domingo, 27 de junio de 2010

CON ORTEGA Y GASSET POR EL ALTO HENARES



Hoy habrás de otorgarme, amigo lector, la licencia de andar por una comarca muy concreta de nuestra geografía de la mano de uno de los más grandes de la literatura y del pensamiento que ha dado nuestro país en los últimos siglos, el maestro Ortega y Gasset, eminente viajero por la piel de España, que nos dejó unas páginas memorables como consecuencia de su andar a lomos de una mula blanca por “por tierras de Castilla”, como así es el título de su trabajo, y que forma parte de la obra en varios tomos que el autor publicó bajo la portada genérica de “El Espectador”. Maestro del pensamiento y divo del mejor trato en el manejo de nuestro idioma, don José nos otorgó en herencia el resultado de su periplo que de nuevo, tras haberlo vuelto a leer por vez enésima, me dispongo a recorrer a la par de su palabra ajustada y magistral:
«Los pueblos de esta tierra, salvo curiosos casos -escribe el maestro-, son súbitas apariciones que aguardan al viandante puestos en sus barrancos o celadas tras una ladera. No se los ve hasta que se está muy próximo. De lejos se los confunde con la tierra ocre labrada por las aguas en las batientes de los cerros.» Recuerdo ahora cómo la duquesa de Pardo Bazán, en otra crónica viajera bastante similar a la del ilustre filósofo madrileño, plasmó en su cuaderno de apuntes una visión lóbrega, lastimosamente real, de estas vegas ahora semidesiertas en las que tan sólo cuando llega el otoño, rompe el silencio de sus atardeceres el silbato del ferrocarril y el azote de los vientos sobre las espadañas de sus iglesias y sobre las esquinas de sillar de sus viejas torres.
Horna, Guijosa, Mojares, Alcuneza, Cubillas, son algunos de esos lugares que reposan adormecidos y mermados desde hace más de un cuarto de siglo por aquellos pagos. Todos ellos, con un censo inferior a las doscientas almas en su conjunto, están acogidos en lo administrativo como barrios anejos al ayuntamiento de Sigüenza, y con esa ciudad forman, de manera conveniente pero hasta cierto punto antinatural, el todo absoluto del moderno municipio seguntino.
Horna, el más alejado de todos, rayano ya con los campos de Medinaceli por Sierra Ministra, es tal vez, si no el más importante, sí el más carismático y el más representativo de los pueblos situados en el valle. En el término de Horna, no lejos de las últimas casas del lugar clavadas en la umbría, en medio de una praderilla pedregosa al pie de robustos nogales y de románticas acacias, brota a borbotones del santísimo suelo, en la llamada Fuente del Jardín, el río Henares, el que durante varios siglos tajó por sus vegas un carril que alguien llamó de la civilización, como así testifican con su pasado y presente las viejas ciudades universitarias de Sigüenza y Alcalá, y la propia capital de Guadalajara, cuyas orillas lame, foco de esplendores culturales y de mecenazgos de altura en tiempo de los Mendoza.
El pueblecito de Horna ofrece hoy al visitante, dentro de su poquedad, un curioso torreón del siglo XVIII para el reloj municipal, una espectacular espadaña de sillería sobre el antiguo edificio de su iglesia, y un paraje acogedor cercano al pueblo, en el que se encuentra la ermita patronal de la Virgen de Quintanares, con multitudinaria romería en aquella pradera donde refiere la tradición que la Madre de Dios se apareció a una distinguida mujer de la villa de nombre Violante.
Con referencia al Horna que tiempo atrás conociera el maestro Ortega durante su viaje por aquellas tierras en pleno mes de agosto, dijo que «es un pueblecillo cuyo caserío es empleado para arrebujarse por un cerrete cónico: las construcciones forman como los pliegues ascendentes de un capote de paño duro que ciñera un cuerpo. Las proximidades abundan en huertos donde se cultivan patatas, judías y cáñamo» . Son ochenta años los que han debido transcurrir desde entonces. Horna, sus casas y sus calles ofrecen un aspecto diferente, más acorde con los nuevos tiempos y con las nuevas maneras de vivir, pero se encuentra sin manos jóvenes, sin gente que sea capaz de sacar adelante su vega fértil.
