lunes, 6 de mayo de 2013

LA GUADALAJARA DE AMADO NERVO


          
  Por estas fechas se cumplen los primeros cien años desde aquel de 1913 en que un mexicano ilustre, el poeta Amado Nervo, visitó esta pequeña urbe castellana de nuestros amores y de nuestros pecados. De aquella visita casual a Guadalajara, ignorada para tantos, dejó escritas media docena de páginas únicamente, que vienen a ser un valioso documento para los que vivimos hoy, para los que hemos conocido una Guadalajara diferente a aquella otra de la que él nos habla, pero no tan distinta como para negarse a reconocer con asombro que las calles, los monumentos, las costumbres y las personas, hayan podido cambiar tanto a lo largo de un siglo.
            A uno, que disfruta hasta lo indecible descubriendo alguna cosa nueva cada día que amanece, le vino a las manos hace tiempo la crónica del autor de la "Amada inmóvil" en un tomo de edición reciente en el que se recogen sus obras completas. Aprovechó el autor modernista su viaje para llevar al papel la impresión, escrita en bellísima prosa, que le produjo esta ciudad junto al Henares donde encontró, como ahora veremos, tantas cosas interesantes para ver y de las que escribir.
            «De la estación -dice el autor al comienzo de su trabajo, refiriéndose, naturalmente, a la del ferrocarril- la carretera bordeada de olmos nos conduce, ondulante y en suave ascenso a la ciudad. Hay troncos que deben medir dos metros de circunfe­rencia. Yérguense derechos, poderosos, con no sé qué de monacal en el aspecto... Para que el encanto sea mayor, el Henares aquí corre límpido, luciendo sus cristales de un verde profundo, en el fondo de un cauce que recuerda el del Tajo, aunque en éste no haya bravas rocas, sino taludes de tierra roja, que con facilidad se desmoronan.» Luego habla de un molino que las aguas del río se encargan de mover, apenas se pasa el puente, y que es, sin duda, el que da nombre y sirve de parcial escenario a uno de los dramas románticos de José Zorrilla, sin que de él haya venido a quedar apenas el recuerdo de sus ruinas en la memoria de algunas de las personas más ancianas del lugar. Después, el autor continúa: «A la derecha, al lado de una vieja iglesia linajuda, se levanta, capaz, limpia, albeante, la Academia de Ingenieros... La Academia de Ingenieros es el alma de Guadalajara, que sin ella y sin su famoso Parque de Aerostación, bostezaría perennemente con el tedio y la modorra provincianos». Ni lo uno ni lo otro existen ya, desaparecieron durante los años del desmantelamiento, dejando a la ciudad -es muy posible que así fuera- por unas cuantas décadas adormilada, ahogada en la penuria, viendo cómo sus propios hijos la iban abandonando con los ojos puestos en la vecina Capital de España, por no tener nada mejor que ofrecerles.

