Tengo que situarme en el mes de
marzo de 1987 para encontrar la fecha en la que pasé una mañana en Renales y
conocí el pueblo. Han pasado un montón de años, más de un cuarto de siglo desde
entonces, tiempo suficiente como para conservar apenas ligera memoria de cómo
era el pueblo entonces: una fotografía en blanco y negro de la fachada lateral
de la iglesia con su espadaña altiva, y como imagen perdurable en el recuerdo
la de la ermita patronal sobe el alto en las orillas, y una placita coquetona y
hasta un poco elegante, con su farola en mitad; datos estos que, aun pasados
los años, se conservan tal cual los vi, si bien, me ha sorprendido gratamente
que se haya dado luz al pórtico de su iglesia románica descubriendo los arcos,
ahora protegidos con unas rejas después de la restauración.
La
de hoy es una mañana fría de sol brillante. En los robledales junto a la
carretera, que nos hemos venido encontrando desde la Fuensaviñán y Laranueva,
predomina el efecto de la humedad en los campos. La carretera es estrecha, pero
en buenas condiciones. Los pueblos están solos. Son casi las once y las
condiciones del día no invitan precisamente a dar un paseo por los alrededores.
A Renales llego un poco después. Me consta, de haber pasado por allí en otras
épocas del año, que la entrada al pueblo es de las más optimistas que conozco,
agraciada por la sombra de los árboles altísimos que crecieron en torno a la
fuente y al lavadero. En cambio, esta mañana el pueblo está desnudo, los
árboles sin hojas, y por todo el valle sopla un vientecillo que invita a
ponerse al sol, junto a la pared, como lo ha hecho el bueno del señor Valentín,
tras los cristales de sus gafas y tocado con una gorrilla de tela que le protege
del frío. Valentín Ortiz ha pasado casi toda su vida en el pueblo.
-
Pues, sí señor. Menos una temporada que nos fuimos a Alicante, cuando yo tenía
dieciocho años, he vivido siempre aquí, trabajando en el campo.- Y en este momento se sale usted de casa a dar una vuelta ¿verdad?
- Sí, voy hasta la nave. Es esa primera que se ve ahí subiendo hacia la ermita. La hice yo después de jubilarme. No he sido nunca albañil; pero le eché mucho cemento, buena piedra, y a ratos perdidos por ahí me la fui haciendo.
- Me estoy dando cuenta de que tienen el pueblo muy bien.
- No está mal, no. Han hecho muchas casas nuevas por esa parte de arriba. En verano el pueblo se llena de gente, ya sabe. Ahora somos pocos, veintiséis o veintiocho.
- La fiesta la tienen en julio ¿no?
- Sí; la fiesta es en el mes de julio. La Virgen del Carmen. Se celebra el fin de semana más cercano al día dieciséis, sea antes o sea después. Viene mucha gente. Aquí es que en verano se está muy bien, ¿sabe?, y en el campo hay sitios muy bonitos.
- Seguro que sí.
- Mire, hay un sitio que le llaman el Pozo Cantar, que tiene unas piedras muy grandes, así como con unas pocetas para subir. Hay higueras, hay orégano silvestre, y arriba hay dos cuevas, una natural y otra que la han hecho a pique.
- Será difícil subir.
- Subir se sube bien; pero ojo para bajar. Si se te va un pie, te estrellas. Yo sólo he subido una vez cuando era joven, con otro de Cuadradilla. Subimos a ver si criaba el avestruz, ¿sabe usted?, un bicho que le decíamos la Mariana. Allí dejé mi nombre escrito con lapicero. Tendría yo entonces unos dieciséis años, así que, dónde estará ya mi nombre.
Tenemos
junto a nosotros un parque infantil, y poco más abajo, en la umbría, unas
cuantas mesas de merendero que, por el momento y hasta que llegue el verano lo
están de manera testimonial. Al fondo, sobre la colina, la ermita del Carmen, y
junto a nosotros, unos pasos más abajo, el pilón del antiguo lavadero y la
fuente pública, reconstruida y protegida por tres muros sólidos de piedra en
forma de U, que vierte por único caño sobre un leve piloncillo a ras de suelo.
El agua de la fuente pasa por una especie de canal cerrado, muy largo, que en
su tiempo debió de prestar un buen servicio al pueblo como abrevadero para las
caballerías; una estampa típica de nuestro medio rural para los que peinamos
canas, que ha pasado definitivamente a ser historia.
Acabo
de subir hasta la puerta de la iglesia, restaurada después de mi anterior
viaje. Mirando a poniente, la espadaña románica con sólo dos vanos y un
campanil al aire como remate. Esta iglesia dedicada a San Sebastián, está
cerrada, como casi todas. Pienso que en su interior poco habrá cambiado, que
todo seguirá siendo igual, o casi igual que cuando me acompañó en su día a
conocerla un hombre del pueblo, muy amable, y dos mujeres: don Eugenio
Martínez, Amelia, y Angelita la de Teléfonos. Recuerdo que me gustó, y que tomé
algunos datos que he conservado hasta hoy: “La iglesia -escribí entonces- me
impresionó en su pequeñez al poco de entrar en ella. Es de planta clásica, de
nave con crucero, adornada con hermosos retablos barrocos y una cúpula en
hemisferio. La imagen de San Sebastián preside el retablo mayor, y las de
Cristo en la Cruz y Nuestra Señora del Pilar situadas en ambos laterales dentro
del presbiterio. Hay otros dos retablos parejos, uno con la imagen de Santa
Bárbara y otro con la del milagroso San Roque”. Me contó don Eugenio que el
órgano, ya entonces destartalado, lo tocó él en su mocedad, hasta que tuvo
veinte años; después nadie lo volvió a tocar y se acabó rompiendo.
La
Calle Mayor es una calle estrecha por la que corre un aire frío de demonios,
que ocupa en su mitad un tractor parado en labores de descarga. A la puerta del
Centro Social hay una señora esperando turno para la consulta del médico. Una
mujer muy atenta, que enseguida que le di los buenos días me preguntó si no
conocía el pueblo. Le dije que sí, que ya había estado otra vez, y que conocía
a dos chicas de Renales que son hermanas, María Jesús y Nuria.
-
Pues yo soy su madre -me contestó.- ¡No me diga! ¡Qué casualidad! Pues no sabe cuánto me alegro. Ahora no estarán por aquí, claro.
- Nuria sí que está. Dentro de un rato se va para Guadalajara.
- Hace mucho tiempo que no veo a Nuria, a María Jesús quizá algo menos. ¿Podré saludarla?
- Claro que puede saludarla. Mi casa la tiene usted ahí al volver.
Nuria
Lázaro, a la que hacía años que no veía, trabajó en sus años de vida laboral en
la administración de nuestro periódico. Hablamos un instante sobre la situación
laboral en todas partes. La verdad es que los años no han pasado por ella.
Por
lo demás, la visita al pueblo transcurrió de manera casi fugaz. Un vistazo a la
iglesia desde el exterior, contemplando a través de los arcos acristalados y
enrejados la portada en piedra multicentenaria, y la pila bautismal, románica
también, que se alcanza a ver desde la calle a través del cristal. El reloj
municipal va dejando caer sobre el ambiente las doce campanadas del medio día,
ladra un perro, en los alrededores de Renales se distinguen, como en contrapunto
a las demás, las viviendas nuevas de los veraneantes. En una especie de placita o cruce de calles, es ahora una fuente
lo que tengo junto a mí como detalle que me sorprende. No es una fuente como
las demás que mane con chorro permanente, porque ésta funciona a golpe de
manivela, a modo de palanca que al moverla con cierto ritmo hace salir el agua
de un modo continuo. No es fácil encontrar en nuestros pueblos artilugios como
éste, y que además funcionen. No me resistí a la tentación de hacerle funcionar
moviendo la palanca.
Y
la Plaza Mayor después, tan fotogénica y elegante como cuando la conocí, tal
vez algo más cuidada, con su farola de cinco brazos en mitad. El pueblo
continúa en silencio; el viento ha dejado de soplar y es la hora en la que uno
se empieza a sentir a gusto en las calles de Renales.
No
he podido evitar, al moverme de una lado para otro por las solitarias calles
del pueblo, el imaginar cómo en cualquiera de las casas más antiguas, o de las
restauradas quizá, pudo haber venido al mundo en el año 1787, el artista,
excelente dibujante a plumilla y diseñador caligráfico entre otras habilidades,
don Luís Gil Ranz, discípulo de Goya y autor de notables retratos de la
grandeza de su tiempo, como el que hizo de la reina María Cristina, o el lienzo
“Viático de Santa Teresa”, adquirido por el Estado en 1876. De la confianza que
el ilustre pintor aragonés tenía puesta en su discípulo Gil Ranz, queda
constancia, por cuanto existe información escrita, en donde se dice cómo Francisco
de Goya le pidió que le acompañase a Zaragoza, a requerimiento del heroico
general Palafox, para que contemplase in situ el triste espectáculo que ofrecía
la ciudad después del ataque brutal de la francesada, y poderlo inmortalizar
después en su pintura con un exacto conocimiento de causa.
Renales,
como algunos pueblos más de su entorno, me ofrece dos posibilidades para volver
a casa: una, la que emplee en el viaje de ida, o sea, por Torremocha del Campo
(desvío de Torresaviñán), y otra, la que tomo para el viaje de regreso, por
Abánades, Canredondo y Cifuentes. Cualquiera de las dos se puede aconsejar con
total confianza; para los que gustan de la velocidad o de la premura en el
tiempo, tal vez la primera; para los que prefieran la variedad y el paisaje,
mejor la segunda. Todo es cuestión de gustos; si bien, el viaje a estos pueblos
situados al margen de las principales vías de comunicación, siempre resultan
especialmente ilustrativos y ricos en interés.
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