lunes, 13 de mayo de 2013

EN RUTA DE CASTILLOS


   
         A nuestra tierra, también a la de más al norte y a la de más al sur, se le llama Castilla precisamente por eso, por la gran cantidad de fortalezas que en ella se edificaron en tiempos del Medievo, y que en mediocre, malo o en peor estado, se mantie­nen todavía en pie algunas de ellas a lo largo de la ancha geografía castellana; en la mayor parte de los casos como recordatorio de un pasado que a buen seguro no sólo se limitó a dejar unos cuantos muros en pie sobre la colina, la muela o el pedestal de roca, sino que marcó honda huella en nuestras costumbres, en nuestra forma de ser, en el particular carácter que nos distingue y que surge a flor de piel apenas se hurga en los entresijos de nuestra personalidad avalada por la misma Historia. Los castellanos no somos mejores ni peores que los demás, somos gente de tierra adentro acostumbrada a encontrar entre el polvo de los siglos que envuelve los legajos de una vieja sacristía, o entre las piedras de un castillo en ruinas, toda una serie de añosas virtudes, y de viejos defectos también, que no sólo asumimos sino que hacemos nuestros como algo connatural.
            Por circunstancias que en este momento no vienen al caso, anduve durante una larga temporada de mi vida entretenido en un periodo de nuestra historia común bastante alejado del siglo XXI en que nos encontramos. La Castilla del siglo XV, por la que volun­ta­riamente viajé a través de los libros, con las tierras de Guadalajara colocadas siempre en lugar preferente como así lo testifican nuestros castillos, fue en aquellos tiempos el ombligo de toda la Historia de Occidente. Luego gozaría de una importancia todavía mayor, una vez descubierto el Nuevo Mundo con naves y con hombres de esta tierra.
            Resulta todo un gozo volver la vista atrás, y darse un paseo a través de los viejos escritos y de la imaginación, por aquellos escogidos lugares de asiento donde se celebraron fastuosos festines, se derramó sangre, se archivaron prisioneros en las mazmorras, y se urdieron leyendas sobre las que de vez en cuando conviene volver.
            El Dr. Herrera Casado, don Antonio, vecino de página en el diario Nueva Alcarria desde hace siete lustros, coautor de algunas publicaciones, editor de mis libros, y amigo sobre todo lo demás, publicó hace tiempo un interesante volumen –el número 24 de la colección de Aache “Tierra de Guadalajara” al que titula Guía de Campo de los Castillos de Guadalajara, que hoy, años después, he vuelto a ojear. Dejando a un lado su magnífica presentación (que se da por supuesta) y el acierto y buen orden al mostrar los contenidos (que también se da), sería justo calificar la obra como de utilidad pública, aunque tan desgastada frase  pudiera sonar a visión subjetiva producto de la amistad. En cambio, no es así.

            Uno reconoce haber sentido desde siempre cierto interés por este tipo de publicaciones, y no ha desaprovechado la ocasión de adquirirlas cuando le ha sido posible, y de conocer a fondo todo lo mejor que sobre el particular cayó en sus manos, y ahí incluye el "Castillos de España" de don Carlos Sarthou Carreres, (al que por muy poco no llegué a conocer en su casa de Játiva, pero sí a su hija Lidia y al inmenso tesoro de su biblioteca); y el "Castillos de Guadalajara" de don Francisco Layna, padre y señor por excelencia de nuestra historia y de nuestro arte provincial; y algunos otros menos señeros, más de andar por casa, que durante los últimos años se han dejado ver en los escaparates de las librerías con mayor o menor fortuna.
            El libro del Dr. Herrera al que aquí nos referimos es algo distinto; se trata de una guía útil, bien documentada, libro de bolsillo o de guantera de automóvil para llegarse al sitio valiéndose de él y documentarse in situ a través de su lectu­ra. Su autor conoce el tema con profundidad, ha paseado las ruinas, ha fotografiado las piedras, ha buscado después en los libros de Historia y en otros documentos quiénes fueron los personajes y las familias que ocuparon aquellas fortificaciones, cuando y por qué, qué acontecimientos más destacables ocurrie­ron allí; y si todo era poco, también nos indica en su libro el camino por donde ir y, cuando ello es posible, hasta el lugar más próximo en donde  aparcar el coche. Ni qué decir que sobre tipos de casti­llos, estructura y partes de que constan, castillos desapare­cidos, castillos de los moros, castillos mendocinos, y tantas curiosidades más en torno al tema, figuran en el libro a manera de curso rápido sobre todo lo que se debe saber para estar al día.
            Hasta cincuenta y un castillos de la Provincia he podido contar en el índice a los que, con un estupendo servicio de fotografías, planos y dibujos, se hace referencia en esta publicación. Castillos famosos, restaurados, puestos hoy en servicio con funciones bastante diferentes a las que tuvieron en otro tiempo, como pudieran ser el de Sigüenza, ahora para­dor de turismos, o el de Torija, museo del "Viaje a la Alca­rria" de Cela, primero que sepamos dedicado a un libro. Casti­llos, por el contrario, de difícil localización y de muy escasa nombradía, pero que figuran en la historia de esta tierra nuestra y de los cuales queda algún muro en pie como testimonio, tales como el de Inesque en el término de Pálma­ces, el de Diempures en Cantalojas, o el de Alpetea en el Alto Tajo, que si lo fue o no lo fue, de él queda la fortísima peña con aquel nombre y la leyenda del caballero Montesinos, una de las más conocidas y con más profunda raíz en todos aquellos pueblos.

            El Castillo, el Castillejo, el Castellar... Las tierras de Guadalajara están plagadas de topónimos que se repiten una y otra vez por casi todos los pueblos y en todas las comarcas. Cualquier altillo en las afueras del lugar se reconoce por alguno de esos nombres, aunque no aparezca rastro alguno de lo que el nombre nos da a entender. Valga como ejemplo el caso del Castillo de Motos en el Bajo Señorío Molinés para explicar­lo. Aquel castillo ya no existe. Lo mandó construir junto al pueblo un personaje nefasto, para desde allí dirigir el pillaje contra las personas y los bienes de los campesinos de la comarca. Lo mandaron destruir los Reyes Católicos y no dejaron de él señal alguna. Otros fueron desa­pareciendo poco a poco, al paso que los lugareños se llevaban sus piedras para construir corralizas, viviendas, tainas o parideras de ganado, quedando el nombre como recuerdo a la posteridad.
            El turismo cultural acabará por ponerse de moda. Los castillos, los pueblos, los lugares en fin donde la Historia tuvo a bien detenerse, comienzan a ser motivos de especial interés para los viajeros. Muy cerca de nosotros tenemos un apretado filón de estos motivos de interés, añosas piedras portadoras de mensaje que de alguna manera nos obligan en conciencia a que las conozcamos y a que sepamos algo del porqué de su existen­cia. La primavera, con los primeros rudimentos del verano acabó por abrir. El tiempo, el paisaje, los lógicos deseos de saber, de ver y de conocer, son un ingrediente más que se une al instinto viajero de las gentes de esta tierra, en donde nunca debiera faltar el poso permanente de nuestro pasado: los castillos.  

(Las fotografías corresponden a los castillos de Atienza, Pioz, y Zafra)

1 comentario:

Antonio Herrera Casado dijo...

Muchas gracias por este comentario a mi libro, pero muchas más aún por demostrar este respeto y veneración por las huellas pétreas de las medievales fortalezas de nuestra tierra.