martes, 13 de diciembre de 2011

DOS NOVELISTAS OLVIDADOS

            Revolviendo hace unos días varios legajos, folletos y libros antiguos, de los que todos tenemos guardados en alguna parte como curiosas piezas de colección, pero que no utilizamos nunca después de haberlos leído hace tiempo por primera vez, me encontré con dos publicaciones curiosísimas, con dos ejemplares escritos por autores de esta tierra. Creo que vale la pena sacarlos del fondo del arca donde duermen el sueño del olvido, y dedicarles por una vez este espacio semanal de reconocimiento y de homenaje a sus autores respectivos en el diario de su provincia, dejando al margen los años que han pasado desde que aquellas imprentas de los años veinte del pasado siglo, y aun anteriores, trajeron al mundo la novedad editorial de dos paisanos nuestros que, por una u otra razón, seguro que muy diferentes, se arriesgaron a publicar sendas historias, pese a los muchos inconvenientes que suponemos encontrarían para conseguirlo en aquellos tiempos, las cuales hemos tenido la suerte de que a través de un siglo hayan podido llegar hasta nosotros.
            En Literatura, lo mismo que en cualquier otra rama del Arte, es muy difícil poder conseguir un puesto sobre el podium de los excelsos; son infinitos los factores que intervienen para conseguirlo, y tantos los que lo logran al fin, tal vez sin haberlo pretendido, en su mayoría después de su muerte, cuando el público lector reconoce sus valores como aportación personal a la Literatura, un arte en el que los menos buenos arguyen que ya está todo descubierto, cosa que no es verdad.
            Los libros no tienen fecha de caducidad; ahí está para comprobarlo cómo se suceden a través de los siglos las grandes obras de los autores clásicos, casi desde los inicios de la civilización en los distintos continentes. Lo que sí ocurre es que los libros pierden interés con el pasar del tiempo, que su contenido quizás merezca la estima de un grupo más o menos reducido de personas, lo que lo lleva inevitablemente a morir, o lo que es lo mismo, a ocupar un sitio “in aeternum” en las cárceles del olvido.
            Algunos autores acaban sus días en el anonimato más estricto, tal vez porque las circunstancias le vinieron adversas, porque fueron inconstantes, o porque el manantial de la inspiración carecía de contenido. Son esos personajes incógnitos que ahí están, autores que optaron por no exprimir hasta la última gota el limón de sus posibilidades, y ahí nos quedó enterrado con ellos su trabajo impreso, atravesando el túnel de los siglos con el nombre en bandolera de su autor sobreviviendo a sus contemporáneos gracias a la huella, difícil de borrar, de la palabra impresa. A estos últimos, cada cuál con sus matizaciones y diferencias, podrían pertenecer nuestros dos personajes de hoy, de cuya obra y de una manera fugaz pasamos a ocuparnos.


“La flor de la Alcarria”

            La primera de las obras que hoy traemos a nuestro escaparate se titula “La flor de la Alcarria”,  impresa en el año 1890 y publicada por la librería de Fernando de Fe, Carrera de San Jerónimo 2, de la capital de España. Sus autores son dos adelantados de la villa de Horche: Tomás Bravo Lucas e Ignacio Calvo y Sánchez, el segundo de ellos no es otro que el autor del famoso Quijote, escrito en latín macarrónico, que tradujo y escribió muy a su modo, siendo seminarista en la ciudad de Toledo. La flor de la Alcarria lleva por subtítulo el de “Silueta de una predestinada”, y en él se recoge una historia de la vida real, ocurrida en la villa de Horche, en la que Margarita, su primer personaje, era hija única de una familia de campesinos, agraciada en su porte y bellísima de presencia, que abandonó la casa paterna siendo muy joven, para dedicarse en la ciudad a menesteres nada acordes con la educación que había recibido de sus honrados padres.
            Siendo bailarina, Margarita envenenó en la habitación del hotel al marqués Octavio Lallana, hecho que puso en guardia a los grandes del país y alertó a la policía hasta que fueron capaces de descubrir a la autora del crimen, a Margarita, la bella horchana de la que estaban enamorados los hombres de medio mundo, pues el suceso que dio argumento a la novela tuvo lugar en una de las grandes ciudades de Sudamérica.        El juicio constituyó en su tiempo uno de los acontecimientos que hoy hubiera llenado miles de páginas en las revistas del corazón. Pero es el caso, que el fiscal, enamorado de la muchacha como todos los hombres que la conocieron, admitió a pie juntillas los argumentos del abogado defensor, quien intentó demostrar que el crimen se había perpetrado en legítima defensa -lo que no pareció ser cierto-, y el juez, en medio del regocijo general de los asistentes que llenaban la sala, la declaró libre de toda culpa. La narración termina así:

            Sin embargo, la absuelta no se hacía participar de la satisfacción general. Aprovechando la confusión y sin que nadie lo notara, Margarita apuró el contenido de un frasquito.
            Cuando en la sala del Colegio de Abogados se reunieron defensor y defendida, ésta no pudo pronunciar más que estas palabras:
            -Cuando los jueces se equivocan, los reos se hacen justicia...
            Nuestra protagonista caía al suelo y poco después moría entre violentas convulsiones.”

