miércoles, 1 de febrero de 2012

EN RUTA DE CASTILLOS


            A nuestra tierra, también a la de más al norte y a la de más al sur, se le llama Castilla por eso precisamente, por la gran cantidad de fortificaciones que en ella se edificaron en tiempos del Medievo, y que en malo o en peor estado se mantie­nen todavía en pie a lo largo y a lo ancho de toda ella; en la mayor parte de los casos como recordatorio de un pasado que a buen seguro no sólo se limitó a dejar unos cuantos muros en pie sobre la colina, la muela o el pedestal de roca, sino que marcó honda huella en nuestras costumbres, en nuestra forma de ser, en el particular carácter que arrastramos los castellanos y que surge a flor de piel apenas se hurga en los entresijos de nuestra personalidad avalada por la misma Historia. No somos mejores ni peores que los demás, somos gente de tierra adentro acostumbrada a encontrar entre el polvo de los siglos que envuelve los legajos de una vieja sacristía, o entre las piedras de un castillo en ruinas, toda una serie de añosas virtudes, y de viejos defectos también, que no sólo asumimos, sino que hacemos nuestros como algo connatural.
            Por circunstancias que en este momento no vienen al caso, anduve durante dos o más años embutido en un periodo de nuestra historia bastante alejado del siglo en que vivimos. La Castilla del siglo XV -por la que volun­ta­riamente anduve enredado durante todo ese tiempo, con las tierras de Guadalajara colocadas siempre en lugar preferente, como así lo testifican nuestros castillos-, fue en aquellos tiempos el ombligo de toda la Historia de Occidente. Luego lo sería todavía más, una vez descubierto el Nuevo Mundo.
            Resulta un gozo volver la vista atrás y darse un paseo, a través de los libros y de la imaginación, por aquellos escogidos lugares de asiento donde se celebraron fastuosos festines, se derramó sangre, se encerraron prisioneros en las mazmorras, y se urdieron leyendas sobre las que de vez en cuando conviene volver.

            El Dr. Herrera Casado, don Antonio, vecino de página en el diario Nueva Alcarria desde hace más de seis lustros, coautor de algunas publicaciones, editor de mis libros, y amigo sobre todo lo demás, me envió hace ya tiempo el último de los volúmenes escritos por él, número 24 de la colección "Tierras de Guadalajara" al que titula Guía de Campo de los Castillos de Guadalajara, que hoy, años después, he vuelto a ojear. Dejando a un lado su magnífica presentación (que se da por supuesta) y el acierto y buen orden al mostrar los contenidos (que también se da), sería justo calificar la obra como de utilidad pública, aunque la manida frase  pueda sonar a visión subjetiva producto de la amistad. No, no es así.
            Uno reconoce haber sentido desde siempre cierto interés por este tipo de publicaciones, y no ha desaprovechado la ocasión de adquirir cuando le ha sido posible, y de conocer a fondo todo lo mejor que sobre el particular cayó en sus manos, y ahí incluye el "Castillos de España" de don Carlos Sarthou Carreres, al que por muy poco no llegó a conocer en su casa de Játiva, pero sí a su hija Lidia y al inmenso tesoro de su biblioteca; y el "Castillos de Guadalajara" de don Francisco Layna, padre y señor por excelencia de nuestra historia y de nuestro arte provincial; y algunos otros menos señeros, más de andar por casa, que durante los últimos años se han dejado ver en los escaparates de las librerías con mayor o menor fortuna.

            El libro del Dr. Herrera tiene poco que ver con los antes referidos; se trata de una guía útil, bien documentada, libro de bolsillo o de guantera de automóvil, para llegarse al sitio valiéndose de él y documentarse in situ a través de su lectu­ra. Su autor conoce el tema con profundidad, ha paseado las ruinas, ha fotografiado las piedras, ha buscado después en los libros de Historia y en otros documentos quiénes fueron los que ocuparon aquellas fortificaciones, quiénes las ocuparon, cuando y por qué, que acontecimientos más destacables ocurrie­ron allí; y si todo era poco, también nos indica en su libro el camino por donde ir y a veces hasta el lugar más próximo en que aparcar el coche. Ni qué decir que sobre tipos de casti­llos, estructura y partes de que constan, castillos desapare­cidos, castillos de los moros, castillos mendocinos, y tantas curiosidades más en torno al tema, figuran en el libro a manera de curso rápido sobre todo lo que se debe saber para estar al día.
            Hasta cincuenta y un castillos de la Provincia he podido contar en el índice a los que, con un estupendo servicio de fotografías, planos y dibujos, se hace referencia en esta publicación. Castillos famosos, restaurados, puestos hoy en servicio con funciones bastante diferentes a las que tuvieron en otro tiempo, como pudieran ser el de Sigüenza, ahora para­dor de turismos, o el de Torija, museo del "Viaje a la Alca­rria" de Cela, primero que sepamos dedicado a un libro y posteriormente, además, a muestrario de esta tierra a expensas de la Diputación Provincial. Casti­llos, por el contrario, de difícil localización y de muy escasa nombradía, pero que figuran en la historia particular de Guadalajara y de los cuales apenas queda algún muro en pie como testimonio, tales como el de Inesque en el término de Pálma­ces, el de Diempures en Cantalojas, el de Hita sobre su pulido cerro, o el de Alpetea en el Alto Tajo, que si lo fue o no lo fue, de él queda la fortísima peña con el nombre y la leyenda del caballero Montesinos, una de las más conocidas y con más profunda raíz en todos los puevblos de su entorno.

            El Castillo, el Castillejo, el Castellar... Las tierras de Guadalajara están plagadas de topónimos que se repiten una y otra vez por casi todos los pueblos y en todas las comarcas. Cualquier altillo en las afueras del lugar se reconoce por alguno de esos nombres, aunque no aparezca rastro alguno de lo que el nombre nos da a entender. Valga el caso del Castillo de Motos para explicar­lo. Aquel castillo, del que no queda una sola piedra, lo mandó construir junto al pueblo un personaje nefasto, para desde allí dirigir el pillaje contra las personas y los bienes de los campesinos de la comarca. Lo mandaron destruir los Reyes Católicos y no dejaron de él señal alguna. Otros fueron desa­pareciendo poco a poco, en tanto que los lugareños se llevaban sus piedras para construir corralizas, viviendas, tainas o parideras de ganado, quedando solamente el nombre como recuerdo para la posteridad.
            Soñamos con que el turismo cultural acabará por ponerse de moda. Los castillos, los pueblos, los lugares en fin donde la Historia tuvo a bien detenerse, comienzan a ser motivos de especial interés para los viajeros. Muy cerca de nosotros tenemos un apretado filón de estos motivos de interés, añosas piedras portadoras de mensaje que de alguna manera nos obligan a que las conozcamos y a que sepamos algo del porqué de su existen­cia. El libro que aquí se comenta pudiera ser el mejor compa­ñero de viaje.

(En la fotografía, aspecto actual del castillo de Pioz) 

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