Desde que
el poeta anduvo por aquí en un intento inútil de recobrar su salud maltrecha
por la enfermedad de moda, al monasterio de Veruela se viene buscando la sombra
de Bécquer. Su espíritu enfermizo y sutil, delicado y doliente, se adivina
flotando entre los arbustos y la maleza por los senderos angostos y por los
violentos inclinales que bajan del Moncayo, envuelto entre el cierzo que lamió
su blanquecina piel en aquellas horas de andar oteándolo todo, gozándolo todo,
a prudente distancia l por los entornos del monasterio.
Al hablar
de este venerable monasterio aragonés, escribió el poeta que su fama tenía como
base el hecho de hallarse enterrados dentro de sus muros los restos mortales de
su fundador, el príncipe don Pedro Atarés, tronco de la ilustre familia de los
Borja, y los de su mujer, dama piadosa y pudiente que mandó construir a sus
expensas la catedral de Tarazona, y los de tantos descendientes directos que
dieron fama al apellido peleando bravamente en Valencia al lado del rey Don
Jaime. Aquellos personajes son hoy en Veruela pura mitología, un dato
documental importantísimo, pero ni mucho menos la razón primera que acarrea en
los fines de semana a centenares de visitantes al pie del Moncayo, en busca de
la sagrada paz y del sosiego que destila en tantas de sus páginas la obra
escrita de Gustavo Adolfo, el poeta del amor y del dolor.
Fue el
producto inmediato de una promesa la fundación en estos llanos del célebre
monasterio de Santa María de Veruela. Cuenta la tradición que don Pedro Atarés,
señor de Borja, se vio sorprendido por una terrible tormenta que le hizo temer
por su vida en las faldas boscosas del Moncayo, y que fue la Virgen, luego de
haberse encomendado a ella, quien le sacó sano y salvo de tan comprometida situación,
pidiéndole después que se erigiese en aquel mismo lugar un monasterio que
recordara el milagro.
Los
trabajos de la abadía comenzaron en 1146, para concluir definitivamente cinco
años más tarde. La parte antigua marca el periodo de transición entre el
románico decadente y el gótico que comenzaba a estirar con cierto pudor el
punto medio en el haz de arquivoltas de sus arcos. Los adarves recortados a
pico y las murallas que entornan el monasterio fueron colocados cuatro siglos
después por el abad Lupo Marco, el verdadero renovador e impulsor de Veruela.
La
portada de la iglesia muestra al exterior todo el encanto de sus seis
arquivoltas con una decoración comedida, limpia y diversa, en la docena de
capiteles que sostienen otras cuantas columnas, obra de perfecto equilibrio,
muy acorde con el momento en el que se ejecutó y con el gusto exquisito de los
canteros de la segunda mitad del siglo XII que labraron la piedra. El interior
es una bella muestra del estilo cisterciense. Tiene tres naves, crucero y
grandiosa cabecera con capillas absidiales y girola. La bóveda, sostenida a
base de arcos fajones y cruzada nervadura, es una estampa elocuente del tiempo
justo en la historia de la Arquitectura, donde el arte románico y el gótico se
funden y se confunden, dando lugar a un canto solemne en piedra trabajada que
habrá de repetirse con mayor claridad en la estructura del claustro.
Pero
volvamos a recuperar la imagen perdida del poeta de los sueños. Aquí, en las
silenciosas celdas de Veruela, Gustavo Adolfo Bécquer dio a luz, una por una,
las ocho Cartas literarias que
figuran en sus obras completas, poniendo en orden las consejas y las viejas
historias recogidas en sus habituales paseos a Trasmoz, a Vera, a Añón y a
Litago, tantas veces en compañía de su hermano Valeriano, el pintor, cuya
imagen se deja traslucir unida a la del poeta por estos ásperos recovecos que
dibujan a su caída por la ladera Este las faldas del Moncayo.
El
Escorial de Aragón llaman todavía las buenas gentes de aquellas tierras a Santa
María de Veruela. Se trata de uno de los antiguos cenobios de la Orden del
Cister, que el genio promotor de aquellos venerables antepasados, que tan
sólo ahora y muy de tarde en tarde aparecen en los libros, fue levantando por
la difícil geografía española de tierra adentro, y que por fortuna todavía
sigue ahí esperando, quién sabe si la mano amiga o el suspiro irreversible de
un iluminado que tornó en poesía la tierra que pisaron sus pies.
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