            Un drama tremendo, real y muy al gusto de la época; un tiempo en el que imperaban los aires del realismo en la literatura, con algo de poso todavía de un romanticismo que parecía resistirse a desaparecer.


“La reina de los Cantones”

            La otra novela de autor guadalajareño a la que deseo referirme se titula “La reina de los Cantones”. La escribió Pedro Gamo en 1925, y fue publicada en los talleres coruñeses de tipografía El Noroeste.
            Pedro Gamo nació en Congostrina en 1898, fue ante todo poeta y autor de un libreto de zarzuela titulado “Los maletas”. Pedro Gamo tiene una placa conmemorativa en las calles de su pueblo natal. El autor de esta novela estudió en el Seminario de Sigüenza, y luego de una preparación adecuada ejerció como empleado e inspector de Hacienda en las ciudades de La Coruña, Barcelona y Madrid. La reina de los Cantones es un reflejo del acontecer diario en la ciudad gallega allá por los años veinte del pasado siglo, la vida ciudadana en torno a un personaje singular, Lucía Daveiga, una vampiresa de la belle epoque que durante algún tiempo fue la sensación en los paseos coruñeses de Los Cantones, un monumento en vivo con figura de mujer, sobre el que convergían cada tarde las miradas ávidas de los jóvenes y de la mayor parte de los caballeros de la ciudad.
            De esta manera relata López -uno de los personajes de la novela- a Rodrigo de Mendoza la aparición de la sirena en los bulevares coruñeses:

            “Hombre, al decir su historia quise decir lo que de ella se susurra. Lleva en La Coruña dos años, Se ignora de adonde vino. De la noche a la mañana hizo su aparición en el paseo; primero en compañía de una viejecita, luego en la de esas señoritas que ahora viste, cautivando desde el primer momento la atención y las miradas de todos. Ha tenido pretendientes a millares... Ha destrozado corazones sin ton ni son... A todos sonríe y a todos calabacea... Debe de ser un diablillo en forma de ángel y, sin embargo, ahí la ves, se pasea triunfal. ¿Quién será, quién no será? Misterio sobre misterio... ¡Pero bonita ya es la condenada!”

            La historia, bien escrita y de pura creación, sirve de pretexto al autor para contar fielmente, paso a paso, las formas de vivir, los tipos de gentes y de personajes tan distintos; las estampas diarias de la ciudad porteña, donde con frecuencia regresan a su tierra de origen hombres y mujeres que proceden de Cuba; las costumbres locales de la época desfilando a distancia por las cien páginas del libro, y siempre, en un primerísimo plano, los amores difíciles, tiernos a veces, a veces odiosos, entre Lucía Daveiga y Rodrigo de Mendoza, muy al gusto, por cierto, del carácter sentimental y chispeante de nuestros abuelos.
            A uno, que ha creído conveniente detenerse ante la personalidad y la obra escrita de estos eruditos de nuestra tierra, que se esforzaron por inmortalizar su nombre, dejando de paso como herencia un retazo del ambiente que les tocó vivir, bien le gustaría que de ello quedase constancia. Tres nombres sacados del olvido para la lista de guadalajareños en la literatura: Tomás Bravo Lecea, natural de la villa de Horche, que gustó colaborar con el más ilustre de sus paisanos, Ignacio Calvo, y Pedro Gamo Ortega, nacido en Congostrina -pueblo en el que años atrás tuve ocasión de conocer y de  charlar durante largo rato con su hermano Dionisio, que me regaló un ejemplar de la novela-, hombre inquieto, personaje destacado a quien los vientos de la casualidad anduvieron zarandeando de un lado para otro, pero que dejó una meritoria obra escrita, envuelta tal vez en el costoso hatillo de los sacrificios y que ha servido para volverse a hacer presente entre sus paisanos, así como sesenta años después de su muerte en Madrid. 

1 comentario:

Antonio Herrera Casado dijo...

Gracias por este superinteresante trabajo bibliográfico, a la búsqueda de las huellas, por mínimas que sean, de una cultura provincial en la que debemos afirmarnos.