            El palacio de los Duques del Infantado impresionó durante el viaje al ilustre huésped, lo mismo que impresiona a quienes lo descubren hoy: «Yo no conozco edificio más admirable -dice- en esta España de los admirables edificios: por lo que insinúa, por lo que sugiere, por su poder invencible de evocación». La reseña se corresponde por su merecimiento con la cosa reseñada. Sin salir del palacio mendocino, Amado Nervo subraya en su crónica que dentro de las salas y alojamientos se educaban y guarecían doscientas niñas "huérfanas de las guerras peninsulares y coloniales", alojadas como reinas y bajo los cuidados de unas cuantas hermanas de la Orden de la Sagrada Familia. A continua­ción, se detiene en proferir elogios en honor de las diferentes estancias palaciegas, de sus bellísimas pinturas murales, de sus ricos artesonados, y de los azulejos de Talavera que recubrían los muros a manera de friso. Los tapices, que ya no debían de existir por aquel entonces, "ahora los sustituyen por un papel pintado de tonos oscuros".
            El viajero continúa su camino para detenerse en la iglesia de Santa María. Luego de describirla en su exterior de forma somera, el poeta dice que allí «existe otra de las maravillas de Guadalajara: la Virgen de las Batallas, que Alfonso VI, el soberano del Cid, llevaba consigo dondequiera. Es una estatuita sedente, como de setenta centímetros de altura, con el Divino Infante en los brazos.» Al hacer mención de la capilla lateral a la nave, refiriéndose, claro está, a la del Santísimo de la concatedral, el autor escribe: «Una capilla anexa, llena de severidad y de penumbra, sirve de panteón a los Duques de Rivas. Allí duermen, "esperando la resurrección", como he leído alguna vez en ciertos epitafios, desde don Nuño Guzmán y don Gómez Suárez (1501), hasta los padres del autor de "El moro expósito"». Como puede verse, aun no libre de ciertas imprecisiones propias de un primer contacto, como pudiera ser el hecho de atribuir al retablo mayor de la ahora concatedral de Santa María ciertas reminiscencias del Greco, cuando sus tallas y relieves nada tienen que ver con las figuras espiritualizadas y deformes del pintor candiota; el relato es, no obstante, sugestivo y no falto de valor teniendo en cuenta que se trata de una visión fugaz, lógica en un turista que viene de paso, aunque en esta ocasión el visitante sea un personaje excepcional, cuyo nombre mereció inscribirse en el listín de las grandes celebridades nacidas en la América Hispana.
            Nuestro hombre pudo observar con sus propios ojos y en su mejor estado, lo que después de los destrozos de la guerra civil ahora no nos es posible: los bellísimos mausoleos de don Pedro Hurtado de Mendoza y de su mujer, doña Juana de Valencia, en ambos lados del presbiterio en la iglesia de San Ginés. Y así, mucho más afortunado que nosotros, Amado Nervo apuntó en su cuaderno de viaje unos cuantos detalles referentes al desaparecido templo de San Esteban, situado en la plaza que ahora lleva ese mismo nombre, y del que el autor cuenta, no poco sorprendido, lo siguiente: «En San Esteban, iglesia limpia y modernizada de uno de los conventos de Guadalajara (calle de San Bartolomé) dizque está enterrado nada menos que Alvar Fáñez de Minaya, el que llevó los famosos presentes aquellos, de parte del Campeador, al Rey don Alfonso, el formidable compañero y primo del Cid, el conquistador, en fin, de la ciudad... Yo busco en vano huellas del sepulcro, tembloroso de emoción. Entre las penumbras de la tarde, solo encuentro el de Beltrán de Azagra: "Aquí está sepultado -dice la inscripción de la hornacina (crucero de la izquierda)- el magnífico caballero Francisco Beltrán de Azagra, hijo de los muy magníficos señores Diego Beltrán de Azagra y doña María Teresa Lozano y Bobadilla. Murió a veinticuatro días del mes de noviembre de 1547. El magnífico caballero duerme abrazado a su espada, en su apetecible sosiego de más de tres centurias». Aunque en algún lugar debió aparecer escrito, ni el desapare­cido templo de San Esteban de Guadalajara, ni en el monasterio de Uclés en la Mancha Conquense, reposan los restos del fiel Alvar Fáñez, sino en San Pedro de Cardeña, junto a los de otros muchos guerreros y amigos del Cid, aunque muy bien hubiera podido tener en cualquier templo de la ciudad su sitio como reconquistador que lo fue de ella.

         Un detalle simpático recoge el poeta mejicano al final de su breve trabajo al que tituló "La Guadalajara de acá", y que, debido a su interés costumbrista creo conveniente, como válido documento que es, la transcrip­ción literal del mismo. Dice así:
            «Al salir de nuevo a la Calle Mayor, un tropel de niños me rodea:
            - ¡Caballero, un cuarto para la Maya!
            Y me tienden minúsculas bandejas...
            Las Mayas son niñas a las cuales, en algunos pueblos de España, visten graciosamente, lo más majas posibles, el día de la Cruz de Mayo. Siéntanlas en una especie de trono, y los chicuelos del barrio piden cuartos para ellas, con los cuales ofrecen después una merienda suculenta.
            Tengo la fortuna de ver a dos Mayas en dos portales oscuros. Son las dos criaturas monísimas. Están allí muy adornadas, inmóviles, hieráticas (la Maya no debe hablar ni reírse), rígidas y graves como vírgenes españolas. Doy mi óbolo para cada una, y cumplido este deber con nuestra dama la Tradición -¡muy señora mía!-, me encamino, por la cinta de plata de la carretera hacia la estación.»
            Honor y gratitud, cuando menos al poeta,  un siglo después de su viaje casual a la “Guadalajara de acá”, y que como tantos que a lo largo de los últimos siglos pasaron por ella, dejó señal perdurable, a la que, tiempo por medio, gusta echar mano en un intento de conjuntar, en el paisaje donde ahora nos movemos, a la imaginación con el recuerdo.

(Las fotografías nos muestran un detalle del eterno Henares a su paso por Guadalajara, una imagen de la histórica escultura de la Virgen de las Batallas, y un retrato del poeta Amado Nervo) 

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