martes, 27 de marzo de 2012

POR LAS CALLES DE LA VIEJA CIUDAD


            El viento de la tarde arrastra las hojas secas que volaron de los árboles a lo largo de la Avenida del Ejército. Por la acera en sombra camina delante de mí una señora con la cabeza liada en una bufanda de colorines. Aunque en seguida anochece, las tardes de invierno en Guadalajara se hacen eternas cuando uno siente la obligación de salir a la calle, pero conviene hacerlo, aunque como en la tarde de hoy tan sólo sea por el capricho de ver, y de soñar, por las viejas calles de la ciudad, tal vez las menos frecuentadas por los caminantes, sobre todo desde que se impuso la moda, o la necesidad, de andar en automóvil.
            Los cientos de pequeñas pirámides de piedra alineadas sobre la fachada del Infantado, reciben a estas horas la última luz del sol poniente. La sólida pelambrera de los dos salvajes que sostienen el medallón heráldico de los Mendozas, sobre la portona principal del palacio, parece más rizada por efecto de las bajas temperaturas. La tarde es seca a pesar de los fríos. Tras los muros se escucha el grito sórdido del silencio, se adivina latir a través de la piedra el corazón arrítmico de los ilustres personajes que vivieron allí, que no fueron pocos y que casi todos dejaron tras de sí una estela de su pasado que ni siquiera el correr de los siglos ha conseguido borrar. Han ocurrido infinitas historias detrás de aquellas paredes venerable, que bien merecerían ser recogidas en un anecdotario, trascendentes unas y frívolas otras, de las que ha llegado noticia hasta nosotros. De todos los acontecimientos que durante su historia se guisaron allí, me quedo con la boda de Felipe II con Isabel de Valois, su tercera mujer; con la muerte en la más lastimosa soledad de la reina doña Mariana de Neubourg, viuda del desdichado Carlos II; con las correrías por el patio de los leones del romántico francés Víctor Hugo, que probablemente llegase a vivir allí siendo niño, y, desde luego, con la improvisada boda de doña Juana de Mendoza, viuda del Adelantado Mayor de Castilla  muerto en Aljubarrota, más conocido par “La rica hembra de Guadalajara”, con don Alonso Enríquez, Hijo del Maestre de Santiago don Fadrique, sin otra razón que argumentar que “para que no se dijese que hombre alguno, fuera de su marido, había osado abofetearla”.
            Pero sigamos adelante. Los relieves del bellísimo patio se dejan ver por un instante desde la calle como un juego fantástico de imágenes en la penumbra, donde la piedra de Tamajón en formas abigarradas, simétricas, gloriosas casi, guarda a perpetuidad el fausto recuerdo de los señores duques que hace más de cinco siglos la mandaron esculpir. Afuera, la estatua en bronce del Gran Cardenal parece proteger, capelo y báculo como enseña, la augusta mansión familiar ocupada hoy en otros menesteres.
            Poco más adelante, sin salir de la Guadalajara renacentista, nos encontramos ante los dos motivos arquitectónicos de interés especial que tan a menudo pasan desapercibidos para los guadalajareños: la iglesia de Santiago Apóstol, antiguo convento de Madres Clarisas cuya fundación se debe a Doña Berenguela de Castilla, y frente por frente al patio enrejado de otro viejo convento, el de la Piedad, al respaldo del palacio de don Antonio de Mendoza (Instituto de Bachillerato), del que resulta sencillamente admirable la portada plateresca de su iglesia, escondida y sombría, en cuya piedra bellamente trabajada se advierte el ingenio de su creador, el gran Alonso de Covarrubias. Cuatro pasos más adelante, ahora en la acera opuesta, nos llama la atención la pomposa fachada de la casa de Correos y Telégrafos, una de las más representativas y elegantes de Guadalajara, centenaria también pese a su magnífico estado de conservación, frente a la que bien vale la pena detenerse.
     

       De paso hacia la iglesia de Santa María de la Fuente ahí tenemos el campanario del palomarcito de San José, perteneciente al convento barroco de las Madres Carmelitas, con los escudos en piedra de Mendoza y Frías, uno a cada lado de la vieja imagen del titular puerta en su hornacina. La campana de Carmelitas tañe a oración cuando cae la tarde, mientras que el ruido de los coches que vienen y que van por la antigua carretera de Zaragoza marcan el contraste entre dos mundos diferentes, que como en pocos lugares están representados aquí por la paz interior de la clausura y por el bullicio del mundo que se manifiesta de puertas para fuera.
            Delante de la fachada del palacio de los Marqueses de Villamejor hay tres cipreses. El ciprés es el árbol de hoja permanente que evoca como ningún otro la esencia de estos atardeceres moribundos del invierno por los que la ciudad vieja parece sentir una profunda devoción. El palacio de los Marqueses de Villamejor, también de la Cotilla, es una de las joyas escondidas del siglo VXIII, de las que todavía quedan, sin contar con ella, otra media docena más repartidas por las calles de Guadalajara en mejor o en peor estado, sólo una muestra de lo que antes debieron ser. Son muy pocos los guadalajareños que conocen en el interior de este palacio donde vivió Romanones, el bellísimo Salón Chino, restaurado recientemente, cuyas paredes están empapeladas con infinidad de figuras orientales, pintadas a mano en el Lejano Oriente, y que para mi uso viene a representar una de las novedades, si no la primera, que un poco como secreto bien guardado aparece en la larga relación de nuestro patrimonio.
            Los aleros, el friso, los cupulinos con los que se rematan los cubos de las esquinas en la capilla de Luis de Lucena, obra magnífica del siglo XVI y único resto de la desaparecida iglesia de San Miguel, significan el punto final de un paseo improvisado por la Guadalajara soñolienta que a estas alturas de la tarde se envuelve entre dos luces. Luis de Lucena fue un sabio humanista del siglo XVI, nacido en Guadalajara, que diseñó, costeó, y dirigió las obras de la iglesia desaparecida y de esta que fue su capilla aneja. Este pequeño monumento se ha restaurado en su interior en fechas relativamente recientes, lo que nos permite poder contemplar los escasos frescos que quedan sobre sus muros, obra de uno de los artistas más brillantes del Renacimiento italiano, el pintor florentino Rómulo Cincinato, traído a España por Felipe II para colaborar con su arte al embellecimiento de El Escorial, quien llegado aquí encontró tiempo para dejar su huella de gran maestro en este sencillo oratorio que ha llegado hasta nosotros, digamos milagrosamente.
            Y más abajo, con su torre difuminada entre las tinieblas, la iglesia concatedral de Santa María de la Fuente, otro de los principales emblemas de la ciudad, con su torre mudéjar y sus portadas de rico sabor moruno. Ahí a un lado, donde antes hubo un banco, luego un colegio, y ahora un establecimiento de usos diferentes, estuvo el más antiguo palacio de los Mendozas, la primera casa solar de la familia en la que nació el Gran Cardenal; y algo más allá, sin salir de la misma plaza de Santa María, los escasos restos de otro palacio, el de los Guzmán, en donde vino al mundo don Nuño Beltrán de Guzmán, fundador de la otra Guadalajara, de la mejicana que es capital del estado de Jalisco, cuyo nombre como el de tantos más nacidos por estos pagos, resultan míticos, como las piedras de la Guadalajara vieja, las que aún están y las que se perdieron, que son las más, sin dejar siquiera razón de su paradero.

(las fotos nos muestran detalles de el Palacio de los duques del Infantado, Iglesia de Santa María de la Fuente, y capilla Luís de Lucena)

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