jueves, 12 de julio de 2012

LAS SIETE MARAVILLAS DE GUADALAJARA ( I )



No hace mucho, y de manera puramente casual, leí en una publicación desacertada y sin pies ni cabeza, que en la provincia de Guadalajara hay pocas cosas y lugares que valga la pena conocer. Pienso que el autor de aquel trabajo, al que no conozco ni siquiera sé su nombre, tiene la poca fortuna de desconocer, aun en lo más elemental, la realidad palpitante de estas tierras de la vieja Castilla. Se ve que ha pateado poco, que ha leído menos, que no ha sido espectador de paisajes, de costumbres y fiestas, de vivencias de corazón a corazón; que no ha llegado a escudriñar en los rincones donde se guarda lo mucho que por aquí tenemos de singular y de indiscutible valor. No conoce Guadalajara, ¡vaya!, y en esas condiciones es muy arriesgado ponerse delante del ordenador y ponerse a escribir, sólo por el morbo de colgarse en la solapa la vana medalla de la erudición. En ello he pensado muchas veces, y me ha dado pie para confeccionar mi lista personal de encantos, de los que el guadalajareño amante de la tierra donde nació, puede sacar fundados motivos para sentirse orgulloso.


No sé el tiempo que esta breve glosa me puede ocupar; pero vamos allá con el empeño de dejar claro que Guadalajara es un provincia afortunada, en donde hay mucho que ver y poco que quitar, infinitos detalles de valor que conviene sacudir del arcón de la ignorancia, armatoste de desván que cada cual llevamos dentro y que suele hallar acomodo más en la mente que en el corazón.
Guadalajara, esta tierra de paso que nos sostiene y nos alimenta, donde creo que todos nos encontramos más o menos bien, es un joyero sin destapar, es todavía el buen paño que en el arca se vende. Pienso a veces si no sería mejor dejarla sin sacar del escaparate, y ello por dos razones, la primera porque la popularidad y el excesivo manoseo, queman y desgastan, sin que exista la posibilidad de devolverla a su primer estado; la segunda, porque no todo el mundo está dispuesto a tratar las cosas, incluidos el campo y el paisaje, con el respeto que merecen.
Guadalajara no tiene sólo siete maravillas como el mundo, tiene más, muchas más. A pesar de todo, llegada la hora de colocar en su debido orden algunas de ellas, las que en este caso -en mi caso- son las más llamativas, valiosas e interesantes, ahí van siete de ellas. No sé si en el orden correcto por aquello de ser cuestión de gustos; lo que sin embargo es cierto, es que atendiendo a las particulares circunstancias a favor de cada una de ellas, pudieran muy bien ser éstas, y no otras “Las siete maravillas de la provincia de Guadalajara”. A saber:


El Palacio de los Duques del Infantado se encuentra en la capital de provincia. Su fachada principal y el llamado “Patio de los leones”, son una muestra magistral del arte plateresco español, y un ejemplo palpable del mejor hacer arquitectónico ornamental del largo siglo del Renacimiento. Es, sin duda, el monumento de la provincia más conocido dentro y fuera de España, y nuestro mejor embajador en los libros de Arte.

Su construcción se inició en el año 1480, por mandato del segundo duque del Infantado, don Iñigo López de Mendoza, si bien, casi un siglo más tarde, el quinto duque realizó en él ciertas reformas que añadían a lo ya existente muchos de los detalles que tendría después. Varios de los salones, sobre todo los artesonados de los mismos, fueron imposibles de recuperar después de los graves destrozos que sufrió en los bombardeos de 1936, si bien, todavía pueden admirarse en algunas de sus salas las magníficas pinturas murales de Rómulo Cincinato.
Trazó los planos del Palacio y dirigió las obras el arquitecto Juan Guas, autor del famoso monasterio toledano de San Juan de los Reyes y del castillo mendocino de Manzanares el Real.
Como hechos históricos más destacados que ocurrieron dentro de sus muros, conviene reseñar que fue celda y hospedaje en 1525 del rey Francisco I de Francia; marco de bodas reales, donde Felipe II contrajo matrimonio con su tercera esposa, Isabel de Valois. Testigo del abandono y de la muerte, en el verano de 1740, de una reina de España, la última de los Austrias, doña María Ana de Neuburg, viuda durante una gran parte de su vida del infortunado Carlos II. Así mismo se cuenta entre sus moradores al ilustre romántico francés Víctor Hugo, quien pasó en sus dependencias alguna temporada de su infancia acompañando a su padre, el general Hugo, que durante la guerra de la Independencia ejerció de gobernador militar de Guadalajara.


Ahí queda pues, con algo de su piedra enferma, la primera de nuestras maravillas, para quien la quiera observar; no cuesta nada. Las gentes de aquí, es verdad, apenas si la estimamos en su justo valor, de tanto conocida; pero sí que podemos observar cómo los que vienen de fuera se deshacen nen elogios con sola su presencia, la admiran y veneran.
(CONTINUARÁ)
(En las fotografías: Fachada del Palacio del Infantado, y un detalle del Patio de los Leones)

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