domingo, 22 de junio de 2008

OLIVARES DE JÚCAR


Olivares de Júcar es mi pueblo natal, y es para mi uso la puerta de entrada en la comarca manchega para quienes viajan desde la capital a las tierras de don Quijote. Los pueblos de Castilla -me escribió Delibes- quedarán muchos de ellos sólo en los libros. Se cierran las escuelas por falta de alumnado; desaparecen los médicos residentes; un solo cura debe atender a media docena de parroquias, mientras que la juventud desaparece dejando en el lugar a los pensionistas y a la gente mayor, que por razones obvias van desapareciendo poco a poco. Es el signo de nuestro tiempo, bastante negativo y de oscuro porvenir para el medio rural. La inmensa mayoría de estos pueblos recuperan una población desmedida y artificial durante los meses de verano como sitio de vacaciones, fenómeno social que los va sosteniendo, aunque no sabemos durante cuanto tiempo.
Decidí escribir y publicar este libro de costumbres y recuerdos dedicado a mis paisanos en un intento de mantenerlo vivo y a perpetuidad, al menos en el papel impreso.

(el detalle)

“Ese es, el de "abubillos", el apodo colectivo de los hombres y de las mujeres nacidos en Olivares. El origen y la razón del mote es de lo más peregrino que uno pueda imaginarse.
Cuentan, que en aquel oscuro siglo de las leyendas populares que nadie recuerda, y que nadie sería capaz de situar razonable­mente ni en el tiempo ni en el espacio, ocurrió en nuestro pueblo un hecho singular que marcaría a los hombres de entonces, y también a los que vendríamos después, con el sambenito de "abubi­llos", siempre en boca de los moradores de nuestros pueblos vecinos. Pues, parece ser, que una abubilla crestuda, pizpireta y maloliente, de las que de cuando en cuando nos visitan por los alrededores del pueblo, fue a meterse, por aquellas de la casuali­dad, debajo de la piedra mayor de Las Peñazas. Los olivareños, sabedores del hecho, decidieron rescatar el ave de su pesado escon­drijo, pero no removiendo la roca a la fuerza bruta -que ya hubiera sido una sonora barbaridad-, ni abriendo un agujero por debajo de la tierra hasta dar con el inofensivo animal, sino a fuerza de huevazos, es decir, estam­pando huevos de gallina contra la peña hasta que diera la vuelta, y así sacar de nuevo a la luz al bello pájaro cautivo.
Ni qué decir que no lo consiguieron, que todo quedó en un intento fallido que habría de servir para que los habitantes de los pueblos vecinos hablaran de la absurda ocurrencia de nuestros antepasados durante años y años, siglos quizás. Las Peñazas todavía están ahí, amparando por debajo del pueblo una de las muchas curvas en que se dibuja la carretera de La Almarcha, enteritas y cabales, intactas y coscorrudas. Es casi seguro que el espíritu de la abubilla dormirá encantado en su interior mien­tras que el pueblo exista.”

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