martes, 8 de junio de 2010

NUESTROS RÍOS: EL GALLO ( I I )



En un trabajo anterior, publicado hace varias semanas, nos quedamos como encajados entre las peñas y los soberbios farallones por los que el río, dejada atrás la ciudad de Molina, se va colando camino del Santuario de la Virgen de la Hoz, el famoso Barranco, que todo molinés, y por extensión todo guadalajareño que se precie, tiene el sagrado deber de conocerlo y de gozar de sus encantos paisajísticos, regalo de la Naturaleza para aquellas tierras que, especialmente cuando llega el buen tiempo las gentes de los lugares vecinos saben aprovechar.
Del Barranco de la Hoz, del santuario en donde se venera a la Patrona del Señorío, de su majestuosidad paisajística, de su historia y de su tradición, se ha escrito mucho. Existen varias publicaciones acerca de aquel lugar. Los libros, folletos, artículos y reportajes que hablan del Barranco de la Hoz quizá haya que contarlos por cientos. Todos los que hemos pasado por allí y tenemos por oficio contar lo que vemos, hemos sentido la dicha de rellenar cuartillas con el tema de aquel Barranco por contenido. Por su localización, por su historia, por lo que bajo aquellas risqueras encuentran quienes lo visitan, el Barranco de la Hoz es una fuente de inspiración inagotable, donde en cada viaje uno suele encontrarse con algo nuevo.
Pero no es de aquel maravilloso rincón de nuestra geografía provincial, ni del histórico santuario que se esconde bajo las peñas, de lo que hoy nos hemos propuesto hablar, sino del río, de ese Gallo que a paciente roce de espolón fue abriendo a lo largo de los siglos y de los milenios infinitos desde que el mundo existe, aquel tajo admirable por el que se cuela juguetón en corrientes ligeras, dibujando espumas y saltando entre las piedras, los arbustos y las hierbas de sus orillas.
Y así corre el Gallo por parajes infrecuentes, abruptos, pinariegos, hasta la siguiente escala habitada por gentes trabajadoras y honestas de las que da el terreno. Si es invierno, posiblemente se encuentre con dos o tres docenas de personas a lo sumo. Nos estamos refiriendo al pueblo de Torete, pueblo de ribera, de hortelanos de raza, en donde hay tantas cosas que ver y que contar. Los que viven allí de manera continua, y los que lo hacen sólo a temporadas, tienen a su pueblo en palmitas. Son gentes que se desviven por cuidar su imagen, por mantenerlo en permanente estado de revista. Si hay algo que recomendar a los que deseen seguir el cauce del Gallo a su paso por Torete, yo les aconsejaría que se pasaran por la placita en donde está la fuente; allí se encontrarán, parece increíble, con alguna vivienda antigua de tres plantas, construcción rural con profunda raíz molinesa. Alguien me contó que la planta baja se dedicó en otro tiempo al servicio de animales; la siguiente para uso exclusivo de personas, y el piso superior para almacén de grano y de otros productos de la huerta. Cuatro pasos más y a la vuelta de la esquina queda la torre del reloj, y al lado la iglesia. La pequeña iglesia de Torete, ahora nueva, es todo un muestrario de ingenio. En lugar de retablo se reviste el presbiterio con una sabina, cuyas ramas abiertas sirven de peana a las imágenes, al sagrario, y una de ellas, la superior, es a la vez el palo mayor de una cruz con al imagen clavada de Cristo. A lo largo de los muros laterales, además de un artístico Vía Crucis sobre placas de metal en relieve, destaca el rosario más grande del mundo, pues tiene por cadenita una soga y por cuentas cincuenta tabas de pata de buey. Son esas pequeñas maravillas anónimas, tan frecuentes en nuestros pueblos, con las que uno se suele encontrar sin que las busque, y lo que es más, sin que las espere.
