jueves, 15 de septiembre de 2011

PASTRANA EN LA VIDA DE MORATÍN

   
         Pesan sobre el viejo casco de Pastrana nombres con hondo significado en la vida española. Larga sería la relación si se fuese a tomar la debida nota de cada uno de ellos; de nombres y de apellidos famosos que, por una u otra razón, en éste o en aquel tiempo, por ella anduvieron y en allí dejaron marcada su huella perdurable, de manera que aún hoy suelen aparecer como engarzados en la fulgurante historia de la villa. Pastrana -y huelga en ello toda pasión- es historia, es piedra noble, es recuerdo, es seño­río, y, a pesar de todo ello, es como un remanso de orden y de sosiego en la solana del Arlés, que a veces se rompe con estrépi­to, a consecuencia, precisamente, del peso de su historia, de la perpetua señal que le dejaron los siglos, tan difícil de entender en este tiempo nuestro, cuando unas veces por más y otras por menos, el hombre se siente incapaz de calibrar el exacto valor del pasado. Pastrana ha sido desde el siglo XVI un foco ardiente de contradicciones. Jamás se resignó a pasar de puntillas sobre el alfombrado rudo de los tiempos. Es su sino; tal vez, su voca­ción; seguro que su encanto. Siempre que las circunstancias deciden dejarla en su propia paz, en la paz de sus campos y de sus casonas viejas, Pastrana es un pueblo hermoso, un libro abierto de saberes que a uno le gusta descubrir, o simplemente recordar de vez en cuando allí en su sitio.

            La costanilla por la que se entra y se sale de Pastrana es la calle de Moratín. Han pasado dos siglos desde que el memorable autor neoclásico anduvo por allí. El sólido edificio de las Monjas de Arriba fue su casa y por su nombre todavía se la conoce. Los Moratín, don Nicolás y don Leandro, tenían raíces familiares clavadas en este lugar de la Alcarria. La madre de don Nicolás y abuela, por tanto, de don Leandro, era natural de Pastrana. Se llamó doña Inés González Cordón y fue hija de uno ricos labrado­res de la villa, que al casarse con un madrileño oriundo de Asturias, don Diego Fernández de Moratín, hubo de marchar a vivir a la Villa y Corte, aunque sin abandonar por definitivamente, ni ella ni sus descendientes, la tierra solar de sus mayores, y si alguna vez lo hicieron lo fue muy lejos y muy en contra de su voluntad. No obstante, hay que acusar a los Moratín, y muy en especial a don Leandro, de que estos parajes ásperos de la Alcarria, que en tantas ocasiones le acogieron, no figuren siquiera con una vaga referencia dentro del entorno argumental de su obra (Pecado de omisión que se ha vuelto a repetir en la obra de alguno de nues­tros más notables autores); pues tan sólo en su "Diario" deja caer el detalle en el que afirma que su abuela materna, doña Inés, era natural de Pastrana.

            La vida de Leandro Fernández de Moratín fue una de las más complicadas de cuantas han seguido, como su propia sombra, a los hombres y mujeres que consiguieron entrar y sentarse bajo los oropeles de la Historia. No fue la del insigne dramaturgo una vida cómoda y fácil, precisamente. Cuando andaba en su primera juventud -veinte años- murió su padre; y con los doce reales de salario que recibía como pago a sus servicios en la joyería del Palacio Real, había de mantenerse él y mantener a su madre, lo que le obligó a no pocas renuncias, incluso de orden sentimental, pues el lamentable estado de pobreza en que se encontraba alejaría de él a Paquita Muñoz, su amor de juventud, quien habría de ser años después la musa volandera que inspiraría la más célebre de sus obras de teatro:"El sí de las niñas", donde el autor critica la cerrada obstinación de aquellos padres que disponen del corazón de sus hijas, haciéndolas casar con quien a ellos les parece el mejor partido.

            Asegura el autor en su "Diario" que siempre deseó recuperar el patrimonio de sus mayores, sobre todo la casa de Pastrana, en donde retirarse temporalmente buscando el sosiego y la paz que le negaba la Corte. Así lo hizo en cuanto tuvo ocasión, y así se preparó como refugio la Villa de los Duques en la que, todo hace pensar, escribió muchas de sus mejores páginas.

            Muy bien debió probar al carácter introvertido y solitario del autor su retiro de Pastrana. Moratín iba marcado con el sello de los intelectuales de valía a los que suele zarandear el mundo en el que se desenvuelven. Nada por tanto nos debe extrañar que anhelase los días de Pastrana como una liberación, como un navegar a gusto en las tranquilas aguas de su personalidad, como un lugar único en el que sacar a la luz lo que llevaba dentro.

            Anduvo luego por París. En su regreso a España pierde una plaza como encargado de la biblioteca del colegio Imperial, lo que le proporciona tema suficiente para escribir "La derrota de los pedantes". En su retiro de Pastrana escribirá más tarde "La comedia nueva, o El Café" que estrenaría con sonoro éxito en 1792. París, Londres, Italia, otra vez Madrid con un sueldo más que aceptable que le preparará Godoy como Secretario de Interpre­tación de Lenguas... Largas vacaciones estivales le llevarán a Pastrana; tiempo de retiro que aprovecha para leer y, sobre todo, para escribir. En alguna de aquellas temporadas compone "La Huertada", sátira contra el dramaturgo García de la Huerta, y concluiría "El sí de las niñas", que habría de tardar cinco años en estrenarse y que la censura prohibiría definitivamente poco más tarde. Era el final del invierno de 1806. El autor decidió no escribir más teatro, y dedicarse en lo sucesivo a la literatu­ra didáctica tan bien considerada en su tiempo, y libre por naturaleza de poderse encontrar con ideas enfrentadas.

            Con la guerra de 1808 Moratín dejaría su casa de Pastrana y con ella la paz y el sosiego del que tantas veces gozó. Un continuo vaivén de circunstancias adversas, de fechas y de luga­res, dan con su persona en Valencia, en Barcelona, en el exilio francés de burdeos, y en el París de los primeros románti­cos donde moriría en 1828, precisamente en el domicilio de Manuel Silvela, amigo íntimo y heredero de tantos diarios, cartas y otros escritos que se encargaría de poner en orden y de publicar más tarde.

            Moratín dejó como legado su casona familiar de Pastrana a la Inclusa de Madrid. Años después pasaría a pertencer a otro ilustre autor madrileño, don Ramón de Mesonero Romanos, adquirida en pública subasta como uno más de los bienes que hacia 1835 había incautado la Ley de Desamortización. Ya en nuestro tiempo la hemos conocido dedicada a tareas docentes, a colegio regido por religio­sas, a escuela-hogar y a otras funciones educativas, si bien, los muros del edificio, los viejos pasillos de la casona y la antigua huerta que tuvo a su alrededor, recuerdan la figura y la persona­lidad del autor de "La comedia nueva".

(En la foto, "Casa de Moratín en Pastrana")

1 comentario:

Patry dijo...

Siento contradecirte en especial en un punto de tu artículo. La joven a la que pierde porque su rival es un anciano rico es Sabina. A Paquita la conoce ya en 1798. De hecho, la llevará a Pastrana junto a la madre de ésta, doña María Ortiz.

Un cordial saludo.