La personalidad no sólo mística, sino también literaria de San Juan de la Cruz, me ha interesado siempre. Me gusta leer sus escritos, y siempre que se presentó la ocasión acudí, por el respeto y la admiración que merecen, a los lugares donde se dieron algunos hechos fundamentales de su vida, y también de su muerte, tales como la habitación del convento de Úbeda donde murió en 1591, o su enterramiento en la ciudad de Segovia donde se veneran sus restos mortales.
La reciente lectura del más extenso de sus poemas, el “Cántico espiritual”, ha despertado en mi memoria imágenes vividas, escenas de cuarenta años atrás cuando por motivos de profesión me correspondió vivir en Pastrana durante algunos años.
Los lugares teresianos de Pastrana, que San Juan de la Cruz pudo compartir con la Santa Reformadora, son quizá los que conservo marcados con más fuerza entre los pliegues de la memoria. La huerta del convento, con todo tipo de hortalizas y granados; las cuevas horadadas en la peña, donde es de fe que solía dormir el Santo; la estrecha y complicada senda para bajar a hasta ellas desde la huerta, se hacen presentes en mi recuerdo con cierta frecuencia; y siempre cuando como en estos días he pasado los ojos por el “canto XXXVII” del ya dicho poema, en el que describe como nadie aquel lugar, y aquella misma impresión en palabras de la Esposa (el Alma), y que dicen así:
“Y luego a las subidas
cavernas de la piedra nos iremos,
que están bien escondidas,
y allí nos entraremos,
y el mosto de granadas gustaremos”
¿Es o no es, amigo lector, un documento fiel del escogido rincón de la Alcarria, del que te hablo?
(En la fotografía, interior de la cueva de San Juan de la Cruz en la huerta del convento de Pastrana)
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