martes, 28 de febrero de 2012

"EL TAPÓN DE ENCANTAMIENTO"


            Hay sucesos a centenares y acontecimientos en la viada de los pueblos que la tradición oral conserva casi de manera milagrosa por encina de los siglos, ya que ni las viejas crónicas de su tiempo ni la Historia se han querido responsabilizar de su presumible o dudosa veracidad. Son las leyendas, relatos pintorescos extendidos por toda Castilla, casi todos de origen medieval, donde la penumbra de la España mora convertida en lugar común, las envuelve en un valle inaccesible de misterios, que en cualquier caso supone siempre un verdadero gozo el simple hecho de pretender entrar en él. Guadalajara toda, y muy en especial la agreste serranía del Alto Tajo, aparece plagada de hermosos relatos a punto de desaparecer para siempre, como éste, que de una manera sucinta intentaré contar, empleando los mismos datos y distinto lenguaje a como a mí me la contaron hace algunos años, paseando plácidamente por los caminos en sombra una tarde gris por los alrededores de Ocentejo, junto al lugar donde dicen que ocurrieron los hechos.

            El rey Alfonso VIII de Castilla, veinteañero a la sazón por aquellas fechas, había organizado una gira por las sierras sureste de la actual provincia de Guadalajara, reclutando personal para la reconquista de la ciudad de Cuenca, que llevaría a efecto con éxito poco tiempo después, en la madrugada del día de San Mateo del año 1177. Como pago  la lealtad y al buen servicio prestado por sus gentes, solía otorgar a los pueblos amigos alguna que otra merced, consistente por lo general en ordenanzas o fueros, títulos de nobleza o territorios en propiedad, cundo no la construcción de alguna fortaleza, iglesia o monasterio, según el estilo arquitectónico al uso que era el románico. Toda Castilla aparece salpicada de pruebas de gratitud de este tipo, otorgadas como reconocimiento en nombre del rey, tantas de ellas desaparecidas, cuando no maltrechas o en estado de ruina. Ese fue el caso de la pequeña fortaleza, ya desaparecida, de Ocentejo, puesta sobre la pétrea prominencia que hay junto al pueblo, a la que todavía los vecinos del lugar conocen por “El Castillo”, y de la iglesia aneja, ambas voladas por los ejércitos franceses cuando la invasión napoleónica; fatalidad a la que habría que unir la quema de pergaminos y de archivos del ayuntamiento poco tiempo después, cuando las llamadas Guerras Carlistas.
            Parece ser que los Carrillo de Albornoz ocuparon durante más de un siglo el castillo de Ocentejo, y entronizaron en la primitiva iglesia una imagen de Nuestra Señora del Rosario, que muy pronto gozaría del fervor popular entre las buenas gentes de aquella comarca.
            Varios miembros de los Carrillo de Albornoz, noble familia conquense con una importante rama en la villa de Beteta, de la que fueron  señores, eran de un natural violento, hasta el punto de registrarse en su brillante historia algún lamentable caso de fratricidio, como bien se hace constar en los anales dela villa cuando hablan de don Pedro a manos de su hermano don Álvaro, cuyos restos mortales recibieron sepultura en su propia capilla de la fortaleza familiar. Pese a todo, el pueblo de Ocentejo y las aldeas de su contorno, solían beneficiarse de la generosa condición de algunas de las señoras de los Albornoz, a las que acudían ante cualquier aprieto con la seguridad de ser atendidas con prontitud y con largueza.
            La vida hasta aquí había transcurrido como una balsa de aceite en el pequeño castillo alzado sobre la roca; una estampa feliz de la vida social entre las familias distinguidas de la Baja Edad Media, de la que tanto sabemos como aportación a los siglos venideros por la literatura de la época.

            Sucedió que cuando las guerras de Granada, los señores del castillo fueron requeridos por la autoridad real con sus pequeñas mesnadas para tomar parte en la que habría de ser la última batalla de la Reconquista, que traería como consecuencia la expulsión definitiva de los moros y con  ella la unidad nacional. Al punto de partir, los señores desearon poner a salvo a su familia antes de abandonar el castillo por miedo al posible ataque imprevisto por parte de ciertos grupos de insurrectos musulmanes, escondidos según se sabía por las cuevas y ocultos vericuetos de aquella sierra. Decidieron pues trasladar a sus mujeres e hijos al castillo de Torralba, más seguro y protegido que la peña de Ocentejo, en tanto que ellos acudían a la apremiante llamada de los Reyes Católicos, dispuestos a librar la última y definitiva batalla después de casi ochocientos años de pelea contra los invasores de la media luna.
            No todo salió como los señores habían  previsto. Una adolescente llamada Beatriz, adorable pimpollo de la familia Albornoz, nacida en aquellas sierras y enamorada desde muy niña de su paz y del incomparable paisaje que había sido testigo de sus juegos de infancia, se negó a abandonar el solar de sus mayores acompañada de su aya, la fiel Aldonza, a la que amaba tanto como a su propia madre. Señora y aya quedaron pues como únicas residentes en el castillo, aparentemente inexpugnable, como desafío a cualquier peligro en el que en un principio no cabía pensar.
            Mas sucedió. Una tarde de otoño, tranquila y fría por aquellas sierras, el pueblo de Ocentejo sintió por las inmediaciones de sus huertas el relincho de los caballos y el cruzar vertiginoso de los hombres de la media luna, por entre el tupido juego de arbustos y de maleza que rodeaba al pueblo. Alguien se apresuró a subir entre dos luces y a llevar a las solitarias habitantes del castillo la alarmante noticia. No había por donde escapar. Beatriz, y su haya la fiel Aldonza, bajaron enseguida la escalinata de piedras sillar que separaba el mínimo patio de armas de la iglesia del Rosario. Rezaron un instante, se encomendaron a la Virgen, y salieron a punto de cerrar la noche con intención de esconderse en cualquiera de los recovecos abiertos en las peñas más próximas en un intento desesperado de salvar sus vidas. No les fue posible. La astucia mahometana y las referencias que algunos insurrectos tenían acerca de la belleza de Beatriz, les había motivado para tomar el castillo a toda costa y sin ningún tipo de impedimento. Cuando salieron de la iglesia, los moros habían alcanzado ya las almenas del castillo y algunos bajaban apresuradamente hacia donde ellas estaban, dejando brillar a la luz de la luna las hojas de sus alfanjes. Beatriz, delicada y tierna como flor silvestre nacida en las vegas del Tajo, se volvió de manera instintiva hacia la Señora y Patrona del castillo, cuya imagen todavía se podía distinguir por la puerta entreabierta, a la luz pobre de un velón de cera.
            -¡Madre! -gritó asustada la infeliz con sus escasas fuerzas- Concédenos la dicha de que la tierra nos haga desaparecer; de que las peñas nos traguen antes que nuestros cuerpos se vean profanados por los enemigos de nuestra fe.
            Dicen que se abrieron las rocas, y que encerraron en sus entrañas a la adolescente Beatriz y a la fiel Aldonza, de las que jamás nadie supo nada. Las buenas gentes de Ocentejo aseguran que en determinadas noches de otoño, cuando el viento de la sierra rompe el silencio y sube a chocar contra las duras esquinas de la peña, se pueden escuchar los lamentos de las dos desdichadas que todavía penan allí, nadie sabe con qué suerte de tormentos, en el lugar preciso en donde hace siglos sucedieron estas cosas, y que en el pueblo conocen por “El Tapón de Encantamiento”.

(La fotografía nos muestra la peña sobre la que estuvo el pequeño castillo de Ocentejo)

No hay comentarios: