jueves, 21 de enero de 2010

GUADALAJARA EN LA LITERATURA ( I I )


Por aquellos mismos años, coincidiendo con la Semana Santa de 1891, la condesa de Pardo Bazán viajó en tren desde Madrid hasta Sigüenza, pasando por Guadalajara. En su libro "Por la España pintoresca", dejó escrito doña Emilia, entre muchas cosas más: «Hacía luna durante nuestro viaje de Guada­la­jara a Sigüenza, y el país, conforme nos acercábamos a tierras de Aragón, aparecía abrupto y montañoso. El alcalde, persona muy cortés, nos esperaba en la estación.»
Leopoldo Alas, "Clarín", escribe en 1892 una novela corta a la que tituló "Superchería"; en ella se puede adivinar la contradic­ción en la que el autor se debate por aquellos años. Clarín sitúa en esta obra a Nicolás Serrano, el protagonista, aposentado en una fonda que debió haber frente a la Academia de Ingenieros, otro monumento emblemático que hace tiempo desapare­ció del paisaje urbano de Guadalajara. Así lo refiere el propio Leopoldo Alas. «Llegó a la triste ciudad del Henares al empezar la noche, entre los pliegues de una nube que descarga­ba en hilos muy delgados y fríos el agua, que parecía caer ya sucia, que corría sobre la tierra pegajosa. Un ómnibus con los cristales de las ventanillas rotos le llevó a trompicones por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón que había que tomar por fonda. Estaba frente al edificio de la Academia vieja, a la entrada del pueblo. La oscuridad y la cerrazón no permitían distinguir bien el famoso palacio del Infantado, que estaba allí cerca, a la izquierda; pero Serrano se acordó en seguida de su fachada suntuosa que adornan, en simétricas filas, pirámides que parecen descomunales cabezas de clavos de piedra».
Amado Nervo, el ilustre poeta mejicano, primer exponente de la literatura hispanoamericana de la época del Modernismo, pasó por Guadalajara en visita relámpago el año 1913. Se llevó una serie de notas escritas en su libreta de apuntes, que luego le sirvieron como cañamazo donde apoyarse para dar luz a un bello trabajo sobre la capital de la provincia. De ese trabajo son estas líneas en las que el autor hace referencia a una costumbre ya perdida, la de "Las Mayas". Dice así:
«Al salir de nuevo a la Calle Mayor, un tropel de niños me rodea:
-¿Caballero, un cuarto para la Maya!
Y me tienden minúsculas bandejas...
Las Mayas son niñas a las cuales, en algunos pueblos de España, visten graciosamente, lo más majas posibles, el día de la Cruz de Mayo. Siéntanlas en una especie de trono, y los chicue­los del barrio piden cuartos para ellas, con los cuales ofrecen después una merienda suculenta.
Tengo la fortuna de ver a dos Mayas en dos portales oscuros. Son las dos criaturas monísimas. Están allí muy adornadas, inmóvi­les, hieráticas (la Maya no debe hablar ni reírse), rígidas y graves como vírgenes españolas. Doy mi óbolo para cada una, y cumplido este deber con nuestra dama la Tradición -¡Muy señora mía!-, me encamino, por la cinta de plata de la carretera hacia la estación».
Allá por los inicios de los años veinte del pasado siglo, don José Ortega y Gasset nos cuenta en "El Espectador" cómo echó algunas jornadas a recorrer las tierras de Sigüenza a lomos de una mula torda. La primera impresión que la Ciudad Mitrada produjo en el insigne pensador fue :«Es una alborada limpia sobre los tonos rosa y cárdeno del poblado de Sigüenza. Quedan en el cielo unos restos de luna que pronto el sol absorberá. Sigüenza, la viejísima ciudad episcopal aparece rampando por una ancha ladera, a poca distancia del talud que cierra por el lado frontero del valle. En lo más alto el castillo lleno de heridas, con sus paredones blancos y unas torrecillas cuadradas, cubiertas con airoso casquete. En el centro del case­río se incorpora la catedral, del siglo XII».

(Continuará)

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