A
nuestra tierra, también a la de más al norte y a la de más al sur, se le llama
Castilla precisamente por eso, por la gran cantidad de fortalezas que en ella
se edificaron en tiempos del Medievo, y que en mediocre, malo o en peor estado,
se mantienen todavía en pie algunas de ellas a lo largo de la ancha geografía
castellana; en la mayor parte de los casos como recordatorio de un pasado que a
buen seguro no sólo se limitó a dejar unos cuantos muros en pie sobre la
colina, la muela o el pedestal de roca, sino que marcó honda huella en nuestras
costumbres, en nuestra forma de ser, en el particular carácter que nos
distingue y que surge a flor de piel apenas se hurga en los entresijos de
nuestra personalidad avalada por la misma Historia. Los castellanos no somos
mejores ni peores que los demás, somos gente de tierra adentro acostumbrada a
encontrar entre el polvo de los siglos que envuelve los legajos de una vieja
sacristía, o entre las piedras de un castillo en ruinas, toda una serie de
añosas virtudes, y de viejos defectos también, que no sólo asumimos sino que
hacemos nuestros como algo connatural.
Por
circunstancias que en este momento no vienen al caso, anduve durante una larga
temporada de mi vida entretenido en un periodo de nuestra historia común
bastante alejado del siglo XXI en que nos encontramos. La Castilla del siglo
XV, por la que voluntariamente viajé a través de los libros, con las tierras
de Guadalajara colocadas siempre en lugar preferente como así lo testifican
nuestros castillos, fue en aquellos tiempos el ombligo de toda la Historia de
Occidente. Luego gozaría de una importancia todavía mayor, una vez descubierto
el Nuevo Mundo con naves y con hombres de esta tierra.
Resulta
todo un gozo volver la vista atrás, y darse un paseo a través de los viejos
escritos y de la imaginación, por aquellos escogidos lugares de asiento donde
se celebraron fastuosos festines, se derramó sangre, se archivaron prisioneros
en las mazmorras, y se urdieron leyendas sobre las que de vez en cuando
conviene volver.
El
Dr. Herrera Casado, don Antonio, vecino de página en el diario Nueva Alcarria
desde hace siete lustros, coautor de algunas publicaciones, editor de mis
libros, y amigo sobre todo lo demás, publicó hace tiempo un interesante volumen
–el número 24 de la colección de Aache “Tierra de Guadalajara” al que titula Guía de Campo de los Castillos de
Guadalajara, que hoy, años después, he vuelto a ojear. Dejando a un lado su magnífica presentación (que se da por
supuesta) y el acierto y buen orden al mostrar los contenidos (que también se
da), sería justo calificar la obra como de utilidad pública, aunque tan
desgastada frase pudiera sonar a visión
subjetiva producto de la amistad. En cambio, no es así.
Uno
reconoce haber sentido desde siempre cierto interés por este tipo de
publicaciones, y no ha desaprovechado la ocasión de adquirirlas cuando le ha
sido posible, y de conocer a fondo todo lo mejor que sobre el particular cayó
en sus manos, y ahí incluye el "Castillos
de España" de don Carlos Sarthou Carreres, (al que por muy poco no
llegué a conocer en su casa de Játiva, pero sí a su hija Lidia y al inmenso
tesoro de su biblioteca); y el "Castillos
de Guadalajara" de don Francisco Layna, padre y señor por excelencia
de nuestra historia y de nuestro arte provincial; y algunos otros menos
señeros, más de andar por casa, que durante los últimos años se han dejado ver
en los escaparates de las librerías con mayor o menor fortuna.
El
libro del Dr. Herrera al que aquí nos referimos es algo distinto; se trata de
una guía útil, bien documentada, libro de bolsillo o de guantera de automóvil
para llegarse al sitio valiéndose de él y documentarse in situ a través de su
lectura. Su autor conoce el tema con profundidad, ha paseado las ruinas, ha
fotografiado las piedras, ha buscado después en los libros de Historia y en
otros documentos quiénes fueron los personajes y las familias que ocuparon
aquellas fortificaciones, cuando y por qué, qué acontecimientos más destacables
ocurrieron allí; y si todo era poco, también nos indica en su libro el camino
por donde ir y, cuando ello es posible, hasta el lugar más próximo en
donde aparcar el coche. Ni qué decir que
sobre tipos de castillos, estructura y partes de que constan, castillos
desaparecidos, castillos de los moros, castillos mendocinos, y tantas
curiosidades más en torno al tema, figuran en el libro a manera de curso rápido
sobre todo lo que se debe saber para estar al día.
Hasta
cincuenta y un castillos de la Provincia he podido contar en el índice a los
que, con un estupendo servicio de fotografías, planos y dibujos, se hace
referencia en esta publicación. Castillos famosos, restaurados, puestos hoy en
servicio con funciones bastante diferentes a las que tuvieron en otro tiempo,
como pudieran ser el de Sigüenza, ahora parador de turismos, o el de Torija,
museo del "Viaje a la Alcarria" de Cela, primero que sepamos
dedicado a un libro. Castillos, por el contrario, de difícil localización y de
muy escasa nombradía, pero que figuran en la historia de esta tierra nuestra y
de los cuales queda algún muro en pie como testimonio, tales como el de Inesque
en el término de Pálmaces, el de Diempures en Cantalojas, o el de Alpetea en
el Alto Tajo, que si lo fue o no lo fue, de él queda la fortísima peña con
aquel nombre y la leyenda del caballero Montesinos, una de las más conocidas y
con más profunda raíz en todos aquellos pueblos.
El
Castillo, el Castillejo, el Castellar... Las tierras de Guadalajara están
plagadas de topónimos que se repiten una y otra vez por casi todos los pueblos
y en todas las comarcas. Cualquier altillo en las afueras del lugar se reconoce
por alguno de esos nombres, aunque no aparezca rastro alguno de lo que el
nombre nos da a entender. Valga como ejemplo el caso del Castillo de Motos en
el Bajo Señorío Molinés para explicarlo. Aquel castillo ya no existe. Lo mandó
construir junto al pueblo un personaje nefasto, para desde allí dirigir el
pillaje contra las personas y los bienes de los campesinos de la comarca. Lo
mandaron destruir los Reyes Católicos y no dejaron de él señal alguna. Otros
fueron desapareciendo poco a poco, al paso que los lugareños se llevaban sus
piedras para construir corralizas, viviendas, tainas o parideras de ganado,
quedando el nombre como recuerdo a la posteridad.
El
turismo cultural acabará por ponerse de moda. Los castillos, los pueblos, los
lugares en fin donde la Historia tuvo a bien detenerse, comienzan a ser motivos
de especial interés para los viajeros. Muy cerca de nosotros tenemos un
apretado filón de estos motivos de interés, añosas piedras portadoras de
mensaje que de alguna manera nos obligan en conciencia a que las conozcamos y a
que sepamos algo del porqué de su existencia. La primavera, con los primeros
rudimentos del verano acabó por abrir. El tiempo, el paisaje, los lógicos
deseos de saber, de ver y de conocer, son un ingrediente más que se une al
instinto viajero de las gentes de esta tierra, en donde nunca debiera faltar el
poso permanente de nuestro pasado: los castillos.
(Las fotografías corresponden a los castillos de Atienza, Pioz, y Zafra)
1 comentario:
Muchas gracias por este comentario a mi libro, pero muchas más aún por demostrar este respeto y veneración por las huellas pétreas de las medievales fortalezas de nuestra tierra.
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