pluma para escribir sobre un tema, entrañable para tantos de nosotros, y sobre el que jamás había escrito ni una sola palabra.
A Guadalajara, en el mundo -lo he podido comprobar-, fuera de nuestras fronteras nacionales la conocen como una importante ciudad americana, capital del estado mexicano de Jalisco, famosa por su actividad y por su largo número de habitantes; y todo es verdad, aunque no nos resignemos a reconocer que Guadalajara, la antigua, la Wad-Al-Hayara que engancha con la Historia como "Río de piedras" -piedras del Henares, naturalmen­te- es la nuestra, la Guadalajara de nuestros pecados y de nuestras ilusiones, sin que ello nos induzca a ignorar que al otro lado del Atlántico hay otra Guadalajara grande, diferente, cosmopolita; pero querida y deseada por los que estamos aquí. Es la Guadalaja­ra tapatía, aque­lla a la que cantó Jorge Negrete con el sentimiento de un charro cabal, cuyo timbre de voz resuena en los oídos de esta Guadalaja­ra nuestra con sabor a algo propio.
La fundaron los españoles en 1532 por expreso deseo de don Nuño Beltrán de Guzmán, guadalajareño de aquí, o arriacense para ser más preciso, que puso la tal misión como encargo a uno de sus capitanes, don Juan de Oñate. En 1539, el emperador Carlos I le otorgó el título de ciudad y el escudo que aún conserva: dos leones rampantes apoyados sobre un pino con tronco de oro sobre campo azul. El obispo don Pedro de Ayala, alcarreño él como el propio don Nuño, consiguió que la sede episcopal se estableciera en la recién creada ciudad de Guadalajara. Era el año 1546.
Hoy, a cuatro siglos y medio de aquella etapa fundacional, Guadalajara guarda con orgullo, y con merecimiento, el apelativo común de la Perla de Occidente, o la Ciudad de las Rosas, en la que se dan, partiendo de los edificios de la primera época colonial y concluyendo con los gustos y los materiales más al día, una extensa variedad de estilos arquitectónicos que la definen como una ciudad moderna, y al mismo tiempo señorial y elegante, en una conjunción perfecta, ajustada, increíble.
Desde su fundación con sólo sesenta y tres cabezas de familia, hasta hoy que anda muy cerca de los dos millones y medio de habitantes, la evolución creciente de la capital del estado de Jalisco ha sido vertiginosa. La metrópoli está integrada por las viejas villas aztecas de Zapopan, Tlaquepaque y Tonalá; la primera de ellas es la sede del más importante santuario mariano de México -después del de Guadalupe, por supuesto-: la Basílica de Nuestra Señora de la Expectación, o de Zapopan, obra del siglo XVI atendida por franciscanos, a la que acuden cada año cientos de miles de fervorosos romeros. Tlaquepaque y Tonalá son famosas por la belleza de su artesanía, principalmente de cerámica, vidrio soplado y papel maché; lo que convierte a la ciudad entera en una tentación, en un abierto paraíso para las compras, dentro de esa Guadalajara única, admirable y admirada.
Pocas ciudades de la vieja Europa son capaces de ofrecer al viajero y al turista tantos atractivos como aquella en donde su acervo cultural, su interés paisajístico y costumbrista, constituyen un foco espléndido de interés sin salir de América Hispana. Las exposiciones, congresos, convenciones y asambleas de alto rango, cuentan en Guadalajara con las mejores infraes­truc­turas como centro más adecuado y moderno que, a tanta distancia, uno pueda imaginar. Por lo que se refiere a estableci­mientos hoteleros, pásmense, cuenta con cerca de trescientos, lo que equivale a una cifra global en torno a las quince mil habitaciones.
En el centro histórico, o casco antiguo de Guadalajara, la ciudad ofrece al recién llegado la imagen severa de su catedral, obra del siglo XVII, con sus dos afiladas torres por enseña; el Teatro Degollado, del siglo XIX, con artística bóveda que decoró Jacobo Gálvez, en la que están representados varios del los personajes del Canto IV de la "Divina Comedia"; el Instituto Cultural Cabañas, construido como casa de misericordia a principios del pasado siglo, a instancias del obispo de Guadala­jara don Juan Cruz de Cabañas, y que actualmente acoge una importante exposición del maestro muralista José Clemente Orozco, quien en la cúpula de la capilla dejó muestra inmortal de su arte con "El hombre de fuego", pintado en 1939; la Barranca de Huentitan, con los parques zoológicos más importantes de toda la América Latina. Y a media hora de viaje en automóvil desde el extrarradio, el lago Chapala, el más grande y el más romántico de los lagos de México.

Dicen que las riberas del lago Chapala se hicieron para soñar en claras noches de luna. Gozan las tierras de Chapala de un clima inmejorable, y de unos paisajes a los que ni siquiera alcanza la imaginación. Hay que vivirlos y soñarlos en tardes de encendido sol cuando el astro se esconde al otro lado de las colinas y de las palmeras, y adormecerse después junto a sus aguas mansas, rizadas, brillantes con fulgor de lentejuelas durante la noche en calma de aquellas benditas tierras. Por más de trescientos kilómetros se extiende su ribera. Son decenas, cientos quizá, los pueblecitos que cunden a su alrededor, pueblecitos habitados por hábiles artesanos del barro o del metal, por gentes humildes que viven de la oferta de lo que hacen sus manos, de los deliciosos platos típicos de la región que sirven a quienes van de lejos. Chapala, a media hora en automóvil desde la capital del estado de Jalisco, sigue siendo aquel "rinconcito de amor donde las almas pueden hablarse de tú con Dios" como, quiero recordar, decía aquella vieja balada para cantar en sus orillas.
A una y a otra Guadalajara las separan las aguas del occeano, las separan también el paso inapelable de los siglos. Muy poco en común tienen entre sí, aparte del nombre y del reflejo histórico de su origen. Tal vez no fuera malo recordarse mutuamente, los arriacenses de aquí y los guadalajarenses de allá, con algún acto, aunque sólo fuera simbólico cada año con motivo, por ejemplo, del día de la Hispanidad. Las gentes -y más en estos tiempos que corren en que los valores del espíritu andan un tanto a la deriva- tendemos a ser olvidadizos. Acabar con el lazo espiritual que une a las dos Guadalajaras sería un error irreparable, una ofensa grave a nuestro pasado y al de la ciudad hermana, una injusticia de la que la Historia deberápedirnos responsabilidades.

1 comentario:

Luis Alberto Romo Herrera dijo...

Me gustó mucho su reseña sobre nuestra hermosa ciudad tapatía, pero le hago unas observaciones, la Guadalajara actual fue fundada en 1542, el municipio tiene 1 millón 500 mil habitantes y la zona metropolitana -Guadalajara, Zapopan, Tlaquepaque y Tonalá- 4 millones 500 mil, en estos municipios"no eran villas aztecas, en Zapopan (sí fundada por aztecas) habitaron los tecuexes, en Tonalá los zapotecas y tonaltecas, en Tlaquepaque los tonaltecas y tecos. El Instituto Cultural Cabañas, antes hospicio, lo construyó el obispo Juan Ruíz de Cabañas, es todo y muchas gracias, lo invitó a mi página de facebook "Yo soy tapatío".