Hay sucesos a centenares y acontecimientos en la viada de los pueblos que la tradición oral conserva casi de manera milagrosa por encina de los siglos, ya que ni las viejas crónicas de su tiempo ni
El rey Alfonso VIII de Castilla, veinteañero a la sazón por aquellas fechas, había organizado una gira por las sierras sureste de la actual provincia de Guadalajara, reclutando personal para la reconquista de la ciudad de Cuenca, que llevaría a efecto con éxito poco tiempo después, en la madrugada del día de San Mateo del año 1177. Como pago la lealtad y al buen servicio prestado por sus gentes, solía otorgar a los pueblos amigos alguna que otra merced, consistente por lo general en ordenanzas o fueros, títulos de nobleza o territorios en propiedad, cundo no la construcción de alguna fortaleza, iglesia o monasterio, según el estilo arquitectónico al uso que era el románico. Toda Castilla aparece salpicada de pruebas de gratitud de este tipo, otorgadas como reconocimiento en nombre del rey, tantas de ellas desaparecidas, cuando no maltrechas o en estado de ruina. Ese fue el caso de la pequeña fortaleza, ya desaparecida, de Ocentejo, puesta sobre la pétrea prominencia que hay junto al pueblo, a la que todavía los vecinos del lugar conocen por “El Castillo”, y de la iglesia aneja, ambas voladas por los ejércitos franceses cuando la invasión napoleónica; fatalidad a la que habría que unir la quema de pergaminos y de archivos del ayuntamiento poco tiempo después, cuando las llamadas Guerras Carlistas.
Parece ser que los Carrillo de Albornoz ocuparon durante más de un siglo el castillo de Ocentejo, y entronizaron en la primitiva iglesia una imagen de Nuestra Señora del Rosario, que muy pronto gozaría del fervor popular entre las buenas gentes de aquella comarca.
Varios miembros de los Carrillo de Albornoz, noble familia conquense con una importante rama en la villa de Beteta, de la que fueron señores, eran de un natural violento, hasta el punto de registrarse en su brillante historia algún lamentable caso de fratricidio, como bien se hace constar en los anales dela villa cuando hablan de don Pedro a manos de su hermano don Álvaro, cuyos restos mortales recibieron sepultura en su propia capilla de la fortaleza familiar. Pese a todo, el pueblo de Ocentejo y las aldeas de su contorno, solían beneficiarse de la generosa condición de algunas de las señoras de los Albornoz, a las que acudían ante cualquier aprieto con la seguridad de ser atendidas con prontitud y con largueza.
La vida hasta aquí había transcurrido como una balsa de aceite en el pequeño castillo alzado sobre la roca; una estampa feliz de la vida social entre las familias distinguidas de
Sucedió que cuando las guerras de Granada, los señores del castillo fueron requeridos por la autoridad real con sus pequeñas mesnadas para tomar parte en la que habría de ser la última batalla de
No todo salió como los señores habían previsto. Una adolescente llamada Beatriz, adorable pimpollo de la familia Albornoz, nacida en aquellas sierras y enamorada desde muy niña de su paz y del incomparable paisaje que había sido testigo de sus juegos de infancia, se negó a abandonar el solar de sus mayores acompañada de su aya, la fiel Aldonza, a la que amaba tanto como a su propia madre. Señora y aya quedaron pues como únicas residentes en el castillo, aparentemente inexpugnable, como desafío a cualquier peligro en el que en un principio no cabía pensar.
Mas sucedió. Una tarde de otoño, tranquila y fría por aquellas sierras, el pueblo de Ocentejo sintió por las inmediaciones de sus huertas el relincho de los caballos y el cruzar vertiginoso de los hombres de la media luna, por entre el tupido juego de arbustos y de maleza que rodeaba al pueblo. Alguien se apresuró a subir entre dos luces y a llevar a las solitarias habitantes del castillo la alarmante noticia. No había por donde escapar. Beatriz, y su haya la fiel Aldonza, bajaron enseguida la escalinata de piedras sillar que separaba el mínimo patio de armas de la iglesia del Rosario. Rezaron un instante, se encomendaron a
-¡Madre! -gritó asustada la infeliz con sus escasas fuerzas- Concédenos la dicha de que la tierra nos haga desaparecer; de que las peñas nos traguen antes que nuestros cuerpos se vean profanados por los enemigos de nuestra fe.
Dicen que se abrieron las rocas, y que encerraron en sus entrañas a la adolescente Beatriz y a la fiel Aldonza, de las que jamás nadie supo nada. Las buenas gentes de Ocentejo aseguran que en determinadas noches de otoño, cuando el viento de la sierra rompe el silencio y sube a chocar contra las duras esquinas de la peña, se pueden escuchar los lamentos de las dos desdichadas que todavía penan allí, nadie sabe con qué suerte de tormentos, en el lugar preciso en donde hace siglos sucedieron estas cosas, y que en el pueblo conocen por “El Tapón de Encantamiento”.
(La fotografía nos muestra la peña sobre la que estuvo el pequeño castillo de Ocentejo)
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