Alcuneza es tal vez el segundo pueblo en importancia, aunque el número de habitantes que todavía sostiene pudiera ser ligeramente mayor al de cualquier otro. Se tiene noticia de su existencia desde tiempos muy antiguos, por los menos desde los años del rey ancho IV el Bravo de Castilla, del que todavía existe un documento fechado en 1288, en el que se hace referencia a esa heredad. El nombre parece provenir del Al-kunaysa de los árabes, que quiere decir “la iglesia”, seguramente por ser éste el edificio más antiguo y el que más destaca del pueblo por su situación. Nuestro autor escribe, refiriéndose a él y a su situación sobre la costra del suelo mesetario: «El valle se estrecha anunciando un recodo, donde va a desembocar en otro valle. En el vértice de este recodo, del otro lado de las aguas y vigilando ambos valles, aparece agarrado a una cuesta el caserío de Alcuneza, un pueblo alerta».
Se ve que no llegó a entrar en Alcuneza el ilustre pensador. De haberlo hecho, hubiese tocado su curiosidad la Peña de la Torre, una roca descomunal en cuyas oquedades abiertas por el exclusivo arte de la Naturaleza, aparecen cuevas oscuras y muy profundas que las gentes del pueblo solían utilizar como almacén de aperos, de establo o de porqueriza. La iglesia es un bello ejemplar de origen románico, procedente quizás de las primeras décadas del siglo XIII. El arquillo de entrada ataja el paso al jardín con una verja de hierro, y dos campanas cuelgan mudas en sus respectivos de la espadaña mirando al poniente. La iglesia de Alcuneza está dedicada a la Cátedra de San Pedro en Antioquia, y en ella se venera la imagen de un Cristo que las gentes del lugar tienen por muy milagroso.
Cubillas y Mojares duermen el largo sueño de su soledad uno sobre el alto y otro en los fondos del valle del Henares, uno a la derecha y otro a la izquierda del río, de la carretera que lleva hasta Medinaceli y de las vías del ferrocarril. Son los dos lugares más despoblados de aquella comarca, reservas de calma y de silencio que apenas se rompe durante el verano y en los fines de semana de otoño y primavera. Según acabo de comprobar, con en datos de diferentes épocas, apenas si Cubillas superó en algún momento el medio centenar de habitantes, pese a sus muchos siglos de antigüedad, como bien atestigua su iglesia de San Juan Bautista, con todo merecimiento entre nuestras estampas más señeras del arte románico rural. Y mojares, tal para cual, despoblado y escondido junto a una fértil ribera que dio de todo y que en buena parte abasteció durante siglos al mercado de Sigüenza.
No me resisto a incluir, aunque separado de contexto, este manojo de frases, fruto de reflexión, del maestro Ortega; resumen de cuanto vio y escribió durante aquel viaje, y que pasado el tiempo se nos antoja ajustado, distinto pero ajustado, en homenaje a aquella tierra, pura esencia de la literaria Castilla:
«¡Esta pobre tierra de Guadalajara y Soria, esta meseta superior de Castilla!... ¿Habrá algo más pobre en el mundo? Yo la he visto en tiempo de la recolección, cuando el anillo dorado de las eras apretaba los mínimos pueblos en un ademán alucinado de riqueza y esplendor. Y, sin embargo, la miseria, la sordidez triunfaba sobre las campiñas y sobre los rostros como un dios adusto y famélico atado por otro dios más fuerte a las entrañas de esta comarca.
Pero esta tierra que hoy podría comprarse por treinta dineros como el evangélico “azeldama”, ha producido un poema -el Myo Cid- que allá en el fin de los tiempos, cuando venga la liquidación del planeta, no podrá pagarse con todo el oro del mundo.»

Guadalajara, 2005
(En la fotografía, el castillo de Guijosa, antes de la reciente restauración)

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