Nuestro hombre es el octavo varón de una serie de
generaciones consecutivas en una misma familia que han venido manteniendo el
mismo nombre y el mismo apellido desde tiempo inmemorial: Tomás Barra. Este
Tomás de nuestros días es un hombre joven, natural de Guadalajara como el resto
de sus antecesores que, llegado el momento de casarse, decidió irse a vivir a
Cabanillas en los años de expansión de nuestros pueblos del Corredor del
Henares; y allí reside, a cuatro pasos de la capital, no más allá de una decena
de años.
Desde
hace una temporada larga conozco a Tomás Barra y me he comunicado con él en
muchas ocasiones por medio de las redes sociales. Debo confesar que desde el
primer momento me llamó la atención su interés por el hecho cultural en su conjunto,
y en particular por el arte en sus más diversas manifestaciones. Después
descubrí que no sólo era un apasionado por la pintura, sino un magnífico
ejecutante además, admirador de los viejos monumentos de la ciudad -muchos de
ellos desaparecidos- a los que se ha propuesto devolver a los guadalajareños de
hoy, dándoles forma y color en un renacer de sus habilidades que le vienen
desde niño, pero que ha tenido adormiladas durante más de veinte años, hasta
que un día optó a la casualidad por inscribirse en uno de los cursos de pintura
del Palacio de la Cotilla, lo que le llevó a despertar de aquel prolongado
letargo y ponerse manos a la obra.
Mas no
todo quedó ahí; pues consciente de que cualquier cosa contemplada con visión de
artista puede contener, previo su correcto tratamiento, un algo bello dentro de
sí, debió pensar -como hace más de cinco siglos lo hiciera el gran Miguel
Ángel-, que dentro de un bloque de piedra había un “Moisés”, y que todo era
cuestión de quitar lo que sobraba hasta sacarlo a la luz, por lo que intentó
vivir la misma experiencia valiéndose de una pesada piedra de alabastro que un
día encontró tirada en las afueras de Jadraque -tal vez en el sobrante de algún
taller de artesanos-, y que se trajo a casa con toda ilusión poniéndose
enseguida a laborar sobre ella, a quitar lo que sobraba, hasta que apareció la
preciosa imagen de una Virgen en posición sedente, con el Niño sobre sus
rodillas, cuya fotografía no hace mucho colgó en su página de Factbook causando
una extraordinaria sensación, y que a mí me impresionó sobremanera, por lo que
me propuse ponerme en contacto con él, visitar su estudio e informarme no sólo
de la obra, sino también del artista, un joven con intereses y destrezas fuera
de lo común, que merecía cuando menos ocupar un espacio en la prensa
provincial; deseo que le propuse, que él acepto de mil amores, y que hoy se ve
cumplido en esta página especial de “Nueva Alcarria” que tú, amigo lector,
ahora tienes en tus manos.
Cabanillas
del Campo, pueblo de agricultores por tradición, y ahora residencia de miles de
trabajadores ocupados en los más diversos oficios, casi todos relacionados con
la industria, fue en su origen una
especie de caserío o aldea dependiente de la capital a cuyo Común de Tierra
perteneció durante mucho tiempo; conseguida su libertad por compra, el rey
Felipe IV le otorgó el título de villa en el año 1628. Hoy es una de las
ciudades emergentes del Valle del Henares, a cinco kilómetros de distancia de
Guadalajara, con una población en torno a los doce o catorce mil habitantes.
Hacía
años que no había vuelto a Cabanillas, tantos como que en éste mi último viaje
tuve que preguntar dónde estaba el ayuntamiento, en donde Tomás y yo habíamos
acordado reunirnos. Pese a la impresionante transformación a la que se ha visto
sometido el pueblo, conseguí llegar en un primer intento a la puerta del
ayuntamiento, donde no encontré a Tomás ni a las oficinas de la corporación. Un
señor me contó que el ayuntamiento estaba en otro lugar desde hacía varios
años. Se trata de un nuevo edificio como fondo a una plaza impresionante en la
que hay un templete cubierto para la música, similar al de nuestro parque de la
Concordia, dos fuente monumentales con abundante correr de aguas, y un ancho
espacio de recreo para niños y para gente mayor, que en estas tardes preludio
del verano, suele contar con nutrida asistencia de unos y de otros.
Era la hora convenida. Mi interlocutor me
esperaba sentado en una sombra. Me vio, nos conocimos, nos saludamos, y
enseguida me llevó a su casa, donde nos recogimos en una media hora de
conversación que aproveché para conocer al artista, tomar algunas fotografías
de las cosas que me parecieron interesar de la amplia buhardilla donde él
trabaja, se inspira y trasnocha hasta altas horas de la noche o primeras de la
madrugada, en completo silencio, sin que nada ni nadie le pueda ahuyentar el
soplo de las musas que, como sabido es, son las hadas buenas que sirven la
inspiración en bandejas de oro a los artistas, siempre con la soledad y el
silencio como elementos indispensables, y allí los hay.
- Sí,
cuando tengo que hacer algo me subo aquí por las noches y las horas se me van
sin darme cuenta.
Fotografías
sobre la pared, a manera de venerable retablo en el que aparecen retratados
algunos de sus antepasados en varias generaciones; un caballete con la última
pintura, ya acabada, que representa la antigua Puerta de Madrid que servía de
paso al Alcázar.
- Los dos
monumentos que aparecen corresponden al convento de Los Remedios, a la
izquierda, y el de la derecha es la torre del Peso de la Harina. Lo he tomado
de un boceto a lápiz de Pérez Villamil.
- Y ese
teatro de guiñol ¿Lo has preparado tú?
- Todavía
lo tengo sin terminar. Lo estoy haciendo para que jueguen mis hijas.
Las hijas
de Tomás son Irene, de seis años, e Itziar, la pequeña, de sólo tres. La esposa
de Tomás se llama Ana y es de Segovia. En aquel momento ninguna de ellas estaba
en casa. Encuentro al joven padre muy volcado sobre su familia, otra más de las
notas a su favor.
- Como
proyecto inmediato ¿Qué te ronda por la cabeza?
- Así
como más inmediato quiero acabar la serie de cuatro monumentos antiguos de
Guadalajara, de los que éste de la Puerta de Madrid es sólo el primero.
Los
trabajos que tenía preparados para que los pudiera observar y fotografiar a mi
gusto los había colocado sobre una mesa, junto a la ventana que daba a la
calle. Eran tres de temática diferente: la imagen de la Virgen en alabastro a
la que antes me referí; un Crucifijo, muy a su estilo, que él talló con motivo del
fallecimiento de su padre; y con su imagen yacente sobre historiado túmulo
todavía sin concluir, la figura de doña Mayor Guillén de Guzmán, señora de
Alcocer y amante que fue del Rey Sabio. Figuras que he querido presentar al
lector, tal como preferimos que estuvieran situadas, pero que bien hubiese
merecido la pena recogerlas en visión personal de cada una; pues son todo un
derroche de paciencia y de trabajo bien hecho.
Y nada
más. El tiempo y el espacio del que dispongo ha dado de sí todo lo que podía
dar. Tomás Barra es un hombre joven, metido aún en esa segunda juventud de los
treintañeros. Tiene mucho tiempo por delante, y de él esperamos que con tesón,
espíritu de trabajo, y talento que no le falta, nos siga admirando aunque sea
de tarde en tarde.
(En "Nueva Alcarria" hoy, 5-6-2015)
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