domingo, 14 de diciembre de 2008

LOS MARANCHONEROS EN LA OBRA DE GALDÓS


Los eruditos de Atienza y los más viejos del lugar aseguran que el autor de los "Episodios Nacionales" pasó en la Villa Realenga algunas temporadas; incluso dicen, que ya durante sus últimos años, la mujer que le atendía como sirvienta era natural de allí. No consta el dato, que yo sepa; pero lo que no deja lugar a dudas es el conocimiento profundo de la villa serrana, de sus tradiciones, de sus costumbres y pormeno­res, por parte del ilustre novelista canario. Léase, si no, el segundo "episodio" de la cuarta serie que nos dejó come herencia y que se titula "Narváez"; seguramente quedará convencido de que la tal afirma­ción es cierta; pues casi la mitad de la obra transcurre en Atienza, donde el autor coloca en viaje de luna de miel al prota­gonista, Pepillo Fajardo, natural de Sigüenza e hijo a la sazón de una atencina distinguida con casa solar en la Plaza del Merca­do.
Pues bien, en el largo relato de costumbres y tipos de su tiempo que se esconden en la obra completa de don Benito Pérez Galdós, y sin salir del ya mencionado "episodio", el escritor cuenta con detalles interesantísimos la llegada a la villa de los maranchoneros, tratantes de mulas como sabido es, que, extraído literalmente a manera de documento veraz de lo que el propio Galdós dejó escrito, dice así:
«La soledad de Atienza se alegró estos días con la llegada de los maranchoneros. Son éstos habitantes del no lejano pueblo de Maranchón, que, desde tiempo inmemorial, viene consa­grado a la recría y tráfico de mulas. Ahora recuerdo que el gran Miedes veía en los maranchoneros una tribu cántabra de carácter nómada, que se internó en el país de los "Antrigones y Vardu­lios", y les enseñaba el comercio y la trashumancia de ganados. Ello es que recorren hoy amabas Castillas con su mular rebaño, y por su continua movilidad, por su hábito mercantil y por su conocimiento de tantas distintas regiones, son una familia, por no decir raza, muy despierta, y tan ágil de pensamiento como de músculos. Ale­gran a los pueblos y los sacan de su somnolen­cia, soliviantan a las muchachas, dan vida a los negocios y propagan las fórmulas del crédito: es costumbre en ellos vender al fiado las mulas, sin más requisito que un pagaré cuya cobran­za se hace después en estipula­das fechas; traen las noticias antes que los ordinarios, y son los que difunden por Castilla los dichos y modismos nuevos de origen matritense o andaluz. Su traje es airoso, con tenden­cias al empleo de colorines, y con carreras de moneditas de plata, por botones, en los chale­cos; calzan borceguíes; usan sombrero ancho o montera de piel; adornan sus mulitas con rojos bordones en las cabezadas y pretales, y les cuelgan cascabeles para que, al entrar en los pueblos, anuncien y repiqueteen bien la errante mercancía».
Luego, el autor se extiende pintando otros detalles muy importantes sobre el cómo y el porqué de aquellos nómadas de la mercadería; sobre su amistad y familiaridad con los mismos por parte de los atencinos residentes, fruto, tal vez, de una rela­ción antiquísima que se vendría transmitiendo impecable de padres a hijos. Dice más adelante:
«Todo Atienza se echó a la calle a la llegada de los maran­choneros con ciento y pico de mulas preciosas, bravas, de limpio pelo y finísimos cabos, y mientras les daban pienso, empezaron los más listos y charlatanes a dar y tomar lenguas para colocar algunos pares. En mi casa estuvieron dos, sobrino y tío, que a mi madre conocían; mas no iban por el negocio de mulas, sino por llevarnos memorias y regalos de mi hermana Librada y de su fami­lia. (Si no lo he dicho antes, ahora digo que mi hermana mayor, casada en Atienza con un rico propietario, primo nuestro, había trasladado su residencia, en abril de este año, a Selas, y de aquí a Maranchón, por el satisfactorio motivo de haber heredado mi primo tierras muy extensas en aquellos dos pueblos). Obsequia­dos los mensajeros con vino blanco y roscones, de que gustan mucho, se enredó la conversación; y, al referirnos pormenores de su granjería y episodios de sus viajes, vino a resultar que, inespe­radamente, sin que precediera curiosidad ni pregunta nues­tra, tuvimos noticia de la cuadrilla o tribu de los Ansúrez.»
Si se tiene en cuenta que la Literatura es -y así debiera serlo- el reflejo más o menos fiel del vivir de una época, un periodismo activo y efectivo con visos de perpetuidad, un autén­ti­co y sólido documento que se sobrevalora con el paso de los años y de los siglos..., la aportación de relatos de este tipo al mejor conocimiento del pasado no es nada desdeñable, una base a veces firme en la que apoyarse y a la que echar mano siempre que se quiera reconstruir, con cierto rigor, el compli­cado puzle de nuestra historia.
La Literatura castellana en general -ya desde las "jarchas", que vislumbran en plena Edad Media unas nuevas maneras de decir- es en todo tiempo un pozo profundo de saberes guadalajareños. Los autores de éste y de anteriores siglos, han elegido con frecuen­cia las tierras y los lugares hoscos de las cuatro comarcas como escenario ideal en el que asentar y dar movimiento a sus persona­jes creados, cuando no tomaron los aquí ya existentes para hacer­les correr e inmortalizarlos en las páginas de sus libros. Tal es el caso que en este trabajo nos ocupa.

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