A derecha e izquierda el río va nutriendo su caudal con arroyos que bajan de veguillas y cañadas camino de su próxima desembocadura. Allá al fondo, alzadas sobre la vega y a una altura más que respetable, se dejarán ver enseguida desde la ribera las casas de otro pueblo que se las promete interesante: Cuevas Labradas, el último de los muchos por los que se pasea el Gallo desde su nacimiento al pie mismo de las sierras del Tremedal.
Para subir a Cuevas Labradas es preciso salvar una cuesta muy en pendiente, trazada con infinitas curvas. Recuerdo haber visto hace tiempo escalar aquel tramo de carretera a dos o tres turistas a golpe de bicicletas cargadas de equipaje. La escena, ocurrida en pleno verano con toda la fuerza del calor, es de las que toman sitio en la memoria para siempre.
No sé con qué población de hecho contará Cuevas Labradas hoy, en un día cualquiera, lejos de los periodos de vacaciones o del fin de semana. Es posible que no pasen de veinte. En cambio es un pueblo de importantes atractivos, aun dentro del mismo pueblo descartando por el momento las vistas magníficas que todo alrededor tiene sobre las tierras bajas, cuyo protagonismo ostentan por el noreste en la media distancia las riberas del río Gallo. Si entramos al pueblo nos encontraremos en primer lugar con la altiva espadaña de la iglesia, con la torre del reloj alzada como fondo a un callejón estrecho, con la fuente y el juego de pelota, todo en el espacio de sólo unos pasos. A partir de allí sigue adelante la Calle Real en un trecho de longitud de más de doscientos metros, que nos llevan a otra visión distinta desde las afueras, con todos los altos al alcance de la vista, y que no son otros que los dos cerros Mirones, la falda del Cornero, el Puntal de la Hoya, y una puebla de gran volumen que en el pueblo conocen por el Pico del Águila; y en dirección opuesta los Estrechos, algo así como el camino que antes recorrimos en los bajos para llegar al pueblo, entre cuyas risqueras se encaja el río.
Las choperas espesas, perdidas más allá en un juego quimérico de peñas y ramajes, nos ponen en aviso de la cercanía del río mayor, del Padre Tajo, que a menos de una legua de distancia en línea recta, amenaza con adueñarse del contenido del Gallo que sigue su cauce, ahora en silencio, regando huertos, salvando estrechos, sirviendo el caz de algún molino fuera de uso, hasta llegar a su término, al final del trayecto que le marcó la madre Naturaleza en el mítico Puente de San Pedro, paraje brusco de variados y excepcionales encantos, donde sus aguas tomarán un nuevo cauce, con un nuevo destino que allá en las lejanas sierras de su nacimiento ni siquiera hubiera podido pensar; el de la ciudad portuguesa de Lisboa donde habrán de morir definitivamente, o lo que es lo mismo, donde serán absorbidas por el Atlántico inmenso, para el cual nacieron de aquellos claros manantiales de tierra adentro.
Del Puente de San Pedro ya dimos cumplida referencia al hablar del Tajo. La moderna carretera de ancha vía que pasa por allí, también toma parte del paisaje. Desdice del magnífico panorama natural que al correr del Tajo regala el campo a los sentidos del viajero; pero es un medio de comunicación que nos facilita, y mucho, poder gozar del sitio. Váyase, pues, lo uno por lo otro. Ahora, cuando en nuestras tierras es el invierno un hecho real, tal vez no sea preciso recomendar con insistencia el cuidado del paisaje por aquellas alturas, creemos que se cuida solo; pero sí en las demás épocas del año cuando la gente con tanta frecuencia anda por allí. No hay que olvidar que el mayor enemigo del medio natural, el único, es el hombre, y mucho más, por paradoja, a medida que la “civilización” avanza; entonces sí que se impone la necesidad de comportarse como seres civilizados, ahora sin comillas, ya que nosotros mismos formamos parte también de ese mismo entorno natural, y de él necesitamos como se pudiera necesitar del aire, del agua o del alimento para sobrevivir.

(En la foto: Ayuntamiento de Torete)

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