sábado, 21 de junio de 2008

LA SERRANÍA DE CUENCA (viaje)


En la contraportada se dice: “Cuando el autor de este libro se tiró al monte, mitad bandolero, mitad cazador furtivo de mariposas a lazo, estaba muy lejos de imaginarse lo que había de ver. La Serranía de Cuenca es, como lo fue siempre, uno de los rincones más hermosos de la geografía española, donde las mujeres ya no visten el viejo refajo de colorines ni los hombres la clásica pañoleta ni la faja cabritera del pastor serrano; tampoco se bebe aguamiel ni leche de cabra, sino whisky y cerveza fresca para matar la sed y luchar contra el sol, que a veces sacude sin piedad sobre aquellos incautos que van por allí buscando poco menos que un pedacito de Groenlandia a ciento cincuenta kilómetros de Madrid. A pesar de todo, la Serranía tiene algo perdurable que se deja entrever en las páginas del libro, que la distingue y hace de ella la representación más genuina de esa realidad única que se llama CUENCA”
Un libro de viajes ilustrativo, donde se percibe en cada página el olor a resina de los pinos serranos, el canto de las aves, el rumor de los arroyos, y la imagen de una naturaleza fantástica que se renueva en cada capítulo.
La experiencia viajera tuvo lugar en el mes de junio de 1972, saliendo de la capital de provincia y dando por terminado el viaje en la villa de Priego, pórtico de la Alcarria
Conquense.

(el detalle)

“Al nacimiento del río Cuervo se llega después de haber con­seguido bajar, ya con buen sol sobre la espalda, unas cuestas enrevesadas que te acabarán dejando en un camping con aires cos­mopolitas, a la orilla de un arroyuelo de agua fría que trans­curre transparentando en su fondo las finísimas menudencias de piedra modeladas por la corriente. En este, a manera de ferial turístico ajeno por completo a la soledad de la sierra, van y vienen los acampados de pantalón corto y camiseta porteña de un lado para otro, del restaurante a los pinos, de la fuente sombría a la solana con los ungüentos del bronceador a recibir de frente, durante horas enteras, toda la fuerza del sol que azota de plano. Un hombre mayor y una señora gorda con pantaloncito de playa van delante de mí, macuto acuestas, sudando a chorros.
En medio del bosque han instalado un servicio completo de mesas, y asientos de madera ruda y parrillas como ruedas de carro para asar chuletas, el bocado rey por estas latitudes muy al gusto siempre de las gentes de paso. Sobre una losa clavada en vertical junto a la fuente, hay una piedra conmemo­rativa que dice "1977. Centenario de la Guardería Forestal del Estado. Honor a los grandes hombres que no se envanecen por su trabajo segui­do; y su trabajo seguido, ancho y hondo y proseguido, ¡los años lo acre­cen! R. Kipling."
Uno, que no acaba de comprender muy bien de qué van los tiros, qué no ha entendido el qué ni el porqué de la arenga que figura escrita sobre la piedra, se cuela entre sol y sombra por el sendero donde anda la gente, en dirección contraria a las aguas del regato. El camino te va llevando junto a los troncos de pinos apretados, limpios, muy altos; pinos que se alzan sobre la tierra, rectos como velas, buscando la luz.
El Cuervo es un río que vive la tragedia de tenerse que despeñar a la desesperada en el momento mismo de su nacimiento, colgándose en sutiles hilillos de un agua finísima por encima de las peñas revestidas de ova, como telón que ocultara tras de sí la misteriosa oscuridad de las cavernas en las que habitan las náyades, en cuyo fondo sólo está permitido al ojo del hombre con­templar a ciertas horas del día la vaporosidad de sus espíri­tus, a flote en las nubecillas que deja el agua al caer, pulveri­zada y deshecha.
Los excursionistas del último autocar que arribó al Cuervo, se van acomo­dando fatigados en los bancos de la travesaña antes de subir hasta la fuente. El río nace algo más alto, en una gruta umbrosa a la que se consigue llegar con facilidad relativa. En los lejanos roquedales de la escarpa se ven, pequeños como pája­ros, los niños de los excursionistas que gritan invocando al eco. En las sombras, se siente sobre la piel el frío húmedo de las cascadas y resuena en los oídos el murmullo continuo de las aguas suicidas. Me encuentro solo, senta­do en las piedras mojadas de la covacha. El agua surge a borbotones por la rendija de una roca, limpia, fría, clara como la misma esencia del cristal, dejan­do ver a su través con diafanidad extraordinaria los fondos sedimen­tarios del piloncillo natural que cercaron los cantos. Uno goza al beber en el caudal mismo de su nacimiento aquellas aguas vírgenes, sin manipular siquiera por el sol o por el viento, con sabor a nada, que baja de las entrañas de la Serranía como un efluvio de su propia alma, y se lanza a dos pasos de allí serpen­teando entre las malezas y los pinos jóvenes en busca del precipicio